“No es más que una burda historia para asustar a los bebés”, se dijo Alopius, internándose entre los apretados y secos troncos de aquellos árboles, muertos hacía tanto tiempo que nadie recordaba el tipo de hoja que habían tenido alguna vez. Lo estrecho de cada tronco, la forma en que se confundía entre el resto como parte de una prolija cortina de grises cordones rígidos, también hacía muy difícil tratar de definirlos con el nombre dado, tiempo atrás, a su especie.
Alopius recordaba en ese momento, apretándose, casi reptando entre las ásperas cortezas y procurando no arañarse contra ellas las desnudas rodillas, que incluso el profesor de ciencias naturales de su clase era reacio a hablar sobre el antiguo bosquecillo como parte de un entorno natural. De hecho, pese a que la clase de Alopius tenía sus cuatro ventanas de cristales velados por el polvo orientadas hacia el apretado acervo de madera muerta, el profesor de ciencias naturales parecía siempre evitar mirar siquiera de reojo en su dirección. La misma impresión le causaban el resto de los profesores, y hasta muchos de sus compañeros alumnos, exceptuando aquellos que, como él, estaban siempre dando guerra en clase o mostrando su falta de pasión por los estudios de formas más tranquilas…. como el simple acto de mirar todo el tiempo que fuera posible hacia el exterior, donde una esperanza de cercana libertad hacía siempre, en el caso de Alopius, llevadero el tedio semi eterno de cada segundo de cada minuto de cada hora de la jornada escolar.
Alopius, como el resto de los niños, jóvenes y adultos de su pueblo, había aprendido a dormirse con el repetitivo, pegadizo y conminatorio soniquete que a duras penas podría considerarse una nana y que era conocido como “Llega el Hombre Araña”. No había alma, de entre aquellas que medraban a su peculiar modo por el extenuado callejero, que no se conociera la canción de cuna. Una notoria seña de identidad, de cultura, de un sitio conformado de más o menos estrechos pasadizos entre los torcidos muros de madera o piedra y argamasa de las casas que se amontonaban para formar el poblacho. Allí donde un cielo casi siempre encapotado cumplía a menudo su amenaza de lluvias para dar lugar a un remedo de calzadas que, a fuerza del pisotear y el rodar de carros tirados por mulos y caballos, había acabado por cuajarse en una capa de barro seco y estriado, a menudo jaspeado de charcas.
Alopius, irresoluto por unos instantes al haber iniciado su incursión en el bosque estéril, abrumado por su solemne silencio y la inmóvil homogeneidad, pronto se sintió retribuido por dejar atrás el leve bullicio y la densidad del aire viciado por el sudor, las heces de animales y el humo de la brea de las calles. Notó que un aire diferente parecía llevarse con cada espiración una pequeña voluta de la ponzoña acumulada en sus pulmones todos esos años, y que una calma espesa, un silencio extendido entre aquellos troncos con la densidad de un bizcocho recién horneado, aliviaba por momentos su conciencia, acostumbrada al límite de la crispación por los avisos de “¡agua va!” desde las ventanas altas de las casas, los gritos de niños peleones o juguetones, los ladridos de perros y estridentes maullidos de gatos en celo, los alborotados discursos de los borrachos habituales del pueblo, los estentóreos gritos de padres regañando y madres llamando para comer, los rebuznos de burros de cuatro y dos patas, en general.
Alopius ya se había olvidado de las historias del Hombre Araña, del que se sabía, pero poco se decía, que vivía en lo profundo del bosquecillo muerto. Que estaba siempre hambriento, siempre esperando. Que solo salía de allí para asomarse a la ventana de los niños que no dormían, en la madrugada, atraído por el olor de los sueños que no se soñaban. En su lugar, se encontraba embriagado de libertad. Satisfecho de la ardua actividad de avanzar apoyado en uno y otro árbol, haciendo camino en el uniforme laberinto, confortado por la ilusión de autonomía, orgulloso de aquella bizarría que le distinguiría por encima de los perdonavidas de su escuela, cuando lo contara.
A pesar de hallarse ensimismado, henchido de optimismo y diversión, Alopius oyó tras de sí un repentino arrastrar. Se detuvo y se volvió, conteniendo la respiración y volviéndose consciente, repentinamente, de lo solo e indefenso que se encontraba, lo bastante alejado del pueblo como para no tener una idea aproximada de cuál podría ser la distancia recorrida. Lo que era aún peor, no sabría decir desde dónde la había recorrido. Miró a su alrededor, y hacia el suelo, donde la mullida capa de musgo apenas mantenía marcadas sus últimas cinco pisadas. Cuatro. Tres. El musgo recuperaba enseguida su posición anterior, dejándole sin rastro de vuelta que seguir. Los troncos grises, todos iguales, se repartían en uniforme comitiva a su alrededor. “No… tengo… forma… de saber dónde estoy”, pensó Alopius con una alarmante sensación de urgencia. ¿Cuánto tiempo llevaba caminando? Tampoco podía decirlo.
Se había olvidado de lo que le había sacado de su obstinado avance, de su pertinaz y satisfactoria actividad de exploración, pero volvió a oírlo. El sonido de arrastre, muy parecido al que producían sus manos cuando se agarraban a la corteza de los secos árboles para darse impulso entre los mismos, era terriblemente más intenso. Más… intencionado. Alopius soltó una lenta bocanada de aire antes de inspirar y contener de nuevo el aliento. Trató de ver. Movió la cabeza a uno y otro lado, hizo rodar las bolas de sus ojos, como si con todo ello pudiera hacer reptar su campo de visión entre los árboles, siguiendo el ruido. Sin embargo, sin todo eso, lo vio. El sonido de la corteza atrajo sus ojos como la gravedad todas las cosas contra el suelo, y vio que una gran mano negra, apenas distinguible entre los surcos oscurecidos de los grises troncos, se movió hasta desaparecer tras el delgado perfil del árbol. Con el aire contenido en sus pulmones ardiéndole, Alopius distinguió con horror que otras dos manos negras se alargaban anticipándose a unos brazos desde muy alto, más alto que el común de los adultos. Un bulto de ropajes oscilantes, como desgarrados, siguió a las extremidades, apoyado sobre pálidas y delgadas piernecitas desnudas: un par de ellas que se movían, como vacilantes, sosteniendo el grueso cuerpo, otras dos aledañas a las primeras, como muertas o inútiles, arrastradas sobre el suelo de musgo a trompicones, rebotando sobre las pequeñas escabrosidades del terreno.
Alopius era incapaz por completo de acometer la más mínima acción. No se atrevía siquiera a soltar el aire, como si dejarlo escapar pudiera desvelar su presencia a la aparición. Pero estaba claro que aquella sabía que estaba allí: la brillante mirada que relampagueaba en lo alto de la cara negra vuelta en su dirección, de forma directa hacia sus ojos. Honrándole, a falta de una palabra mejor, con una larga sonrisa de grandes y cuadrados dientes, como los de los caballos. Se apoyaba, como Alopius poco antes, sobre los troncos usando sus manos, cuatro manos negras que dejaban sobre las cortezas una pegajosa pasta pardusca, parecida al caramelo casero, logrando con dificultad mantener el bulto redondo de su cuerpo erguido sobre las grimosas piernas huesudas y blancas.
—¡Hooo… laaaaaaa…! —Saludole el ser sin apenas mover los indistinguibles labios de su gran sonrisa, cerniéndose sobre él—. ¿Sabes quién soy?
Alopius logró exhalar antes de empezar a respirar con cierta dificultad, aterrorizado.
—¿El Hombre Araña? —Respondió como pregunta en un extenuado susurro.
—Síiiiiii… —Ratificó con exacerbada alegría—. ¿Sabes qué hago aquí?
—N-no… —Tartamudeó Alopius, inmóvil, a punto de desmayarse de agotamiento, tan tenso como estaba en cada diminuta fibra de su cuerpo.
—Esperar. ¿Sabes a qué espero? A que venga alguien. ¿Sabes por qué? —El ser se explicaba haciendo descender lentamente su cuerpo, apenas cubierto por jirones de alguna negra y vieja levita, acercando cada vez más su gran cara oscura a la de Alopius—. Porque siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, siempre hay alguien que ignora las advertencias, que corre hacia el peligro, que se niega la maldad. Siempre hay niños y mayores que repudian la verdad. Locos petulantes que no quieren cavilar. Siempre, siempre, siempre existirán. Y yo estoy hambriento siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, siempre…
Alopius notó que el repetitivo discurso del Hombre Araña se convertía en un grave rumor sordo que aturdía sus otros sentidos. Le pareció que le embargaba una irresistible somnolencia, rompiendo a soñar al instante. En el sueño, todo era oscuro, pero podía ver su cuerpo, tumbado, desnudo. Toda su piel empezaba a picar, y en ella crecían, como abriéndose camino desde el interior, incontables hoyos peludos. Cada uno de ellos era una boca.
Y le devoraban.
9 de abril , 2022
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Alopius se encamina en el interior del bosquecillo muerto…