15 octubre, 2024

Este relato de Walter Saravia nos muestra la gran capacidad de su autor para involucrarnos progresivamente, junto a su personaje principal, en la observación como expectadores de unos hechos misteriosos y espeluznantes. En pocas páginas vamos a descubrir la verdad, una verdad escondida en “El Jardín”, un jardín que esconde las miserias de un malvado. Además de su intensidad narrativa este relato mueve a la reflexión profunda sobre la honestidad y la hipocresía humanas.

Y ahora… ¡Que comience la función!

           El Jardín

Era un día gris, en un pequeño pueblo del pulgarcito de América, llamado Santiago de María. Era a principios de junio, y las nubes sobre el pequeño poblado amenazaban con un diluvio. Era domingo y las campanas de las tres iglesias habían estado sonando durante todo el día, invitando a sus fieles a celebrar la santa misa.

     En ese pueblo, como en otros muchos del pequeño país, había un pasaje de nombre la Esperanza, perteneciente a la colonia San Martín. La mayoría del pueblo sabía que venía a ser un pasaje marginado, y que allí vivía doña Juana, en una desvencijada choza construida con viejas laminas agujeradas y unas cuantas varas de café que pretendían hacer el papel de vigas sostenedoras de la débil y mal hecha estructura de la choza.

     Doña Juana estaba lista para salir a misa y solo la retenía un puñado de frijoles que tenía hirviendo a la candela, en una honda olla de barro. El fuego era pobre, alimentado solo con chiriviscos secos, que la anciana había recolectado en una finca cercana. Los frijoles tenían que hervir, de otro modo se echarían a perder y era todo su sustento para los próximos dos días, a no ser que un buen samaritano se apiadara de su situación, o que el clima hiciera las paces con ella en los próximos días, para entonces caminar unas cuantas horas en busca de leña y poder venderla en el pueblo. Después, compraría su propio alimento.

     Se encontraba impaciente. Frente a ella, en un taburete, un trozo de puro la incitaba a darle una calada, pero en eso recordó la promesa que le había hecho al padre Josué, de abandonar el tabaco. “Recuerda, Dios todo lo ve”, rebotaba en su memoria la voz del padre. “Tan bueno que es el padrecito, es casi un santo”, se dijo en sus adentros.

     Por esa razón abandono la idea de alimentar su cuerpo con el tabaco, y enseguida recordó que tenía que dejar el cabo de vela a la entrada de la choza, para cuando llegara el anochecer no darse de narices con las pocas pertenencias que poseía.

     No quiso esperar más, puso la olla a un lado y dejó caer unas cuantas guacaladas de agua en el fuego. Fue entonces que se dispuso a salir.

     Antes de cerrar la destartalada puerta, hecha de los mismos materiales que el resto del bohío, dio un último vistazo al interior y vio que el fuego aún se mantenía, mientras que, al parecer, el cabo de vela que tenía en la entrada se había apagado y, por otra parte, la caja de cartón donde guardaba sus dos trapos seguía con la envoltura plástica que le había  hecho en caso de que la lluvia se colara por cualquiera de los agujeros del techo.  También su camisón colgaba como de costumbre de la tendedera interior que había improvisado en la salita de la chabola.

     Al fin, cruzó el umbral de la puerta y, al carecer de una cerradura, la trancó con un trozo de alambre. Cuando lo hizo, la maltrecha puerta chirrió con una queja de herrumbre. A toda prisa, se dio al camino hasta la iglesia, cerca de un plantío de café.

     “Setenta y cinco años pesan”, pensó, y más para una mujer que a su edad todavía tenía que buscarse el sustento.

Las calles estaban desiertas, el viento se sentía lento, traía olor a lluvia y las nubes mostraban caras amenazadoras. Doña Juana paró a escasas tres cuadras, frente a una puerta que en su día tuvo que haber sido de color café. Tocó y nadie contesto.

     “Talvez ya se fue la comadre”, se dijo para sus adentros, por lo que no insistió en tocar. Continuó su camino. Caminaba tan de prisa como sus cortas piernas se lo permitían. Al bajar por la bomba, se dio cuenta de que el viento había arreciado un poco y que la lluvia caería en cualquier momento. El viento, con sus soplidos, arrastraba desde quien sabe dónde una hoja de papel, en la que aparecía la cara de un niño, a quien ella reconoció.

     “Ese es Julianito, al que la policía encontró muerto en Marquesado”, se volvió a decir para sí. La camisa negra y pálida que llevaba y su faldón curtido por el tiempo eran bailados en todas direcciones por las ahora ráfagas de viento que se habían desatado repentinamente.

     Al llegar al pasaje, que llamaban Modelo, se dio cuenta de que estaba desierto “¿Dónde estarán estos vagos?”, se preguntó. Y es que, en este sitio, sin importar la hora, casi siempre se solía tropezar con alguien. Llegó a la cantina, unos metros más abajo, y la vio cerrada; ni un solo borracho se encontraba dormido al pie de la puerta, y eso parecía ser algo raro, ya que siempre semejaban centinelas en aquel sitio, o más bien aquello se parecía todo el tiempo a una casa de la realeza, pues antes de hoy no había momento en que dejaran solo el lugar.

     Cruzó la calle, y observó que los puestos de los vendedores de maíz estaban cerrados; hasta el “señor codo” mostraba que no había abierto ese día. De repente, un fuerte golpe se escuchó en dirección contraria; al girar, pudo ver a doña Milagro, la vieja que tiene malosa la báscula, con tal de robarles unas cuantas onzas a sus compradores. Asomó la cabeza y con una mano diestra jaló a toda prisa la ventana, para luego cerrarla.

     “Aquí parece que acababa de pasar el santo entierro”, refunfuñó Juana, y siguió a toda prisa. El repiqueteo de campanas era más fuerte; venía a ser una señal indiscutible de que la misa había finalizado.

     “Por esos frijoles me la perdí”, pensó. Cuando llegó frente al templo, vio que las personas salían cabizbajas y se reunían en pequeños grupos; cuchicheaban, y otros casi parecían hablar con los ojos, mientras miraban alrededor sin mediar palabra alguna. Doña Juana notó que no se encontraba ni un solo niño entre aquel grupo abundante de adultos enlutados.

     — ¿Ya terminó la misa, señorita?, —preguntó Juana a una muchacha. La joven, antes de contestarle, la miró inquisitivamente, no sin antes escrutarla de pies a cabeza, para luego responderle:

     —Sí, ya terminó. Pero era una misa de cuerpo presente, solo familia y amigos más allegados.

     —Ya veo. Es el niño que fue hallado muerto, ¿verdad?, —inquirió doña Juana con cierta voz tímida, como temiendo que fuera una pregunta inoportuna.

     —Sí, así es. La misa se adelantó sin previo aviso, solo lo sabían los más allegados, —contestó la joven.

     —Bueno, gracias de todos modos, señorita. Entraré para rezar un poco, ya que me he perdido la misa, —dijo doña Juana. Entonces intentó alejarse, pero la joven le aclaró detrás de ella:

     —No se moleste, han cerrado la iglesia, para que mi tía pueda estar a solas con su hijo un momento.

     Doña Juana se giró en redondo, para no parecer mal educada, y dijo:

     —Muchas gracias.

     Se escabulló entre la muchedumbre, y como conocía bien los recovecos de la iglesia, sabía que la puerta de acceso al campanario siempre estaba abierta, porque en verdad solo se mantenía cerrada con unos ladrillos por la parte de atrás. Un poco de fuerza bastaría para saberse en su interior y de ahí no tenía más que cruzar la segunda puerta, desde donde podría rezar para que todo le fuera bien en su vida.

     Así lo hizo, una vez dentro del recinto se encontró casi a oscuras, el lugar estaba débilmente iluminado con unas veladoras y sin darle mucha importancia se sentó en un rincón, donde se le haría difícil a cualquiera verle y aún más con las puertas cerradas.

     En primera fila, pudo ver a una mujer enlutada, doblegada por el dolor y frente a ella un pequeño ataúd. Doña Juana había seguido un poco de cerca en ocasiones el caso del pequeño por la radio, escuchando a intervalos, cuando la vecina de al lado lo permitía, ya que ella carecía de un artefacto como ese. Sabía que el pequeño hubo desaparecido de forma misteriosa y de cómo habían encontrado las autoridades el cadáver, pero ignoraba el resto de los datos, ya que los informes casi completos aparecían en los periódicos y ella no sabía leer, mucho menos darse el lujo de comprarlo. Conocía el rostro del niño por todos aquellos boletines que colocaron en todo el pueblo.

     Dentro del recinto, saco su rosario y comenzó a rezar. No había avanzado mucho, cuando alzó la cabeza y se dio cuenta de que un niño, en short y camisa a rayas, entraba por la puerta lateral. La mujer, vestida de luto, no prestó atención, y siguió con su cabeza baja. El niño miraba el ataúd fijamente. Doña Juana suspendió el rezo y se acercó unas cuantas bancas más, como era muy bajita de estatura, era difícil verla, a no ser que alguien estuviera en el púlpito.

     El niño, que se había sentado, comenzó a balancear sus cortas piernas para llamar la atención de la mujer. Se deslizaba en la banca de a poquitos para aproximarse a la del luto y así ser visto por ella.

     Mientras tanto, doña Juana ya no hacía su labor de rezo como buena cristiana, sino que se dedicó a observar atentamente al niño y a la mujer. No conforme con la distancia a la que estaba, avanzó unas cuantas bancas más, hacia el frente. Mientras que el niño se encontraba en la orilla opuesta de la banca de la mujer de negro, para dejar solamente el estrecho pasillo que separaba el uno del otro.

     — ¿Por qué llora señora?, —pregunto el pequeño.

     La mujer no dijo nada, simplemente continuó moviendo un pañuelo blanco que tenía entre las manos, y con el cual a intervalos se llevaba al rostro, para secar unas largas lágrimas que salían de sus ojos.

     — ¿Cómo se llama usted?, —preguntó nuevamente el niño, con voz tierna.

     La mujer levantó lentamente la mirada, para luego dejarla caer hacia el piso.

     — ¿Por qué llora?, —insistió el pequeño.

Y la mujer secó su rostro, que se hubo humedecido con mayor rapidez ante la voz de aquel pequeñín.

     — ¿Por qué llora? ¿Le puedo ayudar en algo?, —preguntó nuevamente el niño.

     En eso, se escuchó un ruido procedente de la puerta lateral, seguido de unos pasos y doña Juana atemorizada que la descubriesen y le llamaron la atención, no tuvo más remedio que escabullirse entre las bancas.

     —Ya casi es hora, si no, no tendremos tiempo de llegar al cementerio, la tormenta se acerca, —dijo la voz de un hombre que doña Juana no supo distinguir por la reverberación del recinto.

     Un segundo hombre se escuchó decir:

     —Lo siento mucho, señora, el maldito fue más astuto que nosotros, pero confiamos que no pasara nuevamente. La mujer rompió en llanto y dijo:

     —Mi hijo está muerto y, como él, tal vez dos más.

     —Tiene razón, perdone nuestra ineptitud.

     El hombre, que parecía ser un policía, se alejó.

     —Ya no llores, —escuchó decir doña Juana, —ya está en el cielo, te lo garantizo. Entonces supo que aquella voz era la del cura de la iglesia.

     — ¿Cuántas misas realizamos en estas tres semanas que mi hijo desapareció?, — preguntó la mujer entre sollozos.

     —No lo sé, —dijo el cura —pero si hubiésemos necesitado más para que él ahora estuviese con vida, ten por seguro que las hubiéramos realizado.

     —Ha sido tan bueno con nosotros padre, no tengo más palabras para agradecer su buena voluntad, y aun en contra de las órdenes de monseñor, —expresó la mujer.

     —No te preocupes, ya pagaré esto a mi manera, respondió el cura.

     —Solo deme unos minutos más, —pidió la mujer.

     Está bien, —aceptó el sacerdote —pero ya no tardes mucho.

     Y se retiró. Doña Juana alzó la cabeza nuevamente y se dio cuenta de que nada más quedaban la mujer, el ataúd y el niño.

     — ¿Por qué llora?, —siguió insistiendo el niño.

     La mujer volvió a ver al pequeño como con ganas de darle una bofetada por la insistencia, pero luego apaciguó su ira y dijo por fin:

     —Mi hijo ha muerto.

     —Lo siento mucho, —expresó el niño.

     — ¿Dónde vives, quienes son tus padres?, nunca te había visto acá, —expuso la mujer con cara de dolor y confusión.

     —Mis padres me abandonaron aquí, por unas creencias erróneas que ya no se profesan, vivo en el jardín, cerca del roble, siempre estoy aquí, lo que sucede es que nadie sabe verme, —explicó el niño.

     —Está bien, —replicó la mujer — ¿me pudieras dejar sola, por favor?

     —Claro que sí, señora, —repuso el niño

     — ¿Le puedo hacer una última pregunta?

     —Sí, dime, —contestó la mujer.

     — ¿Puedo ver a su hijo?

     —No se puede, —respondió tajante la mujer —el ataúd está sellado.

     —Está bien, pero ha de tener una fotografía que pueda ver, ¿verdad? —dijo el niño.

     La mujer rebuscó en el interior de su cartera, y encontró únicamente el panfleto donde aparecía el rostro del pequeño y se lo extendió al niño de camisa a rayas. Este, sin demostrar asombro, dijo:

     — ¡Él no está muerto!

     La mujer montó en cólera y casi abofetea al niño.

     —Pero qué dices insensato, ¡cómo se te ocurre decir algo así!, —exclamó la madre, casi exaltada, — ¿por qué dices eso?, ¿dónde le has visto?

     El niño, casi apenado, respondió:

     —Yo solo digo que no está muerto, está asustado; y si usted le habla, seguro saldrá de donde se encuentra.

     La mujer arrebató la fotografía de su hijo de las manos del pequeño y se dirigió al ataúd, para recostarse sobre él y romper en llanto de nuevo. El pequeño, apenado por lo que había causado, salió del recinto, no sin antes dar una última mirada a la madre que lloraba amargamente la pérdida de su pequeño.

     Doña Juana se frotó los ojos, conmovida y al mismo tiempo incrédula. El niño, por su parte, atravesó el umbral de la puerta y desapareció de su vista. Doña Juana siguió al pequeño sin hacer mucho ruido y al cabo de unos minutos el niño llegó hasta el jardín, ahí, detrás de un árbol se encontraba el pequeño Juliancito acurrucado, al que la policía había dado por muerto.

     “¡Sí que son ineptos!”, exclamó para sí, doña Juana, “aunque no sé qué significa esa palabra”.

     —Ya no llores, —replicó el niño a Juliancito. —Tu mamá está aquí y te sacará de este sitio.

     —De verdad, ¿mamá está aquí?, — preguntó entre lágrimas.

     — ¡Es verdad! ¡Así es! Así que ya no llores, —dijo el niño de camisa a rayas.

     —Has cumplido tu palabra, te estaré agradecido, —respondió el otro niño aun con un río de lágrimas sobre sus mejillas.

     —Es seguro que tu mamá vendrá, —afirmó el niño de la camisa rayada, —yo pude hablar con ella, y no tarda. Algunas no me quieren escuchar y otras se desmayan e intentan golpearme. Y sabes, ya no quiero que el jardín crezca.

     Eso fue lo último que doña Juana escuchó de los niños, porque dentro de la iglesia se había tornado un desorden que se escuchaba en todas direcciones y entonces ella se apresuró a ver qué pasaba.

     Al llegar, una multitud tildaba de loca a la madre del pequeño, mientras que otros simplemente decían que la complacieran. El marido de la mujer no sabía qué hacer.

     En eso entraron los sepultureros del pueblo un poco ebrios. Habían terminado su labor en el campo santo y se habían cansado de esperar.

     —Estaba anocheciendo y las nubes no podrán sostener más el agua que tenían, además ya no contábamos con licor y no es bueno andar de noche por esos parajes, —aclararon ambos hombres con más o menos palabras parecidas.

     El marido de la mujer de luto, le arrebató de las manos a uno de los hombres el martillo que llevaba con sigo y se dispuso abrir el ataúd.

     La muchedumbre horrorizada no sabía qué hacer, y muchos se echaron a un lado, para quedarse ahí como congelados en el tiempo. La mujer, vestida de negro, se mantuvo expectante, con su rostro parsimonioso.

     El hombre, como un loco, luchaba ferozmente por extraer los clavos con los que había sido sellado el féretro, hasta el punto de que lo hizo caer del banco en el que reposaba. La gente se comenzó a santiguar. Dos de ellos, al ver la escena, salieron en busca del cura que no había asomado aun tras el alboroto.

     Cuando el hombre logró abrir una abertura en el féretro, introdujo los dedos para aplicar toda su fuerza y abrirlo de una sola vez, al tiempo que la voz del cura resonaba en el recinto con unos “¡Blasfemia!”, “¡blasfemia¡”.

     El hombre, para sorpresa de todos, logró abrir el ataúd, y dejó ver el contenido en su interior. Muchos se taparon la boca en asombro de lo que veían, otros con los ojos desorbitados estaban impávidos.

     El hombre, que cayó de bruces, no se había percatado de lo que quedó a la vista de todo el mundo. La madre del fallecido se aproximó a una bolsa negra que brotó del féretro y, al abrirla, encontró cinco enormes piedras en su interior.

     La madre del pequeño, al saberse engañada, miró alrededor suyo y después de escrutar uno a uno a los presentes, que se encontraban igual que ella de sorprendidos, fijó su mirada en la puerta lateral de la iglesia, donde se encontraban, en fila, por decirlo de una manera, el cura, doña Juana y el niño de camisa a rayas, separado por unos pasos entre sí.

     La mujer se abrió paso, empujando al cura a un lado del camino; doña Juana pensó que venía por ella, pero al volver su mirada hacia atrás, se dio cuenta de que el pequeño salía a toda prisa hacia el jardín. La mujer pasó casi por encima de doña Juana siguiendo muy de cerca al niño y detrás de ellos dos, se fue doña Juana.

     Al llegar al jardín, el pequeño se refugió tras el viejo árbol. Las flores del jardín se balanceaban tímidamente, con una brisa que soplaba de algún lugar.

     La mujer se aproximó con cautela y al estar frente al pequeño, no articuló palabras. Solo se limitó a mirarle. Mientras tanto, en el interior de la iglesia se escuchaba un alboroto; parecía que todos opinaban en voz alta.

     Doña Juana y la mujer vieron cómo el niño les señalaba un punto en la tierra, donde aquella mujer se arrodillo y comenzó a escarbar con las manos, primero lento y después con prisa. Un relámpago se deslizó por el cielo para iluminar el panorama agrisado.

     Las voces que discutían en el interior del recinto se fueron acercando hasta el jardín. Se vio al cura aproximarse a toda prisa hacia la mujer, intentando frenar su labor de escarbar, pero fue intersectado por el marido de esta, que con una furia animal le lanzó por los suelos.

     Comenzó a lloviznar, y momento seguido, una lluvia copiosa caía acompañada de relámpagos que concluían con unos estrepitosos truenos.

     La mujer, poco después de ser interrumpida, reanudo su tarea, la que hizo con tal fiereza, que no tardó en que sus uñas llenas de tierra se incrustaran en otra bolsa negra, la cual extrajo con la ayuda de su marido.

     El pequeño, de camisa a rayas, al ver lo que estaba sucediendo, dio la espalda y comenzó a caminar por un sendero de flores blancas que solo doña Juana fue capaz de percibir.

     —No más flores en el jardín, —se le escuchó decir al pequeño que dejó un eco y se desvaneció en la nada.

     La mujer de luto acaricio una forma redonda dentro de la bolsa y sin saber de qué se trataba se la llevó a sus brazos. Balanceaba el bulto, como queriendo dormirlo, mientras cantaba con ternura.

     La mujer y su marido rompieron la bolsa, y entonces apareció el rostro de su pequeño, que parecía dormir plácidamente. El hombre le abrazó con ternura y poco después se puso de pie.

     El cura, al ver la escena, comenzó a escabullirse entre la multitud, que miraba atónita lo que estaba sucediendo.

     El marido de la mujer vestida de negro buscó con la mirada al hombre de sotana, que les aventajaba por unos cuantos metros en su huida. Enseguida la mujer y el marido salieron tras él, y dos hombres más dejaron a un lado su ensimismamiento, y también fueron en busca del cura.

     El sacerdote penetró en el interior de la iglesia, y se dirigió al altar mayor. Intentaba llegar a una puerta estrecha, donde sin duda quería refugiarse hasta la llegada de las autoridades, y así evitar el linchamiento de la enfurecida muchedumbre.

     En eso, un muy brillante relámpago iluminó toda la estancia, seguido de un fuerte trueno que hizo vibrar el recinto. Esto produjo que el crucifijo del nazareno se soltara de su colgadura, y cayera sobre el cura que quedó cara a cara con el crucificado.

     Ambos se miraban fijamente, penetrándose con sus ojos el uno con el otro…

     Doña Juana abandonó aquella escena, y caminó bajo la lluvia hacia su choza de láminas viejas, alumbrada solo con los relámpagos de la tormenta. Al llegar, se despojó de sus trapos de domingo, miró hacia los frijoles y se dijo que había perdido el hambre, encendió el puro y le dio unas cuantas caladas, sin interesarse por las advertencias del cura. Entonces, con mucha tristeza, se puso su camisón y se dispuso a dormir, para no despertar jamás.

 

 

 

 

 

 

 

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