Sobre Scorn supe por cuenta de un corto pero espectacular vídeo de promoción incorporado a la presentación de otros próximos videojuegos que se lanzarían para la Xbox, y hace bastantes años, no sé si por el 2017 o 2018. En lo poco que se veía se destilaba la inspiración en los diseños del artista conceptual de la famosa película Alien, Hans Rudolf Giger, así como una reminiscencia de las películas de David Cronenberg en el aspecto y mecánica de los instrumentos que se enarbolaban encarnando al protagonista. A pesar de su perspectiva en primera persona, asumí enseguida que no estaría enfocado en la predominancia de la acción, no sé por qué. Fue algo instintivo, o quizá que un estilo de juego frenético no encajaba con el recargado aspecto del mundo que presentaba, que más bien invitaba a la exploración y la observación minuciosa de cada detalle…
Sea como sea, hemos tenido que esperar hasta octubre de 2022 para ver por fin lanzado el juego (el mismo mes de mi cumpleaños, así que no ha podido ser más oportuno), pasando su desarrollo por un par de iniciativas de financiación por Kickstarter y por la aportación de inversores privados desde que se iniciara su concepción en el año 2014. A pesar de tratarse de un juego basado en el motor gráfico Unreal Engine 4, sus diseñadores no querían límites técnicos a la hora de presentar al jugador su atmosférica creación, y este resultó un producto solo reproducible en ordenadores potentes y las nuevas Xbox Series X y Series S, las únicas consolas que son, por ahora, de auténtica nueva generación (no, la PlayStation 5 no lo es). Sin embargo, y aunque solo tengo una Xbox One del modelo original, la más grande y antigua, pude disfrutar de Scorn gracias al servicio del juego desde la nube del GamePass. El resultado, muy similar en calidad y rapidez al de Stadia (de próximo cierre para el 18 de enero del 2023) me permitió disfrutar del juego con la misma soltura que con una Series X, por ejemplo, con detrimento de la resolución de imagen respecto a estas consolas por toda devaluación de la experiencia.
Scorn resulta un juego como los que se hacían antes, más parecido a los de la época de la Super Nintendo o la Sega Mega Drive, o como los primeros juegos en primera persona de la época de la primera PlayStation o la Saturn de Sega: es duro y exigente al principio, sin indicaciones prácticamente para nada, sin instrucciones que se puedan seguir para aprender a manejar el juego (y sin acceso a manual alguno, como los que venían en las cajas de los de aquellas épocas). Lo único que se tiene a mano es el acto de avanzar, probar la interacción con los elementos del entorno y aprender de la experiencia de todo ello. Con esto, además de una jugabilidad con un sabor “de la vieja escuela”, los creadores consiguen transmitirnos a la perfección la sensación de despertar confuso del mismo ser que encarnamos: sin saber nada, recién traído o engendrado a este mundo, aunque, eso sí, con la capacidad intelectual para razonar e imaginar de un ser de edad madura por toda arma.
Hay que reconocer que son muchos los juegos que son así de exigentes con el jugador, que requieren mucha paciencia, mucha dedicación o un desarrollo de habilidad alta en muy poco tiempo. Scorn, como si se tratara de un sistema de cribado de la clase de persona que habrá de soportarlo o afrontarlo de principio a fin, lo primero que propone es la exploración de un amplísimo escenario en el que es difícil orientarse en una primera impresión, y cuya exploración desembocará en un complejo pero tradicional rompecabezas basado en la gestión de espacios libres en un plano.
La recompensa a la superación de ese desafío es el inicio del verdadero juego y su mecánica orgánica, que es donde se encuentra la auténtica fuerza emocional y del desarrollo de este juego. Nos introduce en su retorcida e inmisericorde lógica, acentuando la premisa vital del ser que encarnamos, que es la de sobrevivir, y para ello avanzar, a toda costa. En la piel de una criatura inteligente pero sin empatía posible por recién nacida y por tan ajena a todo lo que le rodea (pese a ser, creo yo, parte intrínseca de todo ello) nos vemos obligados a ejecutar acciones aberrantes y hasta autolesivas por el mero hecho de expander el conocimiento necesario para abrirse camino. El mundo a explorar parece ser el decadente resto de una compleja maquinaria, quizá automatizada en su mayor parte, de una civilización largo tiempo huida o extinguida, y todo lo que observamos parece verosímil, considerando que el objetivo y energía de todo ello nos es por completo incomprensible.
El trabajo en el diseño de los gráficos es tan minucioso que es difícil tener la sensación de que se repiten elementos o modelos como no sean los de algunas de las criaturas amenazadoras a las que hay que sobrevivir en tensos y farragosos combates o recurriendo a apartarse a una distancia prudente de su camino. Es comprensible que este producto haya estado tanto tiempo en desarrollo cuando se es testigo, especialmente en movimiento, del barroquismo del que se hace gala en cualquier metro cuadrado de pared o suelo al que podamos echarle el ojo. Si bien la banda sonora parece tener en todo momento una función ambiental, y de énfasis de la sensación de peligro o maravilla que pueden producir los sucesos desencadenados en el juego, suena como parte indisoluble de los mismos efectos de sonido que dan auténtica vitalidad a la ruina de la mecánica y la podredumbre de la orgánica del mundo de Scorn.
Todo en Scorn tiene sonido, el más ligero movimiento, la más insinuada de las texturas, cualquier grieta en el terreno que amenace con cascotes o proyecciones. Como dije antes del aspecto visual, aquí el escrúpulo es casi excesivo, y cuando se da el silencio absoluto no es más que para constatar una abrumadora desolación que trasciende todo lo que existe, y cuya naturaleza es, por el mismo hecho de existir, caduca.
En lo jugable, Scorn es lento y limitado, ofreciéndonos por todo movimiento el andar con la posibilidad de correr hacia delante, y el apuntar con las herramientas y armas de las que nos vamos apropiando para defendernos de los esperpénticos seres que han prosperado en este mundo infectado. En los combates es necesario adecuar con previsión los movimientos a los ataques de cada enemigo, ya sea para acabar con él antes de que pueda alcanzarnos o para poder esquivar en el último momento sus ataques. A pesar de no tener un estilo de combate profundo o estilizado, hay que reconocer que la tensión del enfrentamiento contra cualquier criatura está garantizada, no digamos ya cuando se producen emboscadas entre varias de ellas.
Para sobrevivir a estos enfrentamientos es vital no perder de vista los recovecos por los que puedan aparecer las criaturas, y vigilar incluso las espaldas en muchos momentos. Y una vez metidos en harina, exige mantener la distancia y tratar, si es posible, de separar a los enemigos para abatirlos uno a uno. Un estilo de juego que, con su distinta perspectiva de cámara, me recordó en lo farragoso y tenso al primer Silent Hill… Aparte de esto, Scorn basa el acceso a nuevas zonas en la consecución de varios tipos de problemas de control de la maquinaria ruinosa, para lo cual tendremos primero que experimentar para aprender su lógica, luego hallar muchas veces las piezas necesarias para hacerla funcionar, y finalmente encontrar la manera de que todo ello funcione como debería consiguiendo que encaje o que sea activado en la secuencia correcta.
Scorn es, en esencia, la expresión jugable y emocional del valor que tiene la propia experiencia: la capacidad de observación, la posibilidad del ensayo y error o de la previsión, y la capacidad adaptativa de un ser consciente, especialmente del ser humano. Se dio la circunstancia de que alternaba la experiencia de Scorn con la lectura de Soy leyenda del autor Richard Matheson, un libro al que aún no le había echado el ojo a pesar de disfrutar muchas veces con su adaptación en la película The Omega Man o El último hombre vivo en España, protagonizada por Charlton Heston, y en la versión más moderna del 2007 del mismo nombre que la novela y protagonizada por Will Smith.
La novela es una obra tremenda, muy superior a lo que se ha pretendido con sus adaptaciones, con unos niveles de drama, suspense y acción que resultan además mucho más verosímiles por su intuitiva descripción y por la causalidad planteada para cada una de las emociones o ideas que transmite al lector. Pero las sensaciones que tuve mientras la disfrutaba en paralelo a este juego cuya concepción, en esencia, debemos al diseñador Ljubomir Peklar, fueron las de que se enfatizaba o incluso se reivindicaba una faceta del espíritu humano que he visto alarmantemente desaparecida en los últimos tres años: la capacidad de aprender por la propia experiencia, la necesidad de conocer más por cuestión de la propia supervivencia, el principio fundamental que ha permitido al ser humano progresar en cualquier medida y mejorar su vida y la de los suyos. Lo que se conoce como “ciencia”, esa palabra que siempre ha descrito (y es así, pese a quien pese) una actitud humana de exploración de la naturaleza en busca de respuestas, y que tan recalcitrantemente se empeñan muchos en enarbolar como una creencia, un conjunto de supuestos dados por terceros de los que no hay que dudar en absoluto con el objetivo, al fin, no solo de enmascarar toda verdad, sino también de hacerla totalmente irreconocible siempre que sea posible. Por extraño que parezca, Scorn y Soy leyenda me hablaban de lo mismo, de la capacidad del ser humano para poner en práctica, cada cual a su nivel y según sus circunstancias, el método científico.
Mientras el protagonista (mejor dicho, protagonistas) del juego se vale de su capacidad innata para el razonamiento y el uso básico de su fisonomía humanoide para experimentar por primera vez con un mundo lleno de ingenios hechos a su medida y adaptados a sus manos, el Robert Neville de la novela es un hombre que, casi por mera casualidad, ha sobrevivido al asedio de los peligrosos vampiros en que se han convertido el resto de sus conciudadanos por efecto de una extraña epidemia.
Al contrario que en las películas, donde Neville es tanto un militar como un científico especializado en bacteriología o virología (perpetuando un complejo de inferioridad asumido por nuestras sociedades y que tanto se divulga a través de productos de la cultura popular), en el libro no es más que un hombre, cuyo empleo antes del desastre es indeterminado e irrelevante, pero que, mientras lucha día a día por mantenerse vivo y cuerdo, empieza a tratar de atar cabos que expliquen el origen, el sentido y la posibilidad de curar la plaga de vampiros. Para ello primero observa el comportamiento de estos, trata de encontrar patrones y causa de todos ellos, razona hasta la hipótesis en torno a sus fortalezas y debilidades, estudia todo lo que necesita sobre las ciencias que le permitan saber aún más, y busca, una vez y otra, a pesar de sus frustraciones, nuevos modos de llegar a la verdad, o al menos de tener alguna certeza sobre lo que le permita sobrevivir con mayores garantías. Algo, insisto, que hace de manera más rudimentaria pero igual de efectiva el jugador durante la experiencia de Scorn.
¿A dónde quiero llegar con esto? A pesar de ser obras dedicadas al entretenimiento, es evidente que ambas, juego y novela, presumen de varias capas de lectura e interpretación, pero lo que yo saco de ambas es la ponderación de esa rebeldía a la que está atada la necesidad natural de la conciencia humana por conocer la verdad. Ambos protagonistas ahondan en el conocimiento del mundo aberrante y tremendamente hostil que se les presenta para conocer la verdad, incluso aunque sea por la pulsión instintiva y prácticamente irresistible de sobrevivir. Es curioso que el viaje sea, en el juego y en el libro, tremendamente trágico, además de colmado de estrés emocional y físico a partes iguales. Y todo ello me lleva a pensar en lo sucedido en los últimos tres años.
Con cada vez mayor turbación, desamparo, decepción y, por fin, una necesaria aversión, he tenido que terminar por distinguir entre mis congéneres a todos aquellos que no han mantenido un comportamiento natural humano. Y no ha resultado esta una distinción hecha por mi capricho, sino que ha sido como resultado de la necesidad instintiva de mantener mi integridad física y moral (y en la medida de lo posible, de aquellos que son mis seres queridos). Pararme a reflexionar y empezar a indagar sobre todo lo que estaba ocurriendo (lo que nos estaban haciendo, mejor dicho) en cuanto al deterioro de la salud, al recorte de libertades, a la paralización y degradación irreversible de los servicios públicos y el ataque constante a la economía de todos aquellos que no sean asalariados directos o indirectos de los gobiernos, lo considero una conducta completamente normal, una respuesta tan obvia e imprescindible para la supervivencia del organismo que es en realidad una sociedad como lo es la actividad de los glóbulos blancos en la inmunidad natural, esa que sin ninguna vergüenza y con total desprecio a la inteligencia de todos trataron fugazmente de hacernos creer que no teníamos.
El resultado a lo largo de estos tres años es vernos rodeados unos pocos de criaturas sin ninguna capacidad para la reflexión y la observación, y que han resultado en estas carencias y la absoluta falta de empatía muy parecidos a las criaturas mutantes que proliferan por la infección del mundo de Scorn o a los vampiros de Soy leyenda, salvajes y muy proclives al abandono y a la violencia incluso entre los de su misma especie.
En la Revista Historias Pulp dedicada a El Exorcista fantaseaba con la posibilidad de que el comportamiento aberrante de la gente en estos tiempos pudiera tener que ver con alguna clase de hipnotismo o adoctrinamiento subliminal, o incluso con alguna especie de posesión demoniaca tumultuaria; pero empiezo a vislumbrar una febril exaltación en las actitudes, como si todo aquello aberrante para la moral e incluso la fisiología humana empezara a tener que ser celebrado hasta sus últimas consecuencias, y a costa de lo que sea, de la vida de quien sea.
Tengo la impresión, desde hace tiempo, de que aquellos que parecen mis congéneres empiezan a disfrutar del nuevo estado de todas las cosas, como si sus naturalezas estuvieran siendo transformadas o nunca hubieran estado lo más mínimo cercanas a ninguna de las facultades que nos hacen humanos. Y una pregunta resuena con ecos cada vez más fuertes en mi mente, haciéndome tensar las mandíbulas durante horas, a veces hasta provocar un insistente dolor de cabeza: ¿acaso somos leyenda?