Índice
El sacramento
por María Larralde
La confesión es el sacramento del hijo arrepentido que regresa a los brazos de su Padre.
Como cada domingo, a misa de doce, Gertru acudía como quien va a una fiesta de etiqueta. El sol brillaba furioso, Agosto estaba en máxima plenitud el día 15. El calor, el sudor y las prisas hicieron que Gertru se sintiera molesta pues quería llegar limpia, y de buen ver. Se iba a confesar y no le gustaba nada que Don Álvaro pudiera oler sus efluvios corporales y que fuera a pensar que era una mujer sucia.
Don Álvaro lloraba en la sacristía, solo, escondido de toda vista, incluida la divina. Hoy debe confesarse, pues anoche tuvo una revelación y Satán le habló. Y no era un sueño ni un delirio o alucinación, como tampoco eran simples amenazas las que el demonio le hizo. Era una proposición a la que Don Álvaro no hubiera querido acogerse, pero no tenía salida ninguna.
Tras la misa de a doce, el sacerdote, pasó al confesionario. Gertru lo miró larga y atentamente, sentada en la segunda hilera de bancos. El gran crucifijo y su Cristo mortificado parecían mirarla. Y ella, creyente como ninguna otra persona del pueblo, le pidió fuerza para seguir adelante. Don Álvaro estaba esperando. Gertru se acercó pausadamente como quien realmente no quiere dirigirse hacia donde sus pasos le llevan inexorablemente.
En aquel confesionario, encerrado y con la cortinilla echada, Don Álvaro comenzó a llorar de nuevo como un crío. Gertru, sorprendida y arrodillada, no sabía qué decir.
— ¿Se encuentra Ud. bien Don Álvaro? —quiso saber si era cierto lo que sus oídos le decían.
—Sí Gertru sí… perdona, perdóname por esto… —y lloraba tanto que su llanto incontenible acongojaba a Gertru que, sorprendida, quiso consolarle.
—¿Puedo ayudarle Don Álvaro? —susurró ella.
—Gertru, hija mía, debo confesarme ante ti… —y Gertru miraba alrededor, por si veía apostada en algún rincón de la iglesia una cámara oculta—. Eres la persona más buena que conozco y por eso te elegí a ti… ¡Necesito que me ayudes! —y su voz rota y ahogada denotaban la veracidad de su necesidad ante ella.
—Por supuesto, Don Álvaro… ¿qué quiere que haga? —y de alguna forma se sintió reconfortada. ¡Un cura, nada más y nada menos, pidiéndole ayuda a ella! A una cualquiera, a una mujer sin estudios, sin mérito alguno más que los propios de su condición de madre y esposa.
—Debes escuchar mi confesión, hija…
—Pero yo… no soy quién, Álvaro —se atrevió a quitarle el tratamiento de Don, pues ya la cosa pintaba a intimidad.
—Bien dime, ¿aceptas? —dijo él a toda prisa como ansioso por empezar.
—Acepto sí, ¿cómo negarle algo así a nadie? —él no acertó a ver su rostro bien, pero le pareció ver una leve sonrisa en los labios de la mujer.
—¿Ves? ¿qué es lo que te decía?, elegí bien, eres tan buena… ¡Comencemos…! ya sabes cómo se hace, pero esta vez tú dirás lo que yo digo, y yo me confesaré ante ti.
—¿Puedo hacerle una pregunta antes? —parecía algo molesta ahora, como si su humor fluctuara rápidamente, cosa normal—pensó él—por lo extraño y comprometido de la situación.
—Sí, sí… claro faltaría más, hija —le contestó él, ansioso por comenzar sin la menor interrupción, a ser posible.
—¿Por qué yo?
—Gertru, debo confesar mis pecados… a la persona más buena y sincera que jamás haya conocido. Así se me ha revelado la pasada noche. Y yo pensé inmediatamente en ti, hija mía. Te conozco tantos años… me has confesado todas tus impurezas… y a decir verdad, nunca has hecho, dicho o pensado nada que fuera realmente un pecado. Por eso, y porque te conozco de toda la vida, te escogí.
—Te lo agradezco, y estoy preparada… ¡cuando quieras! —Gertru estaba segura de que escuchar los pecados de un cura era algo inaudito para cualquier feligrés. Algo de perversa ansiedad se apoderó de ella, y se adelantó en sus pensamientos sobre los pecados del cura… ¿Qué sería?
—¡Bien hija, comencemos pues…!—y Álvaro se sintió algo azorado pues, de repente, le pareció que Gertru se mostraba distinta, aunque no sabía apreciar cuál era el cambio acaecido en ella—. Bendíceme Gertru, porque he pecado —Álvaro se santiguó y esperó unos segundos escuchando atentamente los sonidos que emitía Gertru. Eran como pequeños gemidos que no llegaban a pasar de una respiración levemente agitada que él creía que eran debidos a la situación—. ¡Vamos… !—la animó.
—El Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados… —ella se sabía la lección perfectamente, y repetía las palabras que, tantas veces, había escuchado en boca de Don Álvaro, y de otros curas anteriores.
—Mi última confesión fue la semana pasada, con el Obispo. Pero he de confesar que jamás confesé la verdad. Pido perdón por ello, y ahora, Gertru, quiero que escuches atentamente y que intentes no interrumpirme, no podré parar una vez que comience.
Ella asintió sin más.
—No puedo dormir. ¡Nunca he dormido! Ni una sola noche desde que nací. Nunca, nadie, se dio cuenta de tal defecto congénito de mi naturaleza pues de bien pequeño aprendí a estar en silencio y no llamar la atención. Aprendí a hacerme el dormido y a esperar que todo estuviera en silencio para levantarme y hacer todo aquello que durante el día no se me permitía. No solo es un defecto del que me avergüenzo, además, las noches han sido y son para mí el momento en el que puedo ser quien realmente soy. Por eso me hice sacerdote. Pensé que entregando mi alma a Dios, mi vida a su servicio, Él, modificaría esta maldición. Pero anoche tuve una revelación… —tomó aire para continuar, pues le pesaba todo lo que iba a confesar—. Sí, sí, Gertru, no duermo pero tengo momentos en los que presento delirios y alucinaciones… y en los que salgo de la Iglesia para recorrer pueblos y ciudades, escondiéndome en la oscuridad, acechando a infortunados viandantes a los que asalto inesperadamente, y de los que bebo su sangre. ¡Incluso me como partes de sus cuerpos ya fallecidos! Suelo acabar enterrándolos en colinas solitarias, parques, zanjas o vertederos. A veces vuelvo, olisqueando, a los lugares donde guardo algún descompuesto cadáver, como sus putrefactas carnes llenas de gusanos, hinchadas por la exudación de los líquidos corporales, incluso llego a roer huesos ya limpios por mis anteriores festines sobre el cuerpo. Tras acabar con ellos los hago desaparecer definitivamente metiéndolos furtivamente en los ataúdes de los muertos a los cuales oficio misas de difunto. ¿Por qué hago esto? Ni yo mismo lo sé. Simplemente padezco alguna enfermedad, o soy poseído por algún demonio, o soy así. Nunca sabré el porqué. No puedo alimentarme de otra manera, nunca he comido de otra forma. Y te preguntarás a cuánta gente he matado así, de esta horrible manera y desde cuándo. ¿Más de 500 en cincuenta años? ¡Ni yo puedo saberlo! Sí, sé que tengo 58. No voy a decir mucho más. No voy a entregarme a la policía. Solo debo confesar porque así él me ha obligado ¡Jesús, hijo de Dios, apiádate de miii! —y siguió llorando, Don Álvaro, esperando la respuesta de Gertru.
—Álvaro, siento decirle que sus pecados son poca o ninguna cosa en comparación con los míos…—y Gertru lo miraba extasiada con una pequeña baba cayéndole por la comisura derecha de la entreabierta boca ávida de placer.
—¿Qué dices, hija mía? Estás loca o algo malo te ha dado… —ella se pasaba la lengua por los labios deleitándose en las terribles escenas relatadas por Don Álvaro, y pudo oler el temor que repentinamente infundía en él.
—Ahora que estamos entre amigos, yo también debo confesarle unos pecadillos… ante los que los suyos son un juego de niños, porque usted se arrepiente o comete sus crímenes por necesidad, pero yo, lo hago por placer…
Y Gertru parecía rejuvenecida y feliz al confesarle, ahora sí, su extraño gusto por torturar hasta la muerte a mendigos que localizaba en los comedores de beneficencia donde era voluntaria, pero no solo eso, ella, sus cuatro hijos y su marido, participaban en las torturas, se fotografiaban con las pobres víctimas, y vivos, los despellejaban. ¡Pobres desgraciados! Confiados, aceptaban ir a su casa a cenar como gesto de buena voluntad por parte de la simpática y buena Gertru. El sótano olía a sangre y estaba insonorizado para evitar ser escuchados en sus diabólicas sesiones.
Y mientras ella le narraba las atrocidades, Álvaro se horrorizaba al pensar a quién le había confesado sus propios crímenes.
—¡Entonces, me has mentido durante años! ¿Quién eres Gertru?
Sin hacer ningún caso a las palabras del cura que estaba descompuesto ante tamaña atrocidad, Gertru, levantándose del confesionario le dijo:
—Alguien que no te perdona porque te acepta como eres. Eres, al fin y al cabo, un hombre malvado. Ahora sigue con tu tarea. ¡Nos vemos en la próxima misa!
Y solo, con sus remordimientos, con su pecado a cuestas, con su sentimiento de culpa, con su arrepentimiento, y sin absolución, la vio marcharse bamboleando sus caderas de mujer madura como jamás le había visto hacer a la buena de Gertru.