8 diciembre, 2024
portada raúl gómez jattin

En esta entrada presentamos la desinteresada oferta que nos ha hecho Roberto Martínez, profesor de literatura infantil, para compartir una de sus crónicas; ésta en concreto se dedica al poeta de su misma nacionalidad colombiana, Raúl Gómez Jattin.

Roberto habla en este primer texto que nos comparte sobre cómo conoció al poeta, y nos relata además algunas anécdotas propias de la historia de su comunidad en los Altos de Cazucá.

Roberto ya nos ha anunciado que nos prestará otras de sus crónicas. Sólo queda disfrutar de estos subjetivos pedazos de historia viva, y esperar con ganas las siguientes. ¡Que las disfrutéis!

RAÚL GÓMEZ JATTIN, un potro desbocado en las praderas del cielo

por Roberto Martínez

 

“Alguien, hermano, de tu muerte, te arrebata, te apresa,

te desquicia, y tú, indefenso, estas cartas le escribes”.

Raúl Gómez Jattin.

 

 

Conocí a Raúl Gómez Jattin un domingo de Abril de 1968, en el Teatro Colón, interpretando un soldado en Cuentos de Macondo, una obra basada en Los funerales de la Mamá Grande de Gabriel García Márquez.  Bogotá estaba en ese momento “en pleno furor de la bareta, los hongos, el pensamiento de izquierda, el teatro político y experimental, las rumbas en La Candelaria, la poesía y de alguna manera el desubique existencial” 1  pero yo no vi ese día a Raúl como poeta sino como un gran actor, un visionario del teatro colombiano, una figura tan importante como Enrique Buenaventura, Santiago García, Carlos José Reyes y actrices talentosas como Tania Mendoza Robledo.

 

Raúl había venido a Bogotá a estudiar abogacía como le había pedido su papá, ingresó al grupo de Teatro Experimental de la Universidad Externado de Colombia donde hizo varias adaptaciones de las obras de Álvaro Cepeda Samudio, Aristófanes, Kafka, Beckett, García Márquez y de cantidad de autores. Años más tarde dirá en una entrevista: “-Ese encuentro con la gente de teatro coincidió con mi afecto por la poesía. Soy un poeta dramático a manera de Machado: palabra en el tiempo y antes que Eurípides, mi gran maestro dramático” 2.

 

 

 

Cuando Raúl desapareció de los escenarios del teatro colombiano, presumí que se había ido para Cereté a ejercer la profesión de abogado. Sin embargo no fue así. Estaba en una clínica de reposo en Medellín donde un psiquiatra descubrió que no era un loquito común y silvestre sino “un poeta con una sensibilidad aterradora”.

 

Tal vez porque yo venía publicando una revista de literatura donde daba a conocer a muchos escritores y poetas desconocidos, tanto de la ciudad como de la provincia, Raúl me envió 50 ejemplares de su primer libro (Poemas, 1980), irisado de imágenes transparentes, con un toque de identidad propio, sin ninguna transgresión, salvo el casi tierno y cándido poema “Te quiero burrita”, que en vez de escandalizar a las señoras las hacía reír. Tal vez porque yo había vivido en la costa norte colombiana vendiendo libros para no morirme de hambre y también porque mi alma estaba impregnada por el realismo mágico que me despertaba el paisaje y sus gentes, surgió entre nosotros una especie de correspondencia de la más variada pinta. Cartas, libros y resmas de papel iban y cartas y poemas venían. Raúl podía ser el hijo menor de Luis Carlos López, un excelente poeta con una sensibilidad aterradora y toda la cosa, pero ningún poeta, ningún lector le prestó atención a su libro, tal vez porque era de un poeta montaraz, altivo, visceral, descarnado y realista. El único que se atrevió a decir algo premonitorio fue un hombre de teatro, Juan Carlos Moyano, que dijo en una entrevista: “En un futuro, críticos, poetas, estudiosos y lectores se detendrán en su nombre” 3.

 

Como a mí siempre me han gustado los poetas que se parecen a sus poemas y que escriban con la sabiduría del que es poeta por vocación y no por equivocación, le publiqué dos poemas en la revista Puesto de Combate, donde lo presenté como “un poeta con cualidades propias, capaz de trascender como oficiante de la palabra” y  le envié una carta contándole las desgracias de lo que era ser poeta en el país de poetas. Inmediatamente me respondió: “Leer tu carta me proporcionó una placer inesperado: la emoción que mis pobres poemas causaron en una alma sensible como la tuya, expuesta a los vendavales de la existencia, porosa como para permitir que mis vientos la penetraran, impresionable como para sentir los golpes de mis piedras sobre tu casco. Somos felices cuando nos leen, verdad Milcíades. Nacimos para ser leídos, esa manera de tratar íntimamente con uno sin desgastarlo. Y me siento contento con que me haya leído alguien como tú, águila solar. El poeta sabe tratarse con sus semejantes, y con una de mis alas te digo: gracias por reconocer que mi vuelo es gracioso, que mis plumas son fuertes y brillantes, que mi pico infunde temor” 4.

 

En un viaje que hice por el Valle del Sinú buscando poemas y poetas, entré a Cereté. Cereté, aún lo recuerdo, era un abrazo del infierno y una brasa de llama viva. El sol se derramaba sobre sus calles polvorientas con ardiente vehemencia, pero aun así era “un pueblo lindo con una cabellera de nubes blancas”, delicioso, mágico  y sorprendente. Yo había leído tanto los poemas de Raúl que cuando por fin encontré su casa de palma amarga en la única Calle Cartagenita que hay en el mundo, golpeé en la ventana, exactamente como decía en uno de sus versos: “Golpea en la ventana de la izquierda / que te estaré esperando”.

 

El otro lado de la puerta alguien me preguntó quién era. Cuando le dije mi nombre, la voz de un gigante estremeció la calle y estuve a punto de abandonarlo todo y salir corriendo, pero la puerta se abrió como una caja de sorpresas. Al verlo, tuve la impresión de que no era Raúl sino un fantasma que se había quedado cuidando una casa vacía.

 

Me levantó del suelo con una trompada de ternura y me hizo entrar.

 

¡Qué casa tan sola! No había ni un asiento, ni una flor, ni una jarra de agua, nada que me indicara que allí vivía no una persona sino un fantasma. Lo único que había eran cientos de poemas y cartas tiradas en el piso, una butaquita a ras del suelo en el que me senté a escucharlo y una hamaca. Al piso le habían arrancado el tablado; en todas las paredes estaba escrito el nombre de Lola Jattin. Por el enrejado de la ventana se asomaban las hojas de unas matas de la vecindad y la luz del día impregnaba la habitación de verde donde estábamos Raúl y yo. Un silencio como no se ve en las tierras del trópico se extendía por todos los rincones de la casa empolvándolo todo con una costra de ausencia. ¿Dónde estaba don Joaquín Gómez Reynero, doña Lola, los hermanos de Raúl? ¿Dónde estaban todos los suyos, sus amigos? ¿Por qué lo habían dejado tan solo en una casa tan sola? ¿Dónde estaba la legión de ángeles clandestinos de su primer libro? ¡En ninguna parte! Esa era la única verdad. Raúl era libre pero estaba preso en su soledad. Y era verdad porque me confesó con amargura:

 

-Tengo un desajuste con el afecto de la gente, un problema muy grande de soledad. Quiero rehacer mi vida, viajar a España, hacerme ver de un siquiatra.

 

Se recostó en la hamaca y se puso a escribir en libreta que yo llevaba, canciones procaces alusivas a sus amigos y a un tal Pocho Saker, que a veces era Raulo y otras veces Rubén y otras Raucho, personas que de seguro inventaba para distraer sus soledades.

 

Al poco rato pasaron por la calle unos muchachos vendiendo bollos de maíz y nos pusimos a hablar, qué se yo, de las embestidas del calor, de mis viajes por el trópico, del cielo celeste y sereno del Sinú hambriento, pero sobre todo de la poesía, de cantidad de autores: de Hafiz, de los poetas andaluces y de los poetas árabes, de Borges, Machado, Álvaro Mutis, Jaime Jaramillo Escobar, Orietta Lozano, y hasta de Juan Manuel Serrat por el que Raúl sentía una admiración muy grande. Yo no era más que un salvaje que por primera vez estaba conociendo a un poeta de verdad, a un poeta auténtico en su estado natural.

 

Antes de llegar a Cereté me habían dicho que “tuviera cuidado porque me podía matar”, porque era “homosexual y loco”, pero para mí, un ateo de siete suelas, eso no podía ser cierto. ¿Cómo iba a ser cierto si se pasaba los días “tirándole piedrecillas al cielo buscando un lugar donde posar sin mucha fatiga el pie…?” Su lucidez rayaba con la locura, pero no estaba loco; los locos eran los demás.

 

-Yo quisiera ser tan popular como Celia Cruz –me dijo seriamente, meciéndose en su hamaca a ras del suelo.

 

Encendí un cigarrillo y me quedé mirando alrededor de la habitación vacía, embelesado en el fragor de la tarde que se negaba a morir. Parecía que el verdor de los árboles cercanos quería meterse a la habitación porque de un momento a otro todo era completamente verde. Un gato inmenso aprovechó para meterse por la ventana, tratando de atrapar una mariposa amarilla. Cuando el gato saltó sobre la mariposa, por un momento tuve la sensación de estar en medio de la selva, dispuesto a enfrentar a la muerte con mi cuchillo asesino.

 

Raúl se dio cuenta de mi angustia y me dijo a manera de broma:

 

-No le hagas caso, es el tigre de Borges.

 

Tigre de Borges o gato, ¿qué me importaba? Yo por lo único que había entrado a esa casa era a hacerle una entrevista a un poeta que parecía un fauno montaraz y salvaje. La poesía me pasaba por debajo de la nariz sin hacerme daño, pero esta vez tuve miedo y deseé salir a la calle a beberme una botella de ron, a desear a las muchachas de Cereté y largarme por donde había venido y todo eso, pero Raúl comenzó a cantar un poema de Safo como el emperador de Abisinia en Abisinia, vaiviniéndose en la hamaca y tuve que quedarme a oír su canto endemoniado como si yo fuera su alumno más aventajado:

 

“Madre dulce

mi tela tejer no puedo.

Afrodita suave me vence

y de mi amada siento el deseo”.

 

-¿Te gusta? -me preguntó como si estuviera hablando con el Pocho Saker, Raucho o la pared y siguió cantando como si yo se lo hubiera pedido. Tenía una voz estupenda con el acento del árabe emparentado con el andaluz de García Lorca, una voz educada, seductora y profunda, con muchos matices que por más estupideces que dijera se le oían bien.

 

Yo le canto a la mañana,

a la mañana de Joan Manuel Serrat

Amigo, amigo la saeta al cantar

escucha mi lamento

y ven en tu carro de fuego

a donde Milcíades a dar un paseo

por el ancho cielo del valle del Sinú hambriento

Orietta la santa safiana,

poeta celeste y lesbiana

Raúl Gómez te llama y

Milcíades te clama

en su honor y flama

 

Milcíades, mil noches, mil amaneceres,

no sé qué indiferencia me alejó del mar. El miedo,

Milcíades, el miedo, el dolor del cielo. Ay, ay, ay.

Gracias por venir a verme,

con tu tierna sonrisa de mujer

temblona y avisada. Gracias por tu canto estremecido de lunas

te lo dice Raulo, el hijo de Lola Jattin

y de Joaquín Pablo Gómez Reynero.

Escribe poemas de templanza. Te lo dice Raúl,

Futuro presidente de la ausencia y la muerte.

Ay, ay, ay. Yo siento una nostalgia finaliana.

 

Yo, el Pocho Saker y Raucho,

yo ahora invoco a Safo Orietta

yo caballo loco y Orietta

jinetes incansables de un sueño de Chirico

Orietta llama ardiente de Safo

lividina y graciosa y sutil

y una divinidad ya genial, poeta loca

arrecha como una trompeta de Rimbaud.

Que viva el Pocho Saker,

que viva junto a Raúl Gómez Jattin

y me ame hasta cuando quiera el destino

o Dios ya no exista.

Que viva Orietta loca con su arrechera

poética y chiriquiana

y que tenga una amante que la ame

a la sombra de Rimbaud y de Cavafis,

de Cavafis y Rimbaud.

 

Bailador frenético, frenético, frenético

Juan Carlos Moyano, falso poeta.

Naturalmente hasta ahora

Naturalmente hasta ahora

Ahora te quiero, ahora te quiero

Perdón mi muchacho

Te dice Raucho, o Sea Raúl y el Pocho

O sea imposible, imposible

Sereno, imposible cantante de tantos

Juan Carlitos Moyano, bailador errante

Titi, titi titi, titiritero

Tintirintín, ti tiritón, ton, ton, tonto mozuelo

amigo de Milcíades Arévalo.

Reconcilien poesía y amores

Amores y poesía y recuerden a Raulo.

 

Tratando de alardear de conocedor del fuego de la poesía le dije que sin mover un dedo iba a ser inmortal, pero que eso que me estaba cantando no era poesía ni nada. Pateó como una cabra, se rió de buena gana, pero Raúl no era así. Tenía la fuerza de un rinoceronte y sin embargo lloraba y reía en la soledad de su vida. Sabiendo que Raúl vivía en una casa sola, en medio de la canícula más espantosa, perdido como un niño en un bosque de girasoles y tormentas, puse a rodar la grabadora y le dije:

 

-¡Ajá, poeta! Ahora si hablemos de poesía seriamente.

 

-La poesía es eso que nos asombra y nos nombra, que nos taladra las sienes como un balazo –dijo. Esperé que continuara hablando, pero el hombre no habló y se puso a llorar. Sin saber qué hacer, se me ocurrió decirle que  iba a mandar sus poemas a los periódicos porque yo lo iba a hacer más famoso que a Celia Cruz y Juan Manuel Serrat juntos. Le brillaron los ojos como cuando uno ve a Dios por primera vez.

 

Cierto o no, a Celia Cruz la aclamaban como la mejor guarachera del mundo y Serrat por sus baladas de amor y muerte, pero un poeta era otra cosa. Los verdaderos poetas ni siquiera se atrevían a decir que lo eran, ni mucho menos aparecían en televisión ni publicaban un libro cada media hora.

 

“Raúl era un hombre musical –anota Juan Manuel Ponce-, como todo verdadero poeta, y de muchacho había estado enamorado de Sarita Montiel y de las guitarras flamencas. En la universidad volvió a encontrar ese espíritu en la música de Serrat, que se convirtió en uno de los artistas favoritos de toda su vida. Las letras de Machado, de Miguel Hernández y del mismo Serrat se las sabía de memoria y las cantaba con un acento árabe y una emoción muy originales” 5.

 

De pronto comenzó a oírse tremendo estruendo en la calle. Eran los gallos de la vecindad, los gaiteros que iban para un cumbión, los vendedores ambulantes pregonando bollos de maíz. Cuando la bullaranga se hizo más insoportable, salimos a la calle, compramos una botella de vino, y nos fuimos caminando, Raúl descalzo y yo prometiéndole que lo iba a hacer famoso, así la brújula de la errancia me equivocara el rumbo. Las dificultades comenzaron ahí mismo: me dijo que quería venirse conmigo para Bogotá.

 

-Será en otro momento –le dije y me subí al bus. Raúl se quedó tirando piedrecitas al viento, más triste que el que perdió el último tren en la última estación del mundo, y si no lo hubiera visto llorando como lo vi, nadie me lo creería.

 

Al llegar a Bogotá envié sus poemas al Espectador, El Mundo, al Suplemento del Caribe donde Heriberto Fiorillo publicó ocho páginas con los poemas y fotografías que yo le había tomado a Raúl sin darme crédito como ha sido su costumbre; naturalmente a Jaime Jaramillo Escobar también le envié una carta que le había escrito Raúl. Jaime de inmediato le respondió (Santiago de Cali, Septiembre 17 de 1983), con una hermosa carta, que se hizo famosa porque se publicó a manera de prólogo en el Tríptico Cereteano y en la que, entre otras cosas, dice: “eres el viento, eres un potrillo, eres el río que arrasa, no limitas con nada, no tienes cuñados en el cielo, no tienes participación en la bolsa de valores, eres un bruto, eres Atila, eres el mismísimo Adán, Dios en persona completamente loco deshojando los bosques y tirando las hojas al aire, eres el ciclón, la barriga pelada, el escándalo furioso, todo lo que yo no soy ni hay aquí poeta que lo sea, eres el fauno, el unicornio, el centauro, el volcán, eres ¡EL PUTAS!” 6.

 

Santiago Mutis lo incluyó en el Panorama inédito de la nueva poesía colombiana, 1970-1986 y yo hice un artículo que apareció publicado en el No. 144 del Magazín Dominical de El Espectador dirigido por Guillermo González Uribe. Varios de sus poemas fueron publicados en Puesto de Combate No. 23. No pude hacer mayor cosa por sus poemas, porque me aburrí de lagartear en los periódicos, donde casi siempre echan al cesto de la basura las mejores colaboraciones. Le escribí para contarle de lo que había pasado con sus poemas, augurándole éxitos futuros y animándolo para que me siguiera enviando poemas, a no quedarse en silencio, “porque tú eres un poeta genial y corajudo, mucho mejor que esos poetas que a diario me encuentro por la 7ª”. Al poco tiempo me respondió de manera trágica y solemne:

 

Milcíades:

 

Que poca mi carta. Hasta engreída me parece esa abominable serena e indiferente carta. Pero es que en esos días atravesaba por un descreimiento total de los poemas y tus entusiasmadas palabras me calmaron tanto que me volví inexpresivo. Perdona buen Milcíades a este pobre poeta montaraz y mal educado que no sabe mirar con detenimiento el gesto generoso del amigo. Aunque -me parece- casi la mitad de los poemas han perdido validez. Se salvan los que me indicaste y cuatro más.

 

Pero tengo otro libro -un libro que da miedo- De verdad. Da miedo. He sido malvado, profundamente malvado. Mis pobres compañeros de vida, los que me dieron la vida incluso, aparecen de gesto entero. Ay de ellos. Ay de sus intimidades más sagradas. Ay, pero un ay poderoso. Porque cuando canto pujo y cuando pujo lloro. Lloro y canto, pésele a quien le pesare; yo canto y hiero. Comenzando por el indefenso Raúl. Mi navaja de asesino -de hachís-chino- corta filosa la carne ajena. Treinta y dos poemas de sangre vertida. No te los pierdas. Concursa en Cúcuta el próximo mes. Lujuria, indiferencia, ambición, dinero torpe, amor, muerte, falsos poetas, traiciones, fracasos. Todo eso está en Retratos, del nunca bien nombrado R.G.J. Me van a odiar, amigo mío que tienes la dicha de conocerme, me van a odiar con razones. Qué bien me siento. Sé de antemano que es una obra muy importante para veinte personas. Suficientes motivos para publicarla. Me divertí escribiéndola. Con cada uno de los personajes jugué a las escondidas y a cada uno sorprendí en uno, dos, tres gestos significativos. No te mando el libro porque no tengo plata para fotocopiarlo. Si no pasa nada en Cúcuta, ya veré la forma de enviarlo.

 

Te quiere, Raúl del Cristo 7

 

Antes de que dieran el fallo del Concurso de Poesía “Eduardo Cote Lamus”, yo sabía que Raúl no había ganado y que además los originales de Retratos se habían perdido. “Ser anónimo es tan perverso como no serlo” -le respondí-. A los poetas los vienen matando desde hace muchos años y por eso les inventan concursos donde siempre ganan los que nunca pierden, pero cada cual tiene los méritos suficientes para vivir en el cielo o en el infierno. Sin darme cuenta toda mi vida he caminado sobre las brasas del infierno, pero aún así tengo esperanzas de conquistar el cielo. Voy a Cúcuta por tus poemas y editarte el libro para que cuando la carcamala asome por tu casa no te encuentre inédito” 8.

 

En Retratos estaban gran parte de sus amigos de infancia, sus enemigos, sus fantasmas, sus obsesiones, todo lo que amó: los pájaros, el paisaje, el río Sinú, Cereté, el teatro, lo erótico en todas sus formas. Como por esa época yo usaba corbata como cualquier cobrador de banco y no como representante de la Sociedad de la Imaginación, le pedí al director del Instituto de Cultura los poemas de Raúl y decidí publicarlo por mi cuenta. La expectativa por la aparición del libro comenzó a difundirse inmediatamente. Roberto Burgos Cantor escribió para El Mundo de Medellín que Retratos iba a ser publicado por Ediciones Sociedad de la Imaginación, “recopilados y comentados por el cuentista Milcíades Arévalo, quien ha tenido la generosidad de hacerlos publicar para el bien de la poesía del país”. A finales del 85 Raúl volvió a escribirme:

 

“Estoy expectante por la aparición de Retratos –el cual te pido encarecidamente se llame así, simplemente: Retratos; sin ninguna dedicatoria pues cualquier mención a alguna persona podría traerme hasta complicaciones graves como ver amenazada mi vida. Así, que por favor, para mi bien, asegúrate que el título diga así. Para mi mayor tranquilidad, escríbeme pronto diciéndome si eso está asegurado de que será publicado así. Por favor, evítame cualquier problema.

 

Germán me informó que mi libro aparecerá a finales de enero con una portada suya, ¿es cierto? De ser así, constituiría una gran felicidad para mí, pues de los ejemplares que me mandes podría derivar algún dinero para malcomer y comprar la droga psiquiátrica que me hace tanta falta. Viejo Milcíades, estoy en la absoluta indigencia, así que procura mandarme el mayor número de ejemplares que puedas.

 

No sé si te enteraste de los comentarios que hizo Alfonso López Michelsen por la televisión y por la prensa en los que aseguraba que este humilde servidor no sólo era el mejor poeta de Colombia sino uno de los más importantes de la lengua castellana. Esa magnánima actitud de López me ha permitido sobrevivir en Cereté donde los potentados y políticos se sienten humillados por mi presencia de poeta y por mi vida excéntrica que no  les rinde los homenajes que en su ignorancia y vanidad se creen merecedores.

 

Por favor, escríbeme, asegurándome lo del título, pues tengo mucho miedo, y contándome cuándo aparecerá el libro y de cuantos ejemplares consta la publicación, y cuándo me piensas enviar los ejemplares que tengas a bien, ojalá antes que los envíes a las librerías para poder venderlos con mayor seguridad.

 

Salúdame a Juan Carlos Moyano y especialmente a Juan Manuel Roca, quien tuvo la delicadeza de ir a visitarme al hotel en Bogotá y escuchar mi largo poema “Rimbaud en Cereté” que escribí en la Clínica en el papel que tú generosamente me obsequiaste.

 

En espera de tu carta tranquilizadora, se despide quien te debe tanto como tú no te imaginas y quien guarda de ti bellos recuerdos de artista grande y amigo sincero.

 

Ciao querido. Tuyo Raúl del Cristo Gómez Jattin 9.

 

Cuando Retratos estaba a punto de salir (en papel edad media, impreso en imprenta, con la portada un fauno comiendo mango a la orilla del río Sinú que había pintado Germán Morales, comenzó a ponerme objeciones de toda índole: que él quería un libro de lujo, en papel cebolla, pasta dura y lomo con letras de oro repujado y no un simple libro como el que yo le ofrecía. Me dio tanta rabia que no se lo publiqué, entre otras razones porque había poemas que les faltaba la gracia necesaria. Ante tantas exigencias de su parte le respondí:

 

“Lástima que te hayas vuelto fanfarrón, maquiavélico y vanidoso, sobre todo con tus amigos, los que ahora te cantan. Los últimos poemas que me enviaste, no me convencieron tanto que digamos. Tal vez sea culpa de tu vanidad o que yo espero demasiado de ti. Soy honesto. Se yerra mucho al hablar, mucho más cuando se  escribe. Qué problema. Desgraciadamente como tú dices, soy demasiado pobre para publicar tu obra. Ese es mi problema más grave: ser pobre. Deberías tratar solamente con poetas y editores ricos. Decide pronto lo que debo hacer con tu libro, y por favor no te mates” 10.

 

Al año siguiente volvimos a encontrarnos en Bogotá, y de qué modo y en qué lugar. Internado en la Concepción, una clínica psiquiátrica que quedaba en la calle 100. No era una cárcel, pero se le parecía; no era un hospital, pero se le parecía también. A Raúl le gustaba que lo visitaran y le llevaran papel, golosinas, libros, ni siquiera para su uso sino para intercambiarlos con los demás internos por una crema dental, un jabón, ropa, poemas. Él siempre era así, fresco, despreocupado, no le ponía valor a las cosas, porque las cosas estaban ahí para el disfrute, para el goce, para su uso. Eso mismo sucedía en Cereté o Montería: entraba en una casa, sacaba cualquier cosa y luego iba a otra casa y la cambiaba por otra cosa. Raúl había aprendido a inventar su libertad a partir de su invisible celda de todos los días, a sostener sus ilusiones en la desesperanza, y en la sospecha de los espectros del tiempo, que eran la única esperanza que consolaba su atónita existencia.

 

-Milcíades, cada vez que vienes a verme, parece que me dieras alas y yo fuera un ser libre. Yo siento una envidia profunda de tu libertad. Tienes la suavidad del amigo que siempre piensa en uno, que sueña lo mejor para uno, ¿por qué Milcíades el bueno, parece una estatua de arena en pleno pleamar y no se derrumba? ¿Será porque es de llanto leve y llora a solas donde nadie lo vea o porque es de palabras de certeza, o porque desde niño oyó cantar a las sirenas?

 

-¿Qué cosas dices, Raúl? Fuera de estas murallas, están los locos, los asesinos, los hambrientos, el dolor, la soledad y la muerte. No deberías envidiar mi libertad sino mi destreza para lidiar con la vida que me tocó vivir en la manigua del mundo.

 

-Como hombre que ha enloquecido varias veces –me respondió-, que se me ha corrido la realidad poética hacia la realidad cotidiana, el yo y el mismo ser se han fundido en un solo ser individual: el otro, la vanguardia, el mismo, el clásico. Borges me ha enseñado que un poeta tiene que ser claro para sus contemporáneos. También me ha enseñado que cada obra tiene su propia estética. El Tríptico es en el fondo una novela escrita en verso.

El primer protagonista soy yo y lo que he visto en mis contemporáneos.

 

Esa tarde yo había llegado a la clínica poco después de las dos y habíamos hablado de una herencia que le dejó su padre, de su interés de hacerse ver de un siquiatra español, de los libros imaginarios que había escrito y en fin de muchas cosas tristes y patéticas. Cuando dieron las cinco de la tarde, Raúl me abrazó como si no nos fuéramos a ver nunca más y se puso a cantar un salmo de despedida, un canto de libertad, sin dolor, un paso a otra vida feliz. Cuando la voz de Raúl se dejó oír por todos los rincones de la clínica, los médicos, los internos, las monjas, las enfermeras y el celador, dejaron de hacer sus deberes y se quedaron como estatuas de sal oyéndolo cantar:

 

Quién sabe si el alma tendrá un entresuelo,

para las cavernas de Raúl, el loco del cielo.

Quién sabe si Dios tendrá un recoveco

Quién sabe si el alma tendrá un albo cielo

Con Julio la muerte, con Lola la coja

con Joaquín Pablillo, el loco hambriento.

No tengo recelos, el Pocho Saker me ama en silencio

y lo llamo en silencio a los vientos del cielo.

Y Jorge Luis Borges, el maestro del verso

y Jorge Luis Borges el maestro en secreto

Ay, ay, la muerte me llama a su pecho

Orietta Lozano y Milcíades Arévalo

Amigos serenos vengan a verme

Aquí a la Martina de mi desconcierto.

 

Después de un largo reposo en la clínica, tuve oportunidad de acompañarlo al primer recital que hizo en el apartamento de una amiga suya. Sentó a la belleza en sus rodillas, pero no la encontró amarga ni la injurió; más bien se la gozó, porque esa noche, a pesar de las incomodidades del lugar asistió mucha gente: Antonio Caro, Armando Carrillo, Nirko, Catalina, Juan Monsalve, Beatriz Castaño, cantidad de ángeles clandestinos… Raúl estuvo feliz, corrió mucho vino y cigarrillos de variada especie, Beatriz Castaño cantó varias veces y muchos de los asistentes se hicieron a un autógrafo, una foto o algún poema de los muchos que repartía a manos llenas, por marihuana, por vanidad, por saberse amado.

 

Al poco tiempo se fue a vivir a un hotel cerca del parque Santander, frente al Museo del Oro. Vivía en una habitación incómoda y maloliente. A menudo yo iba a visitarlo, a oírlo hablar serenamente de Lorca, de Cavafis, de Machado, de los poetas andaluces y de los poetas árabes, del teatro contemporáneo y del circo de Oklahoma, o sencillamente iba a invitarlo a comer, que era lo que más podía agradecerle a uno, la comida. Nuestras conversaciones podían durar dos, tres horas, una eternidad; el tiempo no contaba… En sus momentos de lucidez se desdoblaba y era feliz, pero con drogas era otra cosa. Se volvía caótico, complicado, presumido y pendenciero. Incluso llegaba a odiar a los que lo querían de verdad, gente bella y cercana a sus afectos. Conmigo nunca se portó así, tal vez porque los contrastes entre los dos eran muy extremos, en nada nos parecíamos: yo, imperceptible, nada gracioso, casi invisible, inédito; Raúl, un gigante de dos metros, bello y tierno a la vez, lleno de luz por dentro, con voz de trueno, carcajada estridente y poses teatrales.

 

Una vez nos cogió un aguacero tan espantoso que nos tocó escampar bajo un alero de La Candelaria. Estábamos ahí, hablando de la cantidad de libros que se publicaban en Medellín, contrario a lo que ocurría en Bogotá y en otras regiones del país, cuando vi venir a Juan Luís Mejía, el asesor de una colección literaria muy bonita llamada Simón y Lola Guberek. Se lo presenté a Raúl y fue gracias a Juan Luis Mejía, que se publicó en 1988 Tríptico cereteano, que contiene Retratos, Amanecer en el valle del Sinú y Del amor. Me imagino que cuando Raúl vio publicado su libro parecido al que yo le había prometido, no debió sentirse muy contento. Sin embargo en poco tiempo se agotó la edición. Siempre me había dicho que su libro era único, pero para mi gusto era una mezcla del Tuerto López -a quien leyó desde su infancia-, Porfirio Barba Jacob, Jaime Jaramillo Escobar, Rimbaud, un poco de Kavafis y otro de los poetas andaluces y los clásicos.

 

La publicación de su libro le permitió, entre otras cosas, reafirmarse como poeta, participar en festivales y encuentros de poesía, dar recitales, publicar en la prensa y aparecer en la televisión con presidentes y figuras importantes de la literatura nacional. No había festival (bueno, no tantos) donde no lo invitaran a leer sus poemas. Críticos, editores, poetas, y ensayistas que antes no daban un centavo por su alma, queriendo resarcirse de tantas ingratitudes, de tanta mezquindad, entre buenos y malos elogios, entre buenas y malas dedicatorias, audiciones y visiones hicieron de él un mito.

 

“-Yo me propuse con mi poesía hacerme querer. Ando como un muchacho por la vida, buscando amigos con quien ponerme de acuerdo para hacerle una maldad a la maldad” – diría después en una entrevista. A mediados de l989 y financiado por Editora Bolívar y la pintora Bibiana Vélez, publicó “Hijos del Tiempo”. Como era el “poeta” del momento, asumía su papel con vanidad y orgullo: Se ganó una beca del Ministerio, comenzó a dictar talleres de poesía en la Casa Silva y vino a vivir al Hotel Dorantes, en la calle 13 con 5ª.

 

Una mañana me llamó para regalarme el libro que le habían publicado en Cartagena. Lo leí de un jalón, emocionado, con mucha alegría. Era otra tonalidad, otro estilo en su poesía, mucho más elaborada, había más fascinación por el hecho poético. Su interés se había volcado en la mitología, sobre todo en la griega. Ya no eran las cosas triviales y prosaicas que sucedían en su pueblo o entre su gente, sino que se sumergía en la tragedia y buceaba hondo: “A los seis años mi padre me dijo: “Tú vas a ser escritor”, pero solo pasados los 35, cuando escribí mis primeros poemas, me di cuenta que era escritor. Mi poesía corresponde en líneas generales, a una poesía clásica. Personalmente, creo que he inventado una escuela poética que se llama Sentidismo, cuya cláusula más importante es el sentido, lo que se quiere decir. El que quiera ser poeta tiene que estar dispuesto a sacrificar su vida. La poesía le exigirá todo a cambio de un grano de placer. Hijos del tiempo es un libro

dedicado a la muerte” 11.

 

Una tarde me lo encontré frente a frente en la puerta de la Casa Silva. Si yo hubiera sabido que en ese momento estaba alterado por las drogas y las pepas que se había tragado, no le habría dicho lo mucho que me gustó “Hijos del Tiempo”. De un golpe me levantó del suelo y ¡tras!, contra el andén. “-¿Raúl, tú? ¿Cómo pudiste hacerme eso?”- le pregunté. Raúl se quedó como tratando de buscarme en lo profundo de su memoria y se fue dejándome a solas y con tres costillas rotas. “Es que los poetas somos muy malas personas. Yo sé muy bien que no soy un caballero como Borges” –diría después en una entrevista 12.

 

Por esos días Raúl pasaba por una de sus peores crisis emocionales y yo no lo sabía. Había empezado a deteriorarse física y psicológicamente debido al uso indiscriminado de drogas y estupefacientes. A cada paso desvirtuaba que estuviera loco: “Soy un hombre tan lúcido que hasta loco soy. Ser loco es vivir en un  deslizamiento de la realidad que habito en mis poemas”, pero ya nadie le creía ni tampoco yo le creía a nadie. Cuando me contaron que había roto los vidrios de la Casa Silva e insultado a María Mercedes Carranza no les creí; tampoco les creí lo del incendio en el Hotel Dorantes. Seguramente Raúl estaba quemando algunos poemas sin importancia o fumando marihuana y eso fue suficiente para que llamaran a los bomberos a apagar un incendio fenomenal que no había. En todo caso fue un escándalo tenaz y Raúl, héroe derrotado por un ejército de fantasmas, se fue a vivir a un lote abandonado por los lados de la Universidad Javeriana. Todas las mañanas bajaba a deambular por la 7ª, descalzo, los pies sangrando, hambriento, sin dientes, casi calvo. Yo nunca pensé ver así a Raúl, a ese ser grande que vivió y padeció la poesía en toda su extensión, pero esa era la triste realidad en el país de los poetas, una realidad que daba lástima. Estaba pagando el costo de su vocación sin inmutarse, estoico. Ya lo había dicho:

 

“Desde muy niño, mi vida se la aposté al arte, específicamente a la literatura. La poesía me ha deparado (no precisamente costado) locura, pobreza y soledad. Y trabajo, muchísimo trabajo. Pero también me ha traído a mi  vida ocio, gran alegría y amistad. No soy, pues, un hombre amargado, sino simplemente un estoico. Me limito a decirle a otros de mi dolor de estar vivo y del placer de estarlo, mirando el río Sinú, el mar y las murallas de Cartagena, o el rostro de alguien, que de alguna manera, trascendente y oculta, me dice que el mundo está vivo” 13.

 

Por fortuna, los amigos que lo querían más que yo, lo mandaron para Cartagena, la ciudad que tanto amaba. Allá se va a vivir un tiempo, luego va a La Habana donde le han prometido curarlo y regresa de nuevo a Cartagena, como el mejor hijo del tiempo, alucinado por la belleza del mar y la poesía. En l995 aparece El Esplendor de la Mariposa, (Cooperativa Editorial Magisterio) y Norma publica una selección de sus poemas escritos entre 1980 y 1989. Abundaban los reseñadores y críticos elogiando a Raúl, pero otra era la realidad de su vida, pues ni siquiera tenía vida ni dónde vivirla en este mundo, modelado para la vanidad y el éxito. Una  reseña crítica de Álvaro Marín, en El Espectador en la que le decía que era egótico y otras cosas, fue suficiente para que Raúl cayera en crisis. No se sabe si fue la recaída de Raúl en las drogas o el artículo, pero al final del 95 recayó.

 

Mucho se ha dicho que yo fui el que descubrió a Raúl, pero eso no es cierto solo fui el que creyó en él como en otros tantos poetas y escritores que he publicado en Puesto de Combate. El verdadero descubridor fue Juan Manuel Ponce.

 

Mayo con todo su esplendor, no deja de ser un mes trágico. Según el corresponsal de un periódico de Cartagena, la mañana del 22 de mayo Raúl se suicidó arrojándose a las ruedas de un bus. Raúl era demasiado vital y digno frente a la muerte para que hiciera algo así tan sin sentido. Pienso que Raúl estaba buscando un lugar donde posar sin mucha fatiga el pie y el chofer no lo vio. En uno de sus primeros poemas, ya había previsto el desenlace fatal, y de qué modo:

 

                           Airoso en su galope

levantó la mano armada

hasta su sien

y disparó:

suave derrumbe

del caballo al suelo

                            Doblado sobre un muslo

cayó

y sin un solo gemido

se fue a galopar

a las praderas del cielo

                                            (El suicida)

 

En todo caso, cuando Raúl muere se agotan sus libros, aparece en varias antologías, se reproducen sus poemas, se le hacen homenajes, en Cereté después de no sé cuántos años llueve y la casa de la cultura hoy en día lleva su nombre, pero nadie sabe esencialmente quién fue Raúl Gómez Jattin. ¡Oh, la poesía, tan bella como un monstruo! Para mí que tuve la dicha de conocerlo y de divulgarlo cuando era silvestre y libre, digo que tan sólo fue un poeta visceral, vital y auténtico como ninguno. Ahora me lo imagino en las praderas del cielo en compañía de “ese blanco dios de alas doradas que le dio toda la soledad de este mundo pero que no le dará jamás el olvido”.

 

¿Después de esta corta semblanza sobre Raúl Gómez Jattin, valdría la pena preguntarnos hasta qué punto su poesía fue un reflejo de su vida? En ninguna parte de su obra se siente más la plenitud del vivir como en aquellos poemas que describen su tierra: como paisaje de fondo, sus llanuras, los frutos, los animales, el calor de su tierra. Soy un dios en mi pueblo y mi valle, dice con modestia en uno de sus poemas. Era un panteísta exuberante, vital y dionisiaco, que cantó y bailó en las riberas del río Sinú transformando a todos los seres, desde la gallina al hombre, en dioses. En ese color de mango maduro que recorre estos versos alivia la persistente tendencia a la tristeza y a la desolación de un hombre que vacila sin cesar entre un futuro en el que no acaba de creer y un pasado que lo invita siempre a la nostalgia y a la deploración de lo perdido. Su destino es heroico, aunque otros poetas quieran verlo como un simple error, como un extraviado. Porque él no está visitando los extremos, sondeando las aguas oscuras, sino trayendo de ellas, para compartirla con nosotros, su música.

 

Uno de los mayores logros de la poesía contemporánea ha sido la de renunciar a la rigidez de un excesivo formalismo, la de conquistar naturalidad y capacidad expresiva sin perder elocuencia y belleza. En esa conquista se inscribe Raúl, cuya muerte vino a clausurar una existencia apasionada y tormentosa. Su lenguaje, las palabras, no importa de dónde procedan, son explícitas hasta un punto, que para hallar comparaciones, es necesario trasladarse a otras lenguas, a ciertos poemas de Allen Ginsberg, Walt Whitman o de Jean Genet.

 

“Nada oculta quien carece de pudor, concepto inexistente en el estado de inocencia primigenia, transgresora, que cada poeta refleja en sus versos. En la poesía de Raúl Gómez Jattin se trata de una presencia per se, la inocencia misma manifestándose sin mediaciones: un hombre, dotado fundamentalmente del sentido del ritmo del monólogo teatral, que ha atravesado subterráneos de la mente y de la vida que ni siquiera podemos imaginar. Este hombre -como una fuerza de la naturaleza- deja salir un borbotón de palabras sobre asuntos prohibidos, una explosión de palabras tan exactas, que poseen la potencia espiritual de la más honda poesía… ¿Casi Obsceno? Nadie más inocente, más transparente, menos poseído por la malicia que éste poeta, el más explícito, el más desparpajado de la poesía colombiana” 15.

 

La sexualidad de Raúl Gómez Jattin y la mención del sexo en sus poemas, para algunos fue de gran trascendencia y un obstáculo, pero para quienes lo conocimos sabemos que no tenía ningún tabú. No sería muy claro saberlo todo por medio de sus palabras; es necesario también conocer su historia, su rebelión contra la sociedad, la oscuridad y el desamor lo llevaron a entregarse a las drogas y a la poesía.

 

Raúl realiza una navegación por el mar de sus más vigorosos recuerdos, que van desde la infancia hasta los más recientes y en donde va a estar siempre la madre, la suya en particular. Este trauma psicológico, pudo ocasionarle esos estados de angustia, dolor, tristeza y soledad que se pueden encontrar reflejados en su poesía. Su llanto era un dolor que le nacía desde el fondo desde los entresijos de su alma, una queja dolorosa. Así pasaba sus momentos de soledad en los sanatorios. Solo en la soledad de su vida podía ser excepcional, fantástico, poderoso y único.

 

Raúl también se caracterizó por ser un actor, y él mismo en la vida cotidiana podía semejarse a cualquiera de los personajes de la tragedia griega. Era tal su conocimiento, que muchos de sus poemas son como libreto teatral, una resonancia del espíritu trágico de los autores que le fascinaron y con los que podía discernir el mundo, su vasto universo humano y su tragedia.

 

Sin embargo, éste ser irreducible, no se pliega a las convenciones y está dispuesto a hacer también el retrato de los otros. Esa personalidad indomable hizo que se entregara a un destino absolutamente individual, sin preguntarle a nadie cómo había que vivir, qué era lo aceptado, hizo que se sintiera capaz de imponer condiciones a los otros. Su destino es heroico, aunque los demás poetas quieran verlo como un simple error, como un extraviado, “como un nómada sin lugar en el mundo, como ese eterno personaje de Kafka que anhela en vano ocupar un lugar en alguna parte” 16.

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RAÚL GÓMEZ JATTIN, un potro desbocado en las praderas del cielo

Crónica de Roberto Martínez acerca del poeta colombiano y sobre la historia de su comunidad en los Altos de Cazucá.

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