El alijo
Rafael Blasco López
Los últimos pasajeros que desembarcaron del vuelo procedente de Bogotá en el aeropuerto Adolfo Suárez, abandonaron la terminal de madrugada desperezándose entre bostezos.
Faltaba el pequeño hombrecillo trajeado, con gafas de culo de vaso y sombrero panameño. No dejaba de moverse irritado desde la boca que expulsaba las maletas en la cinta transportadora, para regresar después a su posición inicial.
Miraba a derecha e izquierda y se inclinaba a ras de la cinta tratando en vano de ver llegar sus pertenencias.
Se llevó los dedos a la boca y comenzó a morderse las uñas; primero la del dedo índice, luego el resto, una tras otra, escupiendo después pequeños pedacitos de los que algunos se pegaban a su chaqueta y otros caían al suelo.
Notaba como en la peor de las tormentas el ambiente electrificado, atosigaba su estado de ánimo hasta el punto de pensar en correr sobre la cinta en dirección contraria.
Al ver la cortina de plástico elevarse, su rostro mutó hacia una alegría incontenida. Su vieja maleta marrón de cuero, con sus oxidados cierres metálicos, su asa desgastada y sus esquinas roídas hasta mutar el color, se acercaba a él por fin.
Abrió sus brazos y esgrimió una infinita sonrisa. Al llegar a su altura se abalanzó sobre ella y la abrazó como al hijo pródigo llegado de lejos.
Los ojos del hombrecillo giraron veloces alrededor de sus órbitas; se mostró cauteloso primero, desconfiado hasta la locura después.
Comenzó a caminar despacio. Diez metros lo separaban de la salida, su trote se transformó en carrera hasta llegar a su objetivo. No vio aparecer los tres agentes del cuerpo de seguridad del estado que se interpusieron y detuvieron su carrera, tampoco escuchó la atronadora voz de uno de ellos gritarle a la altura de su rostro mostrándole la placa.
—¡Policía! Acompáñenos, se trata solo de un registro rutinario.
Sujetando con frenesí su propiedad, fue escoltado al diminuto cuarto en el que le indicaron que se sentara. Se descalzó para que registraran sus zapatos, su sombrero fue revisado hasta la última costura, igual que su chaqueta, lo cachearon y rebuscaron por todos los orificios de su cuerpo. Mil veces le preguntaron el motivo de su viaje, siempre respondía que volvía de sus vacaciones. Al no hallar nada, lo sometieron a rayos X por si se trataba de un mulero. Los resultados también fueron nulos.
Las palabras de uno de los agentes se clavaron en sus oídos como metralla ardiente.
—¡Abra la maleta!
El pasajero se acercó despacio a su posesión, casi llorando, lo que provocó que los agentes se relamieran en su interior de satisfacción. La certeza de hallar un alijo de droga en su interior, se encontraba a un par de “clips” de las pestañas metálicas.
Triste, abatido y melancólico, el hombrecillo abrió tan despacio la maleta que uno de los agentes se preparó para esposarlo ante la evidencia que se avecinaba.
La cara de los policías cambió hasta un blanco polar jamás visto en la piel humana. Como si fueran un coro musical, los tres exclamaron la misma palabra al unísono.
—¡Vacía!
Comprobaron que no escondiera mercancía en un doble fondo, rasgaron la tela de la parte superior y vertieron un líquido por diferentes partes para certificar que no había portado cocaína.
Todo resultado fue negativo. Hasta el pastor alemán que trajeron para oler la maleta permaneció con la misma expresión de decepción y fracaso.
—¿Por qué viaja con una maleta vacía y de qué tiene miedo si no trae droga? —preguntó irritado uno de los agentes.
El viajero respondió con cautela y timidez.
—No está vacía, está llena. Tenía miedo de perderlo todo…
Los policías se miraron entre sí, uno de ellos rotó su dedo índice junto a su sien antes de exclamar exasperado.
—¡Claro, está repleta! Ande, ciérrela y márchese.
El pasajero se ajustó sus gafas, recompuso su ropa y cerró la maleta. La sujetó como si fuera su hijo y se dispuso a abandonar el habitáculo en el que fue interrogado. El mismo agente le lanzó otra pregunta, esta vez con ironía.
—¿De qué está llena, de aire?
El hombrecillo respondió sin girarse.
—No. Está llena de sueños, por eso no quería perderlos.
Otro de los policías le preguntó intrigado antes de que se marchara.
—¿A qué se dedica, caballero?
El pasajero se giró hacia los tres, los miró por encima del asa de su maleta y exclamó con todo el orgullo de su corazón antes de desaparecer.
—Soy poeta.