27 julio, 2024

Hacía algún tiempo que no recibíamos este tipo de relatos. Al más puro estilo gótico, nos adentramos en una historia inquietante, oscura, pero no exenta de frescura. Nos encantan las historias de castillos, ¿no es así? Sin embargo, El lúgubre paisaje no solo es un relato en el que la intriga va siendo cada vez más opresiva, además, es un viaje a los desconocido. Esperamos que disfrutéis con este bello relato de Eneele Horst.

Y ahora… ¡Que comience la función!

EL LÚGUBRE PAISAJE

Recibir una oferta tan razonable por un castillo medieval había sido un inesperado golpe de suerte para Manfred Hartmann. El dueño de la propiedad –un primo lejano suyo llamado Lorenz, a quién había visto dos o tres veces en toda su vida– había querido deshacerse de ella ni bien la había heredado, tal vez porque ignoraba el valor histórico de las piezas que contenía, o porque la triste muerte de su padre había afectado su juicio. Recordando la afición de Manfred por las antigüedades, Lorenz había ido a buscarle. Le había contado que su padre había sido el último en habitar el castillo, luego de que permaneciera desocupado por dos siglos. Excéntrico y reservado, el anciano se había retirado allí con la intención de vivir como sus antepasados; una manía, o tal vez un primer indicio de locura, que lo había llevado a morir en absoluta soledad. Lorenz había encontrado su cuerpo en avanzado estado de descomposición, sentado en un sofá, en un rincón de la sala de estar; el piso a su alrededor, regado de colillas de cigarrillo.

Cualquiera habría considerado que poseer un viejo castillo, aunque fuera uno pequeño, era más una carga que un privilegio. Embellecerlo y reformarlo con las instalaciones necesarias para la vida moderna, de querer alojarse allí o convertirlo en un espacio turístico, costaría una fortuna; pero Manfred era un obsesivo coleccionista de antigüedades, un amante de la historia, y tenía suficiente dinero para enfrentar el desafío. No se trataba únicamente de ser dueño de ese antiguo edificio, sino también de lo que se había acumulado en su interior durante los años en que había estado habitado: muebles, objetos y obras de arte que databan desde el siglo XII hasta el XVIII. Además, Manfred Hartmann había sido un sujeto huraño incluso en su juventud, y al envejecer se había convertido en un verdadero misántropo. No tenía en sus planes abrir el castillo al público; rodeado por varios kilómetros de praderas y un extenso bosque al norte, aquel sitio le parecía el indicado para pasar el resto de sus días libre de las molestias que ocasionaba la proximidad de otros seres humanos. 

Impaciente por instalarse en su nuevo hogar, el coleccionista se dijo que las remodelaciones podían esperar; le seducía la idea de pasar algún tiempo sin las comodidades de la modernidad, como se lo había propuesto ese pobre viejo loco. Dedicó su primera semana en el castillo a catalogar los objetos que era capaz de reconocer, hasta que el sol se ponía y las tinieblas se adueñaban del lugar. El ambiente en las galerías y en los pasajes, poblados de crujidos y susurros; en las tortuosas escaleras de caracol, en las vetustas habitaciones, le resultó más opresivo de lo que su obstinación le permitió admitir, pero el tesoro que se revelaba ante sus ojos cada día le compensaba por la aversión que de cuando en cuando le inspiraba el castillo. Había esculturas románicas de la virgen María con el niño Jesús, rígidas, sencillas y desproporcionadas, y otras de estilo gótico, más ágiles y expresivas, todas de madera policromada o marfil; luminosas pinturas rococó y abigarrados tapices flamencos; cálices medievales decorados con esmalte; mesas, sillas y arcones de roble que pertenecían al mobiliario original del castillo, y también cómodas, sillones y espejos barrocos, cubiertos de intrincados ornamentos…

 En sus idas y venidas, Manfred se topó con una puerta cerrada bajo llave, una llave que no le habían entregado junto con las demás, pues ninguna del manojo que guardaba en un bolsillo de su pantalón encajaba en aquella cerradura. No le dio importancia en un primer momento, pero cuando terminó de registrar todo el edificio, le fastidió no poder saber qué había allí dentro y se dispuso a forzar la cerradura. La tarea le llevó toda una tarde, y cuando por fin logró entrar tuvo que llevar consigo una vela porque ya había anochecido. La habitación era larga y angosta, no tenía ventanas y estaba casi vacía, a excepción de unos pocos muebles apiñados en el extremo opuesto a la puerta. Mientras atravesaba la estancia, Manfred vio que había también un reloj de pared, detenido marcando las tres, algunos retratos cubiertos de telarañas, y un tapiz polvoriento. Pensó que aquel debía haber sido un estudio, y que sería un buen sitio para montar su colección personal de antigüedades. A un lado pondría las estatuillas etruscas de bronce, el busto de Alejandro Magno, los cascos romanos; Al otro, en vitrinas, los papiros egipcios, las pequeñas figuras de animales y joyas de fayenza; los vasos canopes con sus cabezas humana, de babuino, halcón y chacal… 

El hombre arrugó la frente al llegar al final de la habitación, alejando apenas las sombras con la diminuta llama de la vela. ¿Por qué habrían puesto esas cosas allí? Un escritorio, tres sillas de madera de distintos juegos, una encima de la otra, un sofá tapizado de terciopelo, todo delante de una cortina negra, polvorienta y descolorida por el tiempo. Los muebles eran antiguos, valiosos, pero habían sido ubicados sin ningún sentido y con descuido.

Apartó el macizo escritorio con esfuerzo y se detuvo un momento para enjugarse el sudor de la frente, preguntándose cómo podía alguien tener el mal gusto de poner un género viejo, claveteado en las paredes para cubrir… ¿grietas?, ¿una mancha de humedad?, ¿una ventana? Presa de una inexplicable inquietud, el coleccionista arrancó la pesada cortina. Al ver lo que ocultaba, soltó una exclamación de sorpresa: la habitación estaba abierta al exterior, una pared había sido derribada. Intrigado, dio un paso adelante pero incluso antes de descubrir de qué se trataba, supo que algo andaba mal y se detuvo de súbito. Fuera había caído la noche, pero aquí recién atardecía. Y no había nada semejante a un asentamiento en las inmediaciones del castillo, sin embargo, lo que Manfred tenía frente a sí era un pequeño pueblo recortado contra el cielo encarnado del crepúsculo. Un  ancho camino, que nacía a los pies de la habitación, atravesaba el amasijo de casuchas de madera con techo a dos aguas, y el paisaje estaba salpicado de árboles pelados.

El coleccionista recordó que tenía un plano del castillo y fue a buscarlo. Recorrió las habitaciones y corredores que circundaban el estudio. Allí donde debía estar el acceso al poblado había un muro. Manfred pasó sus manos por la superficie, comprobando su solidez.

–¡No puede ser! –exclamó–. ¡Hay un pueblo dentro… dentro de la pared!

Por un momento tuvo miedo de regresar al estudio y comprobar tanto que la visión era real como que había sufrido una alucinación, que estaba perdiendo la cordura. Caminó de un lado a otro, dándose golpecitos nerviosos en la frente, intentando en vano ordenar sus pensamientos, hasta que finalmente decidió enfrentar el fenómeno. Al ver que el paisaje seguía en su sitio, tal como lo había visto por primera vez, dejó escapar un gemido de consternación. Se acercó un poco y le pareció que una corriente de viento frío le sacudía el cabello; estaba seguro de que todavía era verano, pero el camino que cruzaba el poblado estaba cubierto de hojas secas. Allí afuera –o allí dentro–, era una tarde de otoño, inhóspita y silenciosa. Había algo siniestro en el conjunto de cabañas envueltas en aquella atmósfera rojiza. Alguien debía habitarlas, salía humo de las chimeneas; pero el coleccionista tuvo la impresión de que ninguna criatura viviente rondaba por aquel paraje desde hacía mucho tiempo.

Por una semana se preguntó Manfred qué haría con su hallazgo. El prodigio parecía llamarle, seducirle con ese misterioso atardecer que nunca se disolvía en la noche; pero sobrecogido por una insondable angustia, el hombre no se atrevía a avanzar, e intentando resistir el deseo de pararse en la frontera de lo real y lo imposible para contemplar el paisaje, deambulaba por el castillo, revolviéndose los cabellos grises, mordiéndose las uñas. Apenas tocaba la comida, le costaba conciliar el sueño, y cuando dormía, soñaba con el pueblo, con el ancho camino y los árboles desnudos, con la mórbida luz del crepúsculo, y despertaba sobresaltado, bañado en sudor. Pensó en volver a cubrir el portento con la vieja cortina negra; acomodar de nuevo los muebles como los había encontrado, para que los obstáculos en el camino le ayudaran a combatir la tentación de ir a echar un vistazo a cada momento. Y también se dijo que tal vez lo mejor sería pedirle a alguien que fuera al estudio y confirmara el suceso sobrenatural o su demencia. Siempre había despreciado la idea de pedir auxilio; estaba acostumbrado a resolver sus problemas sin la intervención de otras personas. Pero sabía que esta vez no podría hacerlo; no hallaría por sí mismo las respuestas a las preguntas que causaban su desvelo. Al decidirse por aquello, sin embargo, descubrió que no podía abandonar el castillo; era como si una fuerza silenciosa, implacable le retuviera entre esos muros. Manfred se dirigió a la sala de estar, perplejo y asustado, y se dejó caer con desgano en el mismo sofá donde habían encontrado el cadáver de su pariente.

–A ese desgraciado sin dudas le ha pasado lo mismo que a mí, y eso prueba que no estoy volviéndome loco. Cerró la habitación y se deshizo de la llave para no ir a ese condenado pueblo. Y le llevó la vida, al maldito infeliz. La ansiedad debió matarle… –El coleccionista sintió que el miedo se trocaba en furia–. Yo no puedo ser tan estúpido; yo no soy un cobarde…

 De pronto se sentía dispuesto a penetrar en esa quietud que le erizaba el vello de la nuca, esa quietud que le atraía y le resultaba hostil al mismo tiempo. Al cruzar el umbral del estudio, el reloj de pared que marcaba las tres se puso en marcha; Manfred sintió un escalofrío pero no retrocedió. Se plantó ante el paisaje, apretando los puños. Quería internarse en el poblado, en esa tarde sombría, invariable; llamar a esas puertas, siempre cerradas… Pero el desasosiego, que en cada oportunidad prevalecía sobre la curiosidad, le hizo vacilar. Puso un pie en el sendero y aguardó, abrumado por el silencio que sólo perturbaba el tictac del reloj. Con el entrecejo fruncido, restregándose las manos, adelantó el otro pie; los latidos de su corazón se aceleraron, pero dio un paso más, dejándose llevar por la callada invitación del fenómeno, venciendo las reticencias mientras se adentraba en ese camino que conducía al melancólico poblado. Escuchó entonces un débil murmullo, que pronto se convirtió en un vocerío, el clamor de una turba enfurecida, y el pánico lo embargó. Intentó volver atrás, pero ya era demasiado tarde.

De no haber sido porque Lorenz necesitaba ciertos documentos de su padre, que no había podido encontrar en ninguna de sus otras propiedades, nadie habría notado que Manfred Hartmann se había marchado. Nunca más se supo de él, y en verdad a nadie le importaban los andares de un viejo ermitaño. Con el tiempo, Lorenz puso el castillo en venta de nuevo, y un día, cuando aún no había aparecido otro comprador, llegó a sus puertas un joven coleccionista de arte en compañía de su asistente, y el cuidador les dejó entrar.

Al dar con lo que habían ido a buscar, el muchacho le dijo a su acompañante:

–La información que me trajo hasta aquí provino de fuentes confiables, no hay forma de que haya habido un error. El último destino de la pintura ha sido este castillo, y aquí está; esta es la pieza original… la ejecución de Agnes Ruppel, acusada de practicar la brujería, en el otoño de Mil seiscientos cinco. Todo está en su lugar: las chozas, la muchedumbre, la pira encendida… pero han quitado la figura de Agnes, ¡le han pintado encima! ¿Cómo es posible que alguien arruinara una obra de arte de esta forma? Es una burla, ¡es un crimen!

El joven retrocedió, meneando la cabeza con indignación, incapaz de apartar los ojos de la pintura alterada. En medio de las llamas de la hoguera, donde debía estar la anciana Agnes, había un hombre de la actualidad, representado con asombroso realismo; tenía los cabellos grises alborotados, el rostro contraído por el dolor, y su mirada incrédula, suplicante, parecía dirigida al observador; era como si comprendiera que no pertenecía a aquel eterno, lúgubre paisaje, y pidiera ayuda para escapar de ese fuego que nunca se consumiría.

Eneele Horst

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