21 noviembre, 2024
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Con este nuevo relato del Tomo Oscuro, la autora nos devuelve al frustrante ambiente del colegio, un lugar en el que parecen morir lentamente todos los espíritus, tanto los de los alumnos como los de los docentes…

¡Que lo disfrutéis, pulperos!


Dedicado a mi hija.

 

— ¡Siéntense!

Tras cinco minutos de bullicio, gritos, papeles voladores, chistes malos, sentencias irónicas y sarcásticas, golpes sobre las mesas, libros y libretas maceradas de aceite de los bocadillos… el silencio se va imponiendo poco a poco.

Dimy se acerca a la puerta y la cierra con pestillo, vuelve a la tarima y echa una mirada por encima de sus gastadas gafas de pasta marrón a su auditorio de todos los días.

— ¡De acuerdo, saben que hoy es el día, ¿No?!

Ahora hay un silencio sepulcral en el aula. Los jóvenes de  entre 13 y 14 años, (alguno ya con 16, por haber repetido curso), se miran sorprendidos. No esperaban que Dimy lo dijera en serio.

—Bien… —prosigue, manteniéndose de pie, con su traje raído por el tiempo, de un color indeterminadamente ocre, una camisa beige y zapatillas de deporte negras completamente desafortunadas en esa indumentaria, pero completamente congruentes con la situación—, entréguenme las hojas de consentimiento que les facilité ayer para que sus padres las firmaran.

—Yo me olvidé —contesta Albert, riéndose de la situación o del profesor, más bien—. ¡No creía que fuera en serio!

Se mantiene el silencio.  Todos miran a Dimy un tanto sorprendidos. Ninguno lleva el justificante para el experimento de hoy. Un experimento que subirá un par de puntos la nota final de la evaluación de la asignatura.

El profesor sigue callado, serio, casi con gesto de enfado… y repentinamente sonríe, sigue con su cara medio cabizbaja, con su mirada sobrevolando las cabezas adolescentes. Abruptamente estalla en carcajada, unas carcajadas que contrastan con el absoluto silencio que se impone en el aula.

Un rumor de intranquilidad recorre el ambiente cuando tras más de un minuto seguido de risa desternillante de Dimy, los muchachos no saben qué hacer o decir. Ninguno rompe a reír porque aquello es completamente anómalo. El profesor es algo rarito, sí, pero nunca ha dado muestras, en más de 7 meses de clases, de ser un excéntrico. Es un simple hombre de ciencias. Un buen tipo, con buen semblante, con buena predisposición hacia los jóvenes, nada arisco, no demasiado disciplinado hacia ellos… hoy ¿cierra la puerta y rompe a reír sin motivo aparente que lo justifique?

Alba se levanta para marcharse, está asustada, se sienta en la primera fila de la clase. En concreto es la segunda en la bancada de la derecha, de las dos en las que se divide la clase. Ahora Dimy está justo delante de ella y de Maurice (su compañero del alma, su mejor amigo, un chico superdotado pero muy inmaduro que la hace reír constantemente). No soporta más esa risa pero, sobre todo, no soporta mirar sus dientes. Hubiera jurado que no eran tan amarillos, ni estaban tan amontonados ayer mismo, cuando les entregó el formulario para sus padres, después de la clase sobre el Reino Animal.

Para marcharse debe pasar muy cerca de Dimy. Pero su necesidad de salir es imperiosa. Los demás están comenzando a levantarse para salir (¡esto no es nada normal, a este tipo le ha dado un aire, está flipando, se ha metido algo, viene borracho, un tripi, joder, se ha metido un tripi, ya ves!), y sus pensamientos están tan confundidos que se entremezclan sublingualmente en el aire, elevándose como un suave murmullo perceptible solo en el aula.

Dimy le mete un golpe en la cara a la preciosa Alba, tumbándola en la tarima.

— ¡No se puede salir hasta que yo lo permita! —farfulla el tipo con algo de espumilla blanca en las comisuras de su boca mugrienta a lo “IT”.

Todos se paran en seco. Alba está sangrando en el suelo, su nariz está partida y ella no puede siquiera moverse, parece inconsciente. Pero él, ni se inmuta. Ni la mira. Sigue con su enloquecida mirada por encima de sus sucias gafas de profesor chiflado.

Maurice se levanta y se lanza hacia Alba en un gesto de ayuda, gritando al profesor veinte mil insultos por segundo. Pero antes de llegar al cuerpo inerte de su amiga se encuentra con una patada contundente en su cabeza. Dimy ha cambiado su postura durante diez segundos y, con toda su sobrehumana fuerza, le mete una patada al muchacho. La fuerza de la pierna se suma a la fuerza de la velocidad con la que Maurice se ha abalanzado para ayudar a su compañera de clase. Le ha roto el cuello.

Dos chavales tumbados en el suelo son suficientes para que comience un griterío lleno de insultos, improperios y amenazas de muerte. Pero nadie se atreve a acercarse a Dimy.

Varias muchachas se unen al fondo de la clase y comienzan a entonar  un coro de llantos. Tres jóvenes se unen armados de sillas con las patas izadas hacia él, en señal de amenaza, y así se acercan hasta el profesor, o lo que sea aquello. Los ojos de Dimy están inyectados en sangre, unas hinchadas venas azules recorren su cara y su cuello, pero sigue sin cambiar de postura y sus dientes siguen mostrándose en una amplia sonrisa de chimpancé. Esas sonrisas no humanas y forzadas de los primates  que, si uno las imagina detenidamente, evocan más terror que otra cosa.

Cuando los chavales se acercan despacio hacia la tarima en estrategia militar defensiva, más que ofensiva, Dimy grita repentinamente:

— ¡¡Todos a sus sitios!!

Y todos se paran en seco, miran al profesor a cuyos pies tiene dos alumnos en estado inconsciente o, peor aún, muertos sin que nadie pueda o más bien se atreva a prestarles ayuda.

— ¡¿Qué coño ha hecho piradoooo…?! —le grita Paula, levantándose de su silla, de la que no se ha movido en todo este tiempo, pues ha estado observando toda la surrealista situación en estado de estupor.

Dimy gira su despreciable careto hacia ella. Su rostro sudoroso y congestionado comienza a inflarse de una forma completamente imposible en la física biológica sin que estallen los músculos de la cara y el cráneo. Paula se levanta e intenta retirarse hacia el fondo de la clase, pero es tarde, Dimy pega dos zancadas tan amplias que se planta sobre el lugar donde se ha intentado esconder la chica y hundiéndole los dedos salchicheros, cuyas uñas negras dan verdadero asco, en las cuencas de sus ojos y apoyando la cabeza de un fuerte golpetazo contra la pared, se los introduce hasta el fondo de las cuencas. Los globos oculares de la pobre estallan en un grumoso conjunto de sangre y pastosa córnea, mezclada con los humores del interior del órgano.

Todos los chicos salen despavoridos hacia la puerta de salida de la clase-ratonera. Hace calor, pero no está puesto siquiera el ventilador (porque el aula no dispone de aire acondicionado), y ninguno ha tenido la ocurrencia de ir hacia las ventanas, cerradas también a cal y canto, para pedir auxilio.

La puerta está cerrada. Dimy está de nuevo en  la tarima. Mantiene la misma postura, la misma expresión, la misma sonrisa. Vuelve la cara hacia los alumnos que golpean la puerta con fuerza y gritan pidiendo socorro y ayuda. Gira su cuerpo como si de un androide se tratara, sus movimientos comienzan a tener una especie de articulación robótica que no corresponde a un ser humano.

Todos los chicos, menos Willy, que golpea la puerta de espaldas al profesor, se percatan del movimiento del “loco”, y salen corriendo hacia el lado opuesto de la puerta, justo donde quedan las ventanas. Y Willy se encuentra, al girar sobre sí mismo, al tomar consciencia de que todos sus compañeros le han dejado solo, con una patada en el pecho que le hunde el esternón y le clava varias costillas en los pulmones. Cae, asfixiándose, al suelo, dándose un fuerte golpe sobre su propio pecho malherido ya que, el pobre, del dolor, no puede poner las manos para amortiguar la caída. Se escucha la respiración forzosa del niño. Se deja de escuchar la respiración forzosa a los pocos minutos.

Nadie se atreve a acercarse, Dimy vigila el cuerpo hasta que se cerciora de que ha muerto. Pone una pierna sobre él, en señal de victoria, y grita con un sonido agudo una especie de canto de vencedor… “¿We are the Champions?”. Dimy ya no articula palabras, su aspecto está progresivamente transformándose. Ahora mismo ni siquiera su rostro es reconocible y sus andares son simiescos pero, extrañamente, vuelve a su situación inicial: de pie, en la tarima, mirándoles a todos por encima de las gafitas de intelectual raído.

Le quedan veinte alumnos asustados. No escucha sus gritos de terror. Ha perdido la conciencia de sí mismo. Acabará con ellos. Su experimento no puede fallar. Acabará con ellos.

 

Silencio.

 

Dimy, tras unos minutos en la misma postura, recoge los formularios de los alumnos y comienza la clase como todos los días desde hace 25 años.

Tomo Oscuro

Se cuenta que el Tomo Oscuro cambia su contenido con el tiempo o según la clase de persona que lo abra entre sus manos. A veces es un manual, otras está en blanco, en unas pocas se lee una maldición que persigue al lector hasta llegar a darle muerte…

Pero, si la persona lo merece, las más de las veces, se encuentra con una inofensiva serie de relatos…

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