El mundo no tendrá sentido por mucho que uno se lo busque o por mucho que se siente a esperar a que lo tenga durante un solo minuto por mera casualidad.
Como representación de esto mismo, se dio (porque así parece ocurrir todo ahora, como dado por el destino, como si no fuera responsabilidad de nadie) el absurdo de que empezó a celebrarse de nuevo el rastrillo de todos los domingos cerca del estadio de futbol de mi ciudad. Mi hija de once años, que adora el bullicio, el ambiente festivo del mercadillo y mirar ropa y juguetes antiguos en los puestecillos, me estuvo mareando durante media semana para que la llevara al enterarse, a saber cómo, de la noticia. Un poco reacio (más por volver a codearme con mis semejantes que por el supuesto riesgo) le tuve que prometer que iríamos aquella mañana de domingo de regreso a un “amago de normalidad”.
A pesar de lo que le gusta el mundo y la vida, mi hija es una fanática de los videojuegos. Cuando sabe que haremos un viaje de al menos media hora en coche se lleva consigo su Nintendo Switch para pasar el rato. Nunca he comprendido cómo puede ir mirando la pantalla sin sentir mareo dentro del coche… El caso es que llegamos a las inmediaciones del aparcamiento del rastrillo (decir rastrillo es una costumbre, porque el mercado de puestos abarcaba una amplia extensión de tierra seca y dura que se extiende a cierta distancia del estadio). La cantidad de gente que se arremolinaba en torno a la fila de automóviles que renqueaba hacia la exploración de una plaza libre era abrumadora. Me daba la impresión de que la gente había hecho viaje desde otros países y todo solo para poder hacinarse de forma masoquista en aquel amplio pero al fin y al cabo irrelevante mercado local. Aficionado al cine de muertos vivientes, me sentí impresionado al reconocer que la escena que contemplaba desde detrás del volante, y que nos envolvía oscureciéndolo todo, no tenía precio en lo que sería la contratación de extras para representar una multitud resucitada y rabiosa de hambre.
El sofoco se hizo patente con la reducción a apenas cinco kilómetros de la velocidad del coche y la emanación de la radiación de todos aquellos cuerpos en lento pero fluido movimiento. Ya iba a cerrar las ventanas para encender el aire acondicionado (previendo que tardaría en encontrar dónde aparcar) cuando de pronto una mano rápida se lanzó con impetuoso furor hacia el interior del coche por el lado de mi hija. Grité de rabia y miedo antes incluso de darme cuenta de que le habían quitado la consola portátil a mi hija con ese tirón. Por el rabillo del ojo seguí el movimiento del ladrón, que se daba de bruces contra las filas de cuerpos hacia más allá del maletero de mi coche. Puse el freno de mano y dejé que el coche se calara en primera al tiempo que abría la puerta sin cuidado y me lanzaba a perseguir al ladrón.
Oí que me hija me llamaba, que varias personas me insultaban por el golpe con la puerta, pero seguí avanzando, furioso. Grité señalando hacia delante, alarmando sobre la Switch robada y el hijoputa que se la llevaba, pero mi voz se perdía entre el clamor creciente de quienes empezaron a increparme y quienes se unían a ellos por muy distinto motivo. Algunas personas incluso empezaron a empujarme, desequilibrándome peligrosamente en mi obstaculizada carrera. Me dieron ganas de avanzar a puñetazo limpio: contra ese maromo robusto que me sacaba media cabeza, contra esa abuelita de cara apretada por el deslumbramiento del sol, contra ese chaval que me miraba ceñudo con los labios manchados de nata de su helado…
-¡Caballero! ¡Eh, caballero! -Esa voz se imponía entre el clamor rugiente y ofendido que se arremolinaba a mi alrededor, retrasándome a propósito en la persecución del ladrón. Mis gritos por auxilio y advertencia de su huida quedaban apagados-. ¡Caballero, deténgase un momento!
Se cernió sobre mí el hombre uniformado, seguido de cerca por un compañero que se afanaba por hacer espacio a codazos, empellones y duras órdenes. Ignoré a ambos, aturdido por la premura y la impotencia, y apenas les presté atención para gritar con ansiedad que me habían robado la Switch, y que el ladrón estaba allí delante (en ese momento, ya ni podía verle, en realidad). El policía me puso una mano en el pecho y me gritó que me calmara, tratando de hacerse oír entre el corrillo de gente que se dedicaba a recriminarme a mí mi actitud. Traté de regatearle para ir a dar alcance de nuevo al ladrón, pero solo sirvió para que su compañero me interceptara y procediera a inmovilizarme retorciéndome el brazo derecho contra la espalda, por encima de los riñones. Alguien (no tengo la menor idea de quién) aprovechó para romperme una botella de cristal en la cabeza. La pareja de polis (por lo que pude percibir) sacaron a relucir las porras, sacudiendo a diestro y siniestro, soltándome a mí un golpe tras la rodilla derecha, no sé si por casualidad o para evitar que me escabullera. Caí desequilibrado sobre las manos, lo suficiente para que alguien acertara a soltarme un patadón en la boca sin mucho esfuerzo. El aturdimiento consecuente sirvió para que la pareja de polis acertara a esposarme sin esfuerzo, logrando que la gente se calmara e incluso aplaudiera con emoción el “feliz” desenlace de la escena.
Aprovechando que me trasladaron (detenido) a la comisaría, y tras ofrecerse a advertir a mi mujer sobre mi situación, quise presentar enseguida mi propia denuncia, tanto por el robo como por las agresiones sufridas. Para lo primero, fui instado a dar una descripción del sospechoso (del que no pude dar señas reconocibles más allá de cierto color de su indumentaria) y a llevar cuando pudiera los datos de la consola portátil. Sobre las agresiones sufridas, y a pesar de los daños evidentes (aunque leves) en el cuero cabelludo y en el labio, me solicitaron un parte de lesiones que tendría que expedirme un médico en el hospital. En cambio, salí de allí señalado con una propuesta de sanción por incumplimiento contumaz.
Porque el ladrón, al igual que la muchedumbre que me cerró el paso, llevaba puesta diligentemente su mascarilla.