Una nueva fuerza de autorregulación social viene a deslumbrar la historia de las fuerzas impositivas que se encuentran no ya al límite de la ley, como aquellos legendarios agentes del FBI de la década de 1930 que acabarían siendo conocidos como “los intocables de Eliot Ness”, sino por encima de esta, más allá de esta, que culebrea por todos lados alrededor de ella, y que se adhiere o no a la misma según sea de conveniente o no el momento o de importante o no la persona a la que esta hubiere de atenerse.
Esta ingente y todopoderosa fuerza la podemos denominar como “los infartables de Pfizer-BioNtech”, toda una legión de seres tan desprovistos de certeza sobre su destino como lo acabaría teniendo el protagonista superviviente de “No tengo boca y debo gritar”, de Harlan Ellison; y ello a pesar de hacerlo obstinadamente, ignorando, con una fuerza que el paso del tiempo no permite adjetivar de otra forma que no sea la de “voluntaria”, la implicación que a efectos de libertad, inteligencia, sanidad y, en fin, humanidad, guarda la insidiosa insistencia de una conciencia gobernativa global en terminar por aplicar el mismo remedio a todo ser humano sobre la faz de la Tierra: la suscripción constante a un suministro de inyecciones de un medicamento con algunos efectos quizá beneficiosos pero desconocidos, que contrapone una serie de efectos negativos detalladamente enumerados entre la documentación oficial del mismo fabricante y de las totalitarias autoridades.
Y es que no existe ya una variedad de remedios a base de inyección que sean lícitos enarbolar para mantenerse como un ciudadano de bien. Ahora mismo, es imprescindible acudir a donde sea necesario para dejarse insertar las dos primeras dosis que dan inicio al tratamiento de la hegemónica Pfizer-BioNTech, asumiendo además que son solo las primeras de una incierta cantidad en adelante. Y no importa que la información desde los organismos oficiales sea insuficiente, contradictoria o incluso engañosa, o que los medios de comunicación puedan resultar alarmantes por su inmisericorde exposición al escarnio de toda voz ligeramente dubitativa a todo este respecto. No importa tampoco que la salud de los mismos inyectados se resienta tanto tras cada dosis como según va pasando el tiempo, y que incluso empiece a explicarse el creciente pico de casos de problemas cardiovasculares de maneras tan absurdas como el de un efecto lógico de la contaminación o incluso del mismo “cambio climático”. Nada de eso tiene la menor importancia ni induce a ningún género de duda, claro que no.
Lo único que le importa a la masa de “los infartables de Pfizer-BioNtech” es que cada uno de los seres humanos pase por el mismo aro. Son policías del pensamiento, convencidos de que no existe otra opción que pueda proveerles el conocimiento. Se deben a la obediencia y al seguidismo sin ninguna reflexión, dejando a quien haga falta en estado de indefensión.
La única cuestión es ¿qué acabará disolviendo esta poderosa y rugiente fuerza impositiva?
La experiencia, quizás, de ver cómo padece la gente a su alrededor de una dolencia “real”, no la inducida en la mente a través de un test que no refleja una patología en sí misma, y sí por el explosivo cóctel de elementos ya identificados como peligrosos en los populares medicamentos, de los cuales muchos otros componentes aún no se han podido descifrar…
O quizá la misma extinción. Una tan irracional, ciega y obcecada como esa que lleva a los famosos lemmings a tirarse por los acantilados. Un frenesí inducido por acumular cuantos refuerzos de un medicamento inútil puedan aguantar su cuerpos antes de terminar exhaustos, prácticamente desvalidos, en el mejor de los casos, o fulminantemente muertos, con la misma contundencia e inmediatez de un disparo en la cabeza, en el peor.