26 abril, 2024

Era un día gris, uno de cielo encapotado por espesas nubes que amenazaban una lluvia pesada y duradera. En la calle hacía algo de frío, lo que favorecía que la gente, adoctrinada por el gobierno, se sintiera aún más inclinada a respetar la extenuante cuarentena. Ella aprovechó la desolación callejera de aquella hora, las cuatro y media de la tarde,  para alcanzar su objetivo. ¿Iba a comprar algo? No. ¿Iba a cumplir con alguna de sus tareas de voluntariado para asistir a las personas durante el confinamiento? No. Pero sí que acudía a uno de los domicilios dentro de la ruta del reparto de comidas y cenas para ancianos. 

Picó al piso señalado desde el portero automático.

—¿Diga? —respondió temblorosa la voz de una anciana.

—Hola, soy Marichurri, del grupo de voluntarios del barrio —contestó ella enseguida, sin levantar mucho la voz, y acercándose lo máximo posible al interfono.

—¡Ah! —exclamó la anciana. Por unos segundos se quedó callada, como pensando alguna cosilla—. Bueno, ¿y qué quieres, Marichurri?

—No vea el día que llevo. —Se quejó ella, como excusándose por la hora a la que tocaba al timbre—. Es que nos han proporcionado a los voluntarios un material nuevo que tenemos que repartir entre la gente con urgencia, y no vea qué mañanita nos estamos pegando a caminar algunos. ¡Todo el barrio repartido entre tres! ¿Se lo puede creer? ¿Me oye bien?

—Sí, hija, sí, te oigo perfectamente. Pero yo estoy bien, no necesito nada. 

—Es un material de protección obligado para todo el mundo la semana que viene. Especialmente para la gente mayor, como usted. 

—¿Un material obligado para todos? ¿Entonces, si es para todos, cómo va a ser “especialmente” obligado para la gente mayor? 

La anciana parecía muy espabilada y “especialmente” suspicaz. Aquello exasperaba a Marichurri, pero contuvo su voz, acercando aún más los labios al interfono y adoptando un tono de indiferencia. 

—No sé, señora, yo hago lo que me dicen. Pero ya sabe que nosotros los voluntarios no obligamos a nadie a hacer nada. Se ve que para repartir comida sí que somos muy majos, pero para otras cosas nos dan muchos con la puerta en las narices. Yo lo entiendo, ¿eh? Porque, claro, a la hora de arrimar el hombro pocos dan un paso adelante, es lo que hay…

La anciana pareció resoplar con cansancio al otro lado, y luego la puerta del portal se abrió. Marichurri, como una silenciosa aparición, se escabulló al interior abriendo lo menos posible la puerta. 

Con una fuerza inesperada incluso para sí misma, subió los dos pisos de escaleras a gran velocidad, a zancadas rápidas y hábiles de dos y tres escalones. Ya estaba delante de la puerta de la anciana cuando aquella terminaba de girar con parsimonia la llave desde el interior, para poder abrir.

—Hola, hija. ¿Qué tal lo llevas? —La saludó la señora. Debía tener, al menos, setenta años encima—. ¡Qué respiración! Abusan un poco de vosotros, ¿no?

Marichurri no dijo nada, solo empujó con la mano izquierda la puerta mientras con la derecha le soltaba un puñetazo en el ojo a la anciana. El impacto sonó agudo y seco. Apenas había hecho ruido, muy al contrario de lo que solía ocurrir en las películas, y la anciana se derrumbó hacia atrás sobre la gruesa alfombra vieja de su recibidor. Marichurri abrió las piernas para pasar al interior rodeando las de la anciana. 

La vieja no había perdido el conocimiento, pero estaba como en shock. Tenía abierta la boca, y el ojo izquierdo entero se le empezaba a amoratar. Marichurri ya había cerrado la puerta a su espalda cuando la anciana, como un bebé hambriento que acaba de despertar, empezó a sollozar con un grave gemido.

—¡¿Ahora lloras, puta de mierda? —Le gruñó Marichurri, moviéndose, y dejando que los débiles dedos de la anciana trataran de agarrarse sin fuerzas a sus piernas, envueltas en pantalones vaqueros. Se inclinó y cogió a la anciana del moño de su cabello, tirando de ella y arrastrándola sobre los gruesos pliegues que se formaban en la alfombra por su peso—. Cuando la gente te decía que no debías salir de casa, ¿qué les decías? ¿Eh? ¿No les decías que ibas a comprar el pan? ¿No decías que cogías el bus para ir a comprar el pan, hija de puta?

La anciana se silenció un momento, sin aliento, con lagrimones cayéndole de los ojos apretados. Algunos capilares sobre la frente rompieron a sangrar por el implacable tirón de su cabello.

—Ni mascarilla… —susurraba Marichurri, mientras se ponía en cuclillas sobre su pecho allí mismo, en mitad de la pequeña salita—, y ni siquiera unos guantes como estos. —Cogió con una mano de la mandíbula a la anciana para pasearle los dedos enfundados en negro nitrilo de la otra. Después, arrastró los dedos por su cara con frenesí hasta volver a cogerla del cabello—. Todo el mundo jugándose la vida por vosotros, todo el mundo en sus casas, y subnormales como tú paseándose como Pedro por su casa… Poco me parece que el gobierno os deje morir solos en las residencias.

Agarrándola con fuerza del moño, Marichurri empezó a soltarle puñetazos en la cara. Uno de nuevo en el ojo, otro en plena nariz, dos seguidos en la boca, otro en el pómulo izquierdo, la mandíbula izquierda (hizo un crujido, como si se rompiera o dislocara), otra vez en el pómulo, en la sien izquierda. La soltó del cabello y continuó golpeándola con ambas manos consecutivamente, un puñetazo detrás de otro. Sentía cómo el cuerpo de la anciana se sacudía con cada uno de los golpes, en los que enfatizaba usando el peso de su torso.

Marichurri dejó de golpear cuando le faltaba el aliento por el esfuerzo y por la incómoda postura, en la que su hinchado vientre le impedía respirar con comodidad. Se puso en pie y se miró las manos: los finos guantes de nitrilo se habían roto y tenía los nudillos ensangrentados. La anciana, con la cara irreconocible por la sangre y lo deformado del cráneo, aún se afanaba en respirar. Se formaban burbujas de aire ahí donde el cráneo estaba agrietado, desde la parte baja de la mandíbula hasta el ojo izquierdo.

Marichurri se acercó hasta el fregadero de la cocina y usando jabón lavavajillas se arrancó lo que quedaba de los guantes, pegados a sus manos regordetas por el sudor. Se guardó los restos rotos en el bolsillo y se puso unos nuevos. Al regresar a la salita, le dio la impresión de que la anciana estaba muerta, pero aun así le habló.

—Que te aproveche el pan en el infierno, hija de puta.

Y se fue, bajando las escaleras y saliendo del portal en el mayor de los silencios. En la calle seguía sin haber nadie. Fue al doblar una esquina cuando se encontró de frente con una pareja: los dos llevaban mascarillas y guantes, aunque iban cogidos de la mano. Les dejó espacio suficiente para pasar por la acera, antes de continuar andando. A pesar de los pasos que ya la separaban de ellos, pudo oír a la chica hablar: 

—¿Has visto a esa hija de puta, que va por ahí sin mascarilla?

Y ahora, una alegre moraleja:

Si la paja en el ojo ajeno no dejas de mirar

a lo mejor es porque, de una, tú echas a faltar

La paja en el ojo ajeno

Una de esas inspiradoras historias sobre la realidad del confinamiento por la pandemia del coronavirus…

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