José Antonio Herrera Márquez es un viejo conocido de la web, un autor que ya compartió con nosotros la novela de aventuras “Las Gigantes Rocosas“, a la cual podréis acceder en distintos formatos para su descarga desde nuestra misma página web.
Vendetta sangrienta.
Índice
Capítulo 1
El detective privado Daniel Roerich salió del cine con una sonrisa en la cara. Acababa de ver Regreso al futuro, de Spielberg. Había sido una película divertida y delirante, de esas que conseguían hacerle desconectar de la cruda realidad en que estaba inmersa su ciudad. Nueva York no pasaba por su mejor momento. Sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió. Dio una larga calada. Nada como un buen pitillo a la luz de la luna, pensó. Caminó por Broadway unos minutos, hasta que se detuvo a comprar un perrito caliente en su puesto favorito: el Dirty Joe´s. Era cierto que el vendedor de perritos hacía honor a su nombre y que su aspecto era un tanto repugnante, pero nadie podía negar que hacía los mejores perritos calientes de toda la ciudad.
Roerich devoró con ansia su comida, mientras se dirigía a la parada del metro más cercana, para emprender el rumbo de vuelta a casa. O, más bien, de vuelta a la oficina, pues Daniel vivía en ella. Guardó las manos en los bolsillos de su pantalón. Estaban en julio, pero aquella noche hacía algo de fresco. Se internó en el metro, rodeado por paredes cubiertas por completo de grafitis. Los años ochenta habían traído consigo aquella moda de pintar todas las paredes y trenes, y los jóvenes no dejaban ni un espacio libre en los muros.
Las calles de Nueva York no eran seguras a esas horas. La droga y las pandillas callejeras habían hecho verdaderos estragos en la ciudad, pero Roerich se sentía seguro con la pistola que siempre llevaba escondida. El lema de la policía de Nueva York era «la noche es nuestra», nada más lejos de la realidad, pensó Roerich. La noche era de los delincuentes, y más aún en aquella ciudad.
Cogió el metro y se colocó tan cerca de la puerta como fue capaz. La gente se apiñaba en los vagones. Si alguien quería tener una verdadera experiencia de toda la diversidad étnica y cultural que podía encontrar en Nueva York, no tenía más que coger el metro elevado. Había todo tipo de personas allí. Los jóvenes parecían ajenos a la realidad, totalmente enfrascados en la música que sonaba en sus auriculares, conectados a los walkmans. No pudo evitar fijarse en la portada del periódico que tenía abierto el pasajero de en frente: «Criminalidad en cotas históricas», anunciaba el titular. Con la ubicua presencia de pandillas y más de cuarenta crímenes diarios, esta ciudad no era el destino ideal de los turistas, pero tenía una fuerte personalidad, eso no se le podía negar. A Roerich le gustaba su ciudad. Sí, había sordidez, pero también películas baratas, restaurantes de todo tipo, gentes de todas partes del mundo. Nueva York era peligrosa, pero estaba llena de sabor.
Eran malos tiempos para Nueva York —pensó Roerich—, pero buenos tiempos para el negocio. Su racha de mala suerte había terminado un par de años antes, justo después del caso Ashton, reflexionó. Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar ese caso, y dejó de pensar en todo aquello, para concentrarse en su trabajo. Tenía varios casos abiertos y debía resolverlos cuanto antes. El whisky escocés que tanto le gustaba no era nada barato, y el dinero sólo se conseguía resolviendo casos.
Daniel llegó a su oficina, en Brooklyn, bien entrada la noche, y le extrañó ver las luces encendidas. Abrió la puerta con la mano derecha aferrada a la empuñadura de su nueve milímetros Parabellum. La tensión desapareció al ver a su secretaria y amante, Dora, sentada al escritorio de la recepción, revisando unos papeles. Dora era preciosa. Morena, joven, guapa; aquella chica lo tenía todo, se decía Roerich.
—Por fin llegas —le dijo, preocupada —. Hay un hombre en tu despacho. Dice que tiene un caso para ti.
—¿A estas horas? —Preguntó, visiblemente molesto. Dora se encogió de hombros.
—El trabajo llega cuando llega, Daniel —respondió la joven.
Roerich se acercó a ella y le plantó un beso en los labios, pero presentía que su buen humor se iba a esfumar en cuanto entrase en su despacho, así que tenía que aprovecharlo mientras durase. Antes de separar sus labios de los de Dora, inspiró hondo; le encantaba el aroma a Chanel número 5 que siempre impregnaba a la chica. Y, sin más preámbulos, se dirigió a su oficina dispuesto a mandar a paseo a quienquiera que se atreviese a molestarlo a aquellas horas.
Cuando entró al despacho hecho una furia, su rostro se tornó pálido. Aquello no pintaba nada bien. Quien le esperaba en su despacho era el mayor asesino de la ciudad y, posiblemente, de los Estados Unidos. El matón más despiadado de la familia Gabino, la familia mafiosa más poderosa de Nueva York, cuyo líder acababa de ascender al poder justo después de haber ordenado el asesinato de su anterior líder, Paul Castelano. John Getti[1] era el nuevo jefe de la Familia Gabino, por el derecho que sólo las balas pueden otorgar. Despiadado y decidido, Getti había afianzado su poder rápidamente. Premiaba a los leales, apartaba a los neutrales y ordenaba castigos para quienes le habían combatido o puesto alguna traba durante los últimos años.
El inesperado e indeseado cliente fumaba un habano tranquilamente. En el cenicero del escritorio de Roerich había dos colillas más de habanos, lo que indicaba que aquel hombre llevaba allí varias horas esperándole. Debía de tratarse de un asunto importante. Cada vez le gustaba menos todo aquello.
—Buenas noches, señor Roerich —le dijo el cliente, en tono pausado, mientras se levantaba y le estrechaba la mano—. Mi nombre es Roy DeMoe. Me envía el señor Getti.
DeMoe era un tipo fornido, de hombros anchos y cabello moreno pulcramente peinado hacia atrás con gomina. Vestía un traje que debía costar al menos lo que cuatro botellas de ese whiskey escocés que tanto gustaba a Daniel. Roerich pensó que era un desperdicio gastar tanto dinero en un traje, pudiendo gastarlo en bebida.
—Sé quién eres, y sé muy bien quién te envía. De lo que no tengo idea es de qué puede querer de mí el Don de la familia mafiosa más poderosa de esta ciudad. Soy un simple detective privado —respondió Roerich, temiendo haber metido las narices donde no debía, cosa que solía ocurrirle muy a menudo.
—Nada de eso, hombre —rio DeMoe, divertido—, por ahora puedes conservar la cabeza sobre los hombros. —La situación parecía divertir a aquel psicópata—. El señor Getti sólo quiere verle, al parecer tiene un trabajito para usted. Es un tipo afortunado, Roerich. Este trabajo puede hacerle ganar mucha pasta.
—Está bien, mañana a primera hora iré a verle, sólo dígame dónde lo puedo encontrar.
—Me temo que no lo ha entendido, señor Roerich. Irá a verle ahora, yo mismo le llevaré.
El matón de Don Getti acompañó sus palabras de un gesto bastante esclarecedor, levantando la chaqueta de su traje para dejar a la vista su pistola. Roerich lo entendió a la primera: no había nada más que hablar. DeMoe señaló la puerta.
—Usted primero, detective.
—Por supuesto —respondió Daniel, derrotado.
***
Por fin estaban llegando. En el coche sonaba Holding out for a hero, de Bonnie Tyler, y a Roerich le pareció irónico escuchar a esa señora de voz desgarrada cantar en aquel automóvil preguntándose «¿¡A dónde se han ido los buenos hombres, dónde están los dioses!?» No sabría decirle a dónde habrían ido a parar, pero desde luego a aquel coche no, pensó, divertido. A duras penas contuvo una risita, que quedó en una tos fingida. DeMoe le miró con mala cara unos segundos, pero volvió a fijar su vista en la carretera.
Ya habían llegado. El trayecto en coche les había llevado casi una hora hasta la mansión de John Getti. La mansión era sencillamente espectacular. Según la prensa, que no dejaba de hablar del nuevo Don de los Gabino, aquella mansión valía más de tres millones y medio de dólares. Roerich pensó que debía valer incluso más. Getti se la había hecho construir cerca de la del antiguo Don de los Gabino, sólo que más grande y espectacular que la otra. La construcción era completamente blanca, en tres plantas y de una extensión bastante grande. El techo era de tejas negras. Una fuente se encontraba en el centro del patio delantero, adornada por la escultura de una mujer con un cántaro en el hombro, mientras que dos grandes columnas blancas guardaban la puerta principal. Roerich supuso que ser el Don de los Gabino debía tener sus ventajas.
DeMoe detuvo el coche a la entrada y le acompañó hasta el despacho del señor Getti. Fuera de la casa había montado un buen dispositivo de vigilancia, Roerich vio a más de diez hombres armados con subfusiles, todos perfectamente trajeados. Una vez dentro de la casa, pasaron por tres controles de hombres armados. Daniel tuvo la impresión de que allí pasaba algo grave. Era evidente que Getti se sentía amenazado por alguien, y eso le hizo estremecer de pavor. ¿Quién podía hacer que alguien como John Getti temiese tanto por su vida como para rodearse de un auténtico ejército, tanto dentro como fuera de su mansión?
En esas reflexiones se encontraba perdido Roerich cuando DeMoe abrió la puerta del despacho de Getti.
—Ya está aquí el señor Roerich, Don Getti —dijo el matón. Daniel notó cierto atisbo de temor en su voz, lo que le sorprendió. Hasta ese momento no se le habría ocurrido que aquel psicópata asesino pudiera tener miedo de algo.
—Has tardado —fue la única respuesta del Don.
—Señor, yo… —comenzó a excusarse DeMoe, pero Getti lo detuvo.
—¡No te he pedido explicaciones! ¡No me importa un carajo lo que tengas que explicarme! Que no vuelva a ocurrir, ¿entendido?
—Sí, señor —respondió DeMoe, completamente aterrado.
Roerich sonrió ante la escena, ese cerdo se merecía pasar un poco de miedo de vez en cuando. Aunque su sonrisa se desvaneció cuando volvió a escuchar la voz del Don.
—Pase, Roerich, y cierre la puerta.
Daniel obedeció inmediatamente, quedaba claro que a Don Getti no le gustaba esperar. Al entrar en el despacho cerró la puerta tras de sí, tal como le había indicado el Don. Allí estaba, sentado en su escritorio, rodeado de fotos de cadáveres. Getti le miró a los ojos y Roerich vio en ellos un alma atormentada y cansada. Su pelo parecía aún más blanco que de costumbre, Daniel le había visto muchas veces por la tele, pero nunca con tan mal aspecto. Incluso parecía haber perdido unos kilos, cosa que no le venía nada mal, pensó el detective. El mafioso fumaba un habano, y el humo se concentraba en la habitación. Pero a Roerich no le molestó, pues siempre le había gustado disfrutar del aroma de un buen habano.
—Siéntese, tengo un trabajo importante para usted.
—¿Qué quiere de mí, Don Getti? —se atrevió, por fin, a preguntar, mientras tomaba asiento.
—Verá, como supongo que ya habrá imaginado, tenemos algunos problemillas. Acabo de tomar el control de la Familia y las cosas se están yendo a pique. Una nueva familia ha llegado a la ciudad, y no han pedido permiso a nadie para instalarse. Yo soy el capo di tutti capi en esta jodida ciudad, ¿entiendes lo que eso significa? Todas las familias responden ante mí, y si alguien quiere hacer negocios aquí, tiene que pedirme permiso a mí. Eso lo saben todos, y es lo que intenté hacerles saber a los nuevos. Pero, para mi sorpresa, fue un fracaso.
»Envié a dos de mis hombres de confianza a hablar con ellos, pero no tuve más noticias de ellos ese día. Al día siguiente, sus cuerpos aparecieron troceados en un sucio callejón. Como comprenderás, no podía dejar pasar aquella ofensa sin responder, así que envié a diez hombres armados hasta los dientes a matar a todos los que pudiesen.
—Sigo sin saber qué quiere de mí —dijo Roerich, ansioso por comprender a dónde diablos intentaba llegar el Don de los Gabino.
—Aún no lo entiende… Ellos tampoco regresaron. Hoy han aparecido igualmente despedazados, en el mismo callejón. Nos llevamos sus cuerpos de allí y los quemamos, porque no queríamos que la policía se inmiscuyese en nuestros asuntos. —Hizo una pausa para deshacerse de un pequeño cilindro de ceniza, que se resistía a caer del extremo de su habano—. Voy a masacrar a esos bastardos.
»El problema es que no tengo ni idea de quiénes son. Sólo sé que vienen de Rumanía, o al menos eso es lo que dicen los rumores que corren por las calles estos días. Se están haciendo con mis territorios y con mis negocios: prostitución, drogas, apuestas… No me queda más remedio que matarlos a todos. Tengo que aplastarlos, a modo de ejemplo. ¿Qué mensaje mandaría a las otras familias, si dejo pasar estos incidentes? Pensarían que me he vuelto débil, que me pueden destronar. No puedo permitirlo, tengo que zanjar este asunto ya. Y ahí es donde entra usted, detective.
—Me temo que aún no he entendido dónde encajo yo en todo este asunto, señor Getti. No sé nada sobre… familias. No entiendo cómo podría serle yo de ayuda.
—No quiero que los mate usted, si es lo que está pensando. De eso nos encargamos nosotros. Lo que quiero es que investigue, que averigüe quiénes son y por qué están aquí, cómo consiguieron matar a todos los hombres que envié, cuántos son, dónde viven, dónde comen, dónde duermen, con quién se acuestan, qué armamento tienen. Quiero saberlo todo sobre ellos. Voy a empezar una guerra para recuperar el control de esta ciudad y necesito conocer antes a mi enemigo; sus fortalezas, sus debilidades, sus rutinas. Sólo así podré salir victorioso.
»Al parecer conocen a mis hombres, por lo que no puedo enviar a ninguno a investigar, así que necesito a alguien de fuera de mi organización. Le necesito a usted.
—A ver si me aclaro, ¿me está diciendo que todos los hombres que ha enviado contra esos mafiosos han acabado descuartizados, y me pide a mí que vaya a investigarlos?
—No se lo estoy pidiendo, detective Roerich —sentenció Don Getti—: se lo estoy ordenando. Si hace el trabajo bien, le haré rico. Por otra parte, si no lo hace, le mataré. Plata o plomo, usted elige.
Daniel Roerich no tuvo que pensar mucho la respuesta.
[1] Esta novela es una historia de ficción. A pesar de ello, algunos de los personajes que aparecen en ella están basados en personajes de la vida real. Por respeto a las personas reales en que están basados dichos personajes y, sobre todo, por respeto a sus Familias, he decidido cambiar sus nombres. De cualquier forma, a poco que se realice una pequeña búsqueda en Internet o en una enciclopedia sobre historia contemporánea de los Estados Unidos, al lector no le será difícil reconocer en los personajes de mi novela a aquellos de la vida real en los cuáles están basados (Nota del Autor).
Capítulo 2
Roerich despertó con un martilleo insoportable en su cabeza. La noche anterior se había pasado con el whiskey. Se había bebido las dos botellas que le quedaban en el despacho, sin preocuparse por el derroche. Si resolvía el caso podría comprarse cuantas quisiera, y si no lo lograba estaría muerto. Ese había sido su razonamiento la noche anterior, tras la entrevista con Don Getti. Ahora se arrepentía de sus excesos. Ya iba a ser un día especialmente duro de por sí, y la resaca sólo podía empeorarlo.
Tocaba ponerse manos a la obra con el caso y patearse los bajos fondos de Nueva York buscando información sobre unos tipos que se dedicaban a descuartizar a aquellos que les molestaban. Dora estaba acostada a su lado, lo cual le resultó extraño, pues no solía quedarse a dormir. Recordó que había sido él quién se lo había pedido la noche anterior. Cuando regresó al despacho, desde Staten Island, Dora estaba esperándole. La chica estaba preocupada por él. Por supuesto, él no le había contado nada del trabajo, sólo la besó e intentó tranquilizarla diciéndole que se trataba del lío de faldas habitual, esta vez de un importante empresario, que tenía que resolver.
Bebieron, más que hablaron, durante un par de horas, hasta que la pasión se desató. Daniel apartó todo lo que había sobre la mesa de la oficina de un manotazo. Cogió a Dora por la cintura y la subió al escritorio, frente a él. La volvió a besar, con una pasión irrefrenable. Roerich se había despojado de la ropa lo más rápido que pudo, para poseerla salvajemente sobre aquella mesa. Después lo hicieron de nuevo, esa vez en la cama del cuarto de atrás. Aquel estrecho cubículo se había convertido, en los últimos tiempos, en su vivienda habitual. Cuando terminaron, por segunda vez, estaban exhaustos. Ella se levantó para vestirse y marcharse, como de costumbre, pero él la detuvo y le pidió que se quedase a pasar la noche: tenía miedo de no volver a verla.
Si sobrevivía a este maldito trabajo para la mafia, quizás le pediría que se casase con él, pensó. Nunca se había planteado el matrimonio, considerando que el tipo de vida que un detective podría ofrecerle a una mujer no era el más adecuado. Ahora, sus reticencias parecían esfumarse por primera vez en su vida… ¿se estaría haciendo viejo? O quizás aquellas ideas eran producto del puro temor a la muerte.
Se levantó de la cama y se lavó la cara. Se vistió intentando no despertar a Dora, y salió de la oficina. Se llevó un pitillo a la boca y lo encendió. Era mediodía y el calor era abrasador. Odiaba el verano en Nueva York.
Echó a andar en dirección a la parada de metro más cercana, pero antes de que llegara a dar unos pasos, un Mustang negro se acercó a él lentamente hasta detenerse a su lado. En la radio del coche sonaba Careless Whisper, de los Wham. Aquel single estaba pegando fuerte aquel año, aunque Roerich no entendía por qué; a él le parecía una auténtica basura. La puerta del vehículo se abrió. Un tipo alto, de unos cuarenta años, musculoso y de estatura media bajó de él. El tipo olía a poli a la legua, eso lo supo Roerich incluso antes de que éste hablase, dirigiéndose a él.
—Señor Roerich, Christopher Dubois —se presentó, estrechándole la mano con firmeza— teniente de homicidios de la policía de Nueva York. Me gustaría hacerle unas preguntas, si no le importa.
—Por supuesto, agente, aunque tengo algo de prisa. Se me ha hecho tarde y tengo varios asuntos que resolver.
—No se preocupe, seré breve —contestó el policía con una sonrisa irónica—. ¿Qué cojones se trae usted entre manos con John Getti? —Ahora la sonrisa se había esfumado.
—Me temo que me confunde usted con otra persona, teniente. Yo no tengo nada que ver con ese hombre.
—Me temo que quien se equivoca de persona es usted, señor Roerich. Cuando me propongo algo acostumbro a conseguirlo, y me he propuesto averiguar qué es lo que estaba haciendo un simple detective privado como usted en la mansión de un capo de la mafia italoamericana.
Roerich le miró a los ojos, y vio una seguridad y una decisión tal, que no tuvo más remedio que reconocer que aquel poli no iba a dejar pasar el asunto. Así que decidió hacer lo que mejor se le daba: mentir.
—Está bien, teniente, le diré lo que quiere saber —contestó, fingiéndose derrotado—. Si le interesa, a mí también me sorprendió que Getti quisiera verme, pero así me lo hizo saber uno de sus matones. Fui a su mansión porque quería hablar conmigo para encargarme un caso. Al parecer, su hija Victoria está teniendo algunos problemas con su novio. Me ha pedido que investigue a la pareja porque teme que, si lo hace alguno de sus hombres, su hija lo descubra y le retire la palabra. Es un tema delicado, como comprenderá. —En realidad, Roerich no mentía del todo. Había oído rumores acerca de que la hija de Getti era maltratada por su pareja, un traficante de droga.
—Está bien, no me creo ni una palabra de lo que me cuenta, pero de todos modos lo comprobaré. Si no es cierto, volveré a tener una charla con usted, y le aseguro que la próxima vez no seré tan amable —respondió Dubois. Luego dio media vuelta y se metió en su Ford Mustang—. Ah, una última cosa, señor Roerich —agregó desde el interior del vehículo—: no haga ninguna estupidez, le estaré vigilando.
Daniel observó a aquel maldito poli mientras se alejaba. Aquello no iba a facilitarle nada las cosas, era muy consciente de ello. Pero tenía que reconocer que admiraba a aquel tipo, pues en cierto modo le recordaba a él cuando era policía, solo que Dubois había llegado a teniente de homicidios siendo un tipo íntegro e inflexible . Roerich había intentado serlo, y sólo consiguió acabar en la calle. La policía de Nueva York era demasiado corrupta como para que un policía recto pudiese prosperar en ella. Era una pena, pensó. Quizás de haber vivido en otra ciudad, habría podido hacer carrera como policía. Pero él había nacido en Nueva York, y su vida era la que era. Así que despejó aquellos pensamientos de su mente, encendiéndose un cigarrillo y dando una larga calada. Al infierno con la policía, pensó, al fin y al cabo él también resolvía crímenes.
***
Roerich llegó al South Bronx. Sabía perfectamente que ese era el lugar al que debía dirigirse si quería conseguir algo de información de los camellos. Según le había dicho Don Getti, los rumanos controlaban ahora a los de esa zona, y resultaba que Roerich tenía algunos antiguos conocidos por allí, de su época como policía.
Paseó por la zona durante un rato, buscando a una persona en concreto. Hacía años que no sabía nada de él, pero esperaba que siguiese llevando la misma vida, pues los camellos no solían cambiar de trabajo. En una esquina había un grupo de afroamericanos pertenecientes a los Savage Skulls, una banda callejera que últimamente estaba dando problemas a la policía. Viendo aquellas calles repletas de mendigos, adictos al crack, pandilleros y casas medio derruidas, pensó en la gente como John Getti. Esos desalmados se daban la gran vida en lujosas mansiones. Roerich sintió asco y escupió al suelo. Al infierno con todos ellos, se dijo.
En estos pensamientos andaba inmerso Roerich cuando lo vio. Allí estaba su antiguo informante. Una sonrisa asomó a los labios de Daniel. Al fin un golpe de suerte. Su antiguo confidente «forzoso» seguía por allí.
—¡Jimmy! —Le llamó, cuando estuvo a unos pasos de él—. ¡Cuánto tiempo sin vernos!
El aludido volvió la cabeza y le miró con desprecio. El chico era afroamericano, vestía unos pantalones de colores y una camiseta blanca de tirantes. Su cabeza parecía una gigantesca bola de pelo negro, perfectamente redonda. Fumaba un porro de hierba tranquilamente, como si fuese lo más legal del mundo. Estaba apoyado en el capó de un Ford de color rojo que había visto mejores épocas, con las ventanillas abiertas y la radio puesta a todo volumen. Together Forever de los Run DMC sonaba a toda pastilla. Tampoco es que aquel chico fuera la discreción en persona, pensó el detective.
—¡Que te jodan, Roerich! Ya no eres poli, no tengo nada que hablar contigo. Podría meterte tres balas en el cuerpo ahora mismo y nadie tomaría represalias —le amenazó. Roerich sonrió, Jimmy siempre había sido un gallito y un bocazas, pero precisamente por eso lo había elegido como confidente en el pasado.
—Sabes que eso no es cierto, Jimmy. Como mucho podrías intentarlo. Pero sabes que soy un tirador rápido y certero. Me has visto acertar en la cabeza a un hombre a setenta yardas de distancia. Antes de que sacaras tu pistola tendrías un agujero humeante en el entrecejo.
—¡Vete al infierno, Roerich! ¿Qué cojones quieres ahora?
—Información. Sólo un poco de información.
—Está bien, está bien —rezongó—. ¿Qué tipo de información?
—Información sobre tus nuevos jefes. —La cara de Jimmy palideció al oír eso—. Necesito que me cuentes todo lo que sepas sobre ellos.
—Mira, Roerich, no sé nada de ellos. Yo sólo me dedico a hacer mi trabajo, no me importa quién mande. Viene uno, me cobra, y listo. Lo mismo me da que sea un italiano o que un rumano, ¿entiendes?
—Sabes que eso no es cierto, Jimmy, algo tienes que saber.
—Maldito seas, ¿es que quieres que nos maten? —le dijo, tomándole del brazo en dirección a un callejón, lejos de las miradas indiscretas—. Si alguien nos escucha hablar de esto, estamos muertos, joder —susurró, una vez a cubierto—. Yo no sé tú, pero yo no tengo prisa por morir. Escucha, esta gente es muy peligrosa, eso es todo lo que sé. Si alguien les jode o habla más de la cuenta, aparece descuartizado. Así funcionan. No sé nada más.
En ese momento, Jimmy cayó desplomado al suelo. Detrás de él había un tipo demacrado, probablemente drogadicto, que sostenía un ladrillo ensangrentado en su mano derecha.
—Quitadle la droga —dijo a dos más como él que salieron de detrás de un rincón. Ignoraron por completo a Roerich, cegados por la necesidad de ponerse de aquel veneno. Registraron a Jimmy como si fueran unos carroñeros.
Roerich decidió actuar. Sacó su Parabellum y abrió fuego contra el que había golpeado a Jimmy, volándole la cabeza en una explosión de sangre y trozos de carne. Los otros dos se quedaron quietos y levantaron sus cabezas, mirando fijamente a Roerich, que les apuntaba alternativamente con su arma. Los yonquis parecían estar barajando las posibilidades que tenían de salir con vida de aquélla. Justo en el momento en que parecía que iban a saltar sobre Daniel, Jimmy despertó y lanzó una puñalada al corazón de uno de ellos, que boqueó desesperadamente intentando sobrevivir. Un instante después, se desplomó sin vida. El último de los adictos echó a correr, sabiéndose perdido. Jimmy iba a perseguirlo, pero Roerich le detuvo.
—Tengo que cargarme a ese maldito yonqui —le dijo, alterado, al detective.
—No, Jimmy, tienes que contarme todo lo que sepas sobre esos rumanos, porque ahora me debes la vida.
—Está bien —aceptó el camello, de mala gana—, te contaré lo que sé, pero he de advertirte que no es mucho. Esa gente es muy cuidadosa con mantenerse en secreto. Sé que son rumanos, aunque eso ya lo sabías. Su líder es un tal Vlatko Vavlatski. Su apellido es el nombre del clan. Como ya te he dicho, son brutales y despiadados, y no suelen dejarse ver mucho, excepto lo justo y necesario. Normalmente salen a cobrar de noche, y por el día no suele vérseles por las calles. No quieren ser conocidos. Intentan dirigir los negocios ilegales de la ciudad desde la sombra, o, al menos, eso es lo que he oído. Es todo lo que sé. Bueno, eso y que han reclutado a algunos hombres de las familias italianas para que les ayuden a hacerse con el control de la ciudad. Y, según he oído, les pagan muy bien.
—¿Quiénes son esos hombres a los que tienen en el bolsillo? Necesito saber sus nombres.
—No tengo ni idea, pero sé quién puede decírtelo. Todo esto lo sé porque me lo ha contado una chica que trabaja en el Club Desire, en Times Square. Es un club de señoritas, con bastante clase. Ahora está en manos de los rumanos, y los que han traicionado a las familias italianas tienen barra libre de alcohol y chicas allí. Si no lo conoces, deberías pasarte por allí, no te arrepentirás —bromeó, malicioso—. Además puede que averigües más que aquí —Jimmy buscó en su bolsillo y extrajo una tarjeta del club, que le tendió al detective—. Pregunta por Démona, ella es quien me contó todo esto.
—Gracias, Jimmy, con esto estamos en paz. No me debes nada —le dijo el detective dándose la vuelta para salir del callejón—. Una última cosa, chico —le comentó en el último momento—. Haz el favor de pelarte, que pareces un jodido pompón.
—¡Que te den, Roerich! —fue lo último que escuchó el detective antes de salir del callejón, riendo a carcajadas. En el fondo, aquel chico le caía bien.
El detective se dirigió a la cabina de teléfono más cercana, un tanto alejada del callejón. Introdujo una moneda y marcó el número de la línea segura que le había proporcionado John Getti para que le informase.
—¿Diga? —sonó una voz al otro lado. Era el capo.
—Tengo algo de información para usted. Los rumanos no se dejan ver mucho, pero sí sé que tienen en nómina a varios de sus hombres y a hombres de las otras Familias.
Roerich decidió reservarse parte de la información, convencido de que un buen detective no debe contarlo todo en el primer informe. En caso de tardar más de lo esperado en conseguir nueva información, siempre se puede usar la de reserva.
—Dame los nombres de esos traidores.
—Ese es el problema: no los tengo.
—¿Cómo que no los tienes? Pues consíguelos, ¿no eres detective? Consíguelos, y rápido. Ya sabes que no me gusta esperar.
Daniel se quedó entonces mudo, petrificado ante la escena que estaba teniendo lugar ante sus ojos. A unos sesenta pies de donde se encontraba, un coche negro pasaba a toda velocidad junto al de Jimmy, en el que fumaba tranquilamente, mientras movía la cabeza al ritmo de Larry´s Dance Theme de los Grandmaster Flash, sin percatarse de lo que sucedía. Por las ventanas del vehículo negro asomaron varias ametralladoras, que acribillaron en cuestión de segundos el de su informante. Todo pasó muy rápido. Fue una masacre. Una vez acabado el trabajo, el coche negro salió de allí a toda velocidad, quemando ruedas.
—¡Joder! —acertó a decir, presa del pánico—. Acaban de cargarse a mi contacto…. Deben de estar al tanto de todo… ¡el siguiente puedo ser yo!
—Tranquilo, Roerich, no te va a pasar nada. Han sido mis hombres.
—¿Cómo que han sido sus hombres? —cloqueó.
—Te estaban siguiendo. Ese informante tuyo podría haberse ido de la lengua con cualquiera, y eso podría entorpecer el trabajo. Cuestión de prioridades.
—¡Pero era Jimmy! Le conozco desde hace años, joder. Esto no era necesario.
—Eso no hace sino darme la razón, Roerich. Si era un chivato habitual de la policía, estaba acostumbrado a cantar. Y ahora, cálmate y averigua esos nombres.
Getti colgó el auricular.
Roerich estaba furioso. Maldito mafioso de los cojones, pensó. Algún día tendría que ajustarle las cuentas a ese gordo. Intentó olvidar todo aquello y centrarse en su trabajo: tenía que visitar un club de striptease esa misma noche. Se aseguraría de que nadie lo seguía: no quería más muertes innecesarias.
Capítulo 3
El detective pasó el resto de la tarde paseando por la ciudad, intentando aburrir a posibles perseguidores. No iba a ponérselo tan fácil a aquellos matones. Cuando llegó la noche, Roerich entró en su pizzería favorita, el Don Paolo´s. El local estaba cerca de Times Square, así que le pillaba de camino. En el Don Paolo´s, tenían la mejor pizza de toda Nueva York. En cuanto cruzó el umbral, se impregnó del olor a masa recién horneada, a orégano y a albahaca. ¿Acaso había algo en el mundo que oliese mejor? Pensó. Pidió dos trozos de pepperoni y una Coca-Cola, y se dispuso a degustarlos tranquilamente.
Dos hombres vestidos impecablemente entraron en el local, pidieron unas bebidas y se sentaron junto a la puerta. Eran los hombres de Getti, Roerich estaba seguro de ello; y los tenía justo donde quería.
Daniel se acabó su cena, y se levantó para ir al baño. Una vez dentro del mismo, echó el pestillo de la puerta y abrió la ventana. Conocía aquel local como la palma de su mano, y sabía que aquella ventana daba a un callejón trasero por el que podría escapar. Precisamente eso fue lo que hizo. En cuanto estuvo fuera del local, echó a correr antes de que pudieran darse cuenta de su huida. Aquellos idiotas se iban a llevar una buena bronca de Don Getti, pero eso era su problema.
Roerich se dirigió a Times Square, donde esperaba poder encontrar respuestas a todas las preguntas que se agolpaban en su mente. Los carteles luminosos le indicaron que ya había llegado a su destino. Por todas partes había anuncios de todo tipo de marcas comerciales: Coca-Cola, Sony, JVC, Canon… Todo aquello parecía fuera de lugar en una zona en la que se acumulaban clubes de striptease, sex shops, cines pornográficos y toda clase de tugurios.
Aquella era una zona interesante, pensó Roerich, de día era un hervidero de turistas, mientras que de noche ninguno de ellos se atrevía a pasar por allí. Incluso la policía evitaba adentrarse en ese sitio cuando se ponía el sol. La delincuencia tomaba las calles cuando el sol se ocultaba. En realidad, Times Square era la representación perfecta de Nueva York, las dos caras de la moneda, las dos caras de aquel Jano en que se había convertido su ciudad: el turismo, los negocios y el dinero de un lado… la delincuencia, las drogas y la miseria del otro.
Se fijó en un cartel en especial, pues en él aparecía el contorno de una mujer desnuda iluminado en rojo. A su lado, en letras de neón rosa podía leerse Desire. Roerich se dirigió hacia el local con decisión. Al entrar, quedó maravillado. A decir verdad, nunca había visitado uno de esos clubs. La música era sensual y sonaba a un volumen elevado. Había mesas por todas partes, ocupadas por hombres de todas las edades, desde chavales que apenas habrían cumplido la mayoría de edad, hasta hombres ya bien entrados en sus sesenta. Todos vestían sus mejores galas y bebían como si no hubiese mañana. Las mesas se situaban alrededor de los seis escenarios que había en el local, cada uno de ellos coronado por una barra en la que bailaba una mujer medio desnuda. La belleza de aquellas mujeres era tal que el detective se quedó pasmado durante un buen rato. Cuando volvió en sí, se dirigió a la barra. Tenía trabajo que hacer, y debía concentrarse en ello.
—Buenas noches, caballero, ¿le pongo algo? —Se ofreció el camarero desde el otro lado de la barra.
—Sí, un whiskey, por favor. Y que sea escocés —añadió.
—Un hombre que sabe beber —respondió el camarero con una sonrisa en la cara.
Acto seguido se volvió para coger un vaso, que colocó en la barra, y una botella de whisky de la estantería. Vertió la bebida en el vaso, y Roerich lo apuró de un trago. Aquél no era su preferido, pero tampoco estaba tan mal.
—Otro, por favor —pidió, mientras le daba al camarero un billete de veinte dólares. El camarero le sirvió la segunda copa.
—¿Quería algo más, caballero?
—Pues, ahora que preguntas, sí. Un buen amigo me ha recomendado este local, y me ha recomendado a una señorita en especial. Su nombre es Démona. Me gustaría saber dónde encontrarla.
—Su amigo tiene un gusto exquisito —le dijo el camarero, en tono de complicidad—, Démona es sin duda la mejor, aunque también la más cara. Es aquella de allí —añadió, señalando uno de los escenarios.
El detective miró hacia donde le indicaba y pensó que nunca había visto a una mujer tan bonita. La chica debía tener unos veinticinco años, quizás un par menos. Era pelirroja, de piel muy blanca. El cabello suelto le caía por encima del torso, tapando sus pechos desnudos. Las curvas de su cuerpo eran discretas, pero sensuales. Sólo llevaba puesto un tanga. Roerich apuró la copa de un trago y se dirigió allí sin intercambiar ni una palabra más con el camarero.
Al llegar junto al escenario, se sentó en la silla más cercana que encontró vacía. La chica estaba haciendo su baile, acercándose de manera sensual a los clientes, que tiraban billetes a sus pies. La mayoría de los allí presentes no dejaban de devorar el cuerpo de aquella joven con la mirada, mientras que Roerich no podía apartar la vista de su rostro. Era la mujer más bella que había visto en toda su vida. Se alegró de haber dado esquinazo a los matones de Getti, sería un pecado que alguien como ella muriera por hablar con él. En un momento determinado, la chica se acercó al detective, que sacó un billete de cincuenta dólares y se lo ofreció. Ésta, acostumbrada a los billetes de uno, dos y cinco dólares que solían darle los otros clientes, se le quedó mirando fijamente. Roerich sonrió y le guiñó un ojo a la chica. Ella le correspondió, mientras cogía el billete de su mano. Un segundo después, Roerich se levantó y se fue a la barra, mientras la chica acababa su número.
Unos minutos más tarde, mientras Daniel degustaba su tercera copa en la barra, alguien se le acercó por detrás, hablándole al oído.
—¿Puedo saber su nombre, caballero? —La voz de la chica sonó en el oído de Roerich como una leve brisa. Un escalofrío recorrió la espalda del detective, a pesar de que ya esperaba que su generoso «donativo» atrajera la curiosidad de la joven. La joven despedía un ligero aroma a vainilla.
—Daniel —respondió, nervioso.
—Daniel, ¿eh? Me gusta. ¿Le gustaría invitarme a una copa, Daniel? Tengo la garganta seca.
—Por supuesto, pide lo que quieras —respondió, volviéndose hacia el camarero—. Póngale una copa a la señorita.
Ante la atónita mirada de Roerich, el camarero sacó un vaso y le sirvió a la chica una copa del mismo whisky que él tomaba. La chica la vació de un trago sin siquiera pestañear. Daniel no estaba acostumbrado a ver a una mujer beberse una copa de escocés como si fuera agua. Aquello le gustó. Si la hubiera conocido en otras circunstancias, quizás se habría enamorado de ella. Pero las circunstancias eran las que eran.
—Señorita, ¿podríamos hablar en un lugar más tranquilo?
—Por supuesto, guapo —dijo ella, cogiéndole de la mano y llevándole hacia un reservado, fuera de la vista y los oídos del resto del local. El reservado solo estaba a unos pies de allí, pero aun así, Roerich no pudo apartar la vista del movimiento de caderas de la chica, que iba delante. Una vez sentados, volvió a dirigirse a él—. ¿De qué querías hablar, Daniel? —Preguntó, poniendo su mano sobre el muslo del detective.
—Cielo —le dijo mientras le retiraba la mano con delicadeza—, no es eso lo que he venido a buscar hoy aquí.
—Entonces, ¿qué es lo que has venido a buscar? —La chica parecía desconcertada. Seguramente era la primera vez en su vida que un hombre la rechazaba, Daniel estaba seguro de ello. Incluso a él, que se jugaba la vida en aquella investigación y no podía perder el tiempo con esas cosas, le había costado trabajo hacerlo.
—Necesito cierta información que tú posees. Estoy dispuesto a pagar por ella.
—Está bien —admitió ella, intrigada—, ¿qué es lo quieres saber?
—Necesito saber quiénes son los hombres de las cinco familias a los que los rumanos tienen en nómina, y necesito saber dónde se alojan los rumanos y cuántos son.
La chica le miró con desconfianza. Daniel sabía que se jugaba todo a aquella carta. Si la chica no hablaba, podía ir olvidándose de descubrir algo sobre aquellos rumanos. Aquella era su única pista y debía aprovecharla. Así que sacó todo el dinero que le quedaba del que Getti le había adelantado. Roerich puso quinientos dólares sobre la mesa. La joven cambió la expresión por completo y cogió el dinero, que se guardó en seguida.
—Muy bien. Te daré lo que quieres, pero recuerda que esta conversación nunca ha tenido lugar. Si alguien llega a enterarse de que te he contado algo de esto, puedo darme por muerta. —El detective sacó papel y boli y se los pasó a la chica, que escribió una lista de nombres en él. Luego le pasó el papel a Daniel—. Estos son los nombres de los que se han pasado al bando de los rumanos. Los conozco del local, son clientes míos. No hacen más que presumir del dinero que les pagan los nuevos jefes, y de que aquí lo tienen todo gratis. Respecto al número de los rumanos sólo puedo decirte que son aproximadamente unos cien hombres. .Todos ellos se alojan en el mismo sitio: un edificio de su propiedad en el West Side. La dirección te la he apuntado ahí mismo, debajo de los nombres.
—Gracias, es todo —dijo el detective, mientras se levantaba para marcharse. La chica le agarró de la mano antes de que se fuera.
—Ten cuidado, son muy peligrosos. No sé en qué andas metido, pero estos tipos no se andan con miramientos. Son despiadados y crueles.
—Lo sé, pero es parte de mi trabajo.
—Pues que tengas suerte —le dijo ella, levantándose de la mesa y plantándole un beso en los labios. Aquello cogió por sorpresa al detective, que no supo cómo reaccionar—. Encantada de conocerte, Daniel —añadió, con una sonrisa pícara en los labios. Y se marchó del reservado, dejando a Roerich allí plantado.
Roerich salió del local, pensando aún en aquel beso. La brisa nocturna le acarició el rostro suavemente, despertándole de aquella especie de sopor en que le había dejado sumido la joven. Se encendió un pitillo y se dispuso a recorrer el camino de vuelta a casa. Era tarde para presentarse en la mansión de Don Getti, así que lo dejaría para el día siguiente.
Cuando se marchaba, escuchó unas voces que venían del callejón trasero al club, y que parecían estar discutiendo. Con todo el sigilo que le permitían las copas que se había tomado, se acercó cuanto pudo al origen de las voces, escondiéndose tras unos bidones para escuchar. Se asomó para ver quiénes eran y vio a dos tipos. Uno era neoyorquino, su acento no dejaba lugar a dudas; el del otro le recordaba a los europeos del este, por lo que supuso que era uno de los rumanos. La noche empezaba a ponerse interesante, pensó.
—Te dije que vendría a cobrar hoy, no mañana —dijo el rumano, en tono amenazante.
—Lo sé, lo sé, pero es que no he podido conseguir el dinero. Esta semana ha sido muy floja y voy a necesitar un día más para conseguirlo. —El miedo del que parecía ser el dueño del club casi podía olerse desde donde se encontraba Roerich—. La cuota es demasiado alta, y encima están esos gorrones de los italianos, que se pasean por el local como si fueran los dueños. Se hartan de beber y de estar con las chicas, sin gastarse un solo dólar. Así no puedo conseguir el dinero a tiempo.
—Vas a pagarme, quieras o no. O pagas o mueres, esa es la regla de Vlatko. —El rumano se mostraba frío, controlando la situación—. Y yo estoy aquí para hacer que se cumplan sus reglas.
En ese momento, el neoyorquino sacó un revólver, apuntó a la cabeza del otro, y disparó. Pero el rumano había conseguido desviar la pistola en un rápido movimiento, lo que hizo que la bala se perdiera en el callejón. El mafioso arrebató la pistola al dueño del club, que estaba aterrado ante la rapidez de su contrincante, y que sabía cuáles iban a ser las consecuencias de sus actos.
—¿Creías que podías matarme? —El rumano dejó escapar una carcajada demencial. Ante la atónita mirada de Roerich y de la víctima, aquel hombre, si es que un hombre era capaz de aquello, partió el revólver en dos con sus propias manos.
El detective no podía creer lo que estaba viendo. En ese instante, la cara del rumano comenzó a desfigurarse, convirtiéndose en un rostro de pesadilla. Su boca se deformó hasta convertirse en las fauces de una bestia horrenda. Sus manos se convirtieron en garras afiladas. Aquello no era un hombre, sino un monstruo.
Un fuerte olor a podredumbre y muerte lo inundó todo en aquel sucio callejón. La criatura abrió la boca, mostrando unos blancos y afilados colmillos que se perfilaron en la penumbra. La bestia rugió antes de hincar los dientes en el cuello de su víctima, que no dejaba de gritar. Succionó la sangre de aquel hombre con avidez. Tras unos segundos, aquel ser separó sus monstruosas fauces de la garganta de su víctima y soltó una carcajada demoníaca. Después, con una de sus manos le agarró la cabeza y tiró de ella, arrancándosela de cuajo. La sangre lo salpicó todo alrededor.
Roerich contuvo la respiración desde su escondite. Aquello era demencial. La situación despertó en él viejos recuerdos y temores que había estado intentando enterrar en lo más profundo de su mente durante los dos últimos años. Recordó el caso de Nathalie Ashton, los crímenes bestiales que llevaron a cabo aquellos engendros de la manada de la joven. La pesadilla de los hombres-lobo le perseguía desde entonces, pero esto era algo diferente. Los licántropos eran, al fin y al cabo, seres de la naturaleza, lobos. Pero esto no podía ser natural… Más parecía ser alguna suerte de demonio, y mucho se temía que habían venido más con él desde el viejo mundo.
Cuando el detective volvió a mirar por encima de los bidones, tan sólo vio una sombra que escalaba con agilidad por las paredes del club, hasta perderse en la noche. Detrás de sí, aquel engendro del diablo sólo había dejado un cuerpo totalmente descuartizado. Roerich echó a correr y no paró hasta llegar a la estación de metro. Necesitaba alejarse de allí todo lo que le fuera posible.
José Antonio también escribe en su propio blog, muy resultón e interesante, y desde el que comparte información sobre sus publicaciones, reseñas, entrevistas y hasta citas célebres.
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