15 octubre, 2024

Daniel Canals Flores no deja jamás de escribir y publicar sus relatos y novelas. Hemos perdido la cuenta de las que han pasado por nuestro blog, esperamos que su tinta nunca se acabe y continúe con su prodigiosa creatividad. Nosotros estaremos encantados de colaborar con la difusión de su obra.

Creemos que merece la pena para los lectores poder disfrutar de historias repletas misterio y terror, de personajes enigmáticos y de situaciones inverosímiles. La sorpresa es otro de los ingredientes que podréis encontrar habitualmente en sus escritos y, en este caso, Divorcio Diferido IV es una muestra de estas excelentes cualidades que tanto gusta a los lectores adictos a su droga: la buena literatura de terror.

El autor quiere regalaros una parte de esta novela. Seguramente después de leer sus primeros capítulos necesitaréis más… y más y más.

Y ahora… ¡que comience la función!

Prólogo de Eliana Soza

Divorcio Diferido IV La batalla de las almas, es el cuarto libro de una saga que comenzó con un relato en una plataforma para escritores. Allí, Daniel Canals publicaba capítulo a capítulo, generando gran expectativa en sus lectores. La historia fue creciendo hasta transformarse en una novela corta. Sin embargo, la imaginación desbordada del escritor, su lenguaje preciso e imágenes bien engranadas no se quedaron ahí, sino que derivaron en una precuela. Así nació Divorcio Diferido II El sueño de Berenice, ambientada en época, espacio temporal que el autor logra dibujar como si fuera una pintura realista, profundizando esta vez la trama. Sus personajes cobraron una complejidad innegable y la relación con el texto anterior hacía más emocionante seguir el hilo que conducía su lectura.

Cuando Daniel maduró y escribió Divorcio Diferido III El aquelarre, llevó la acción a una época anterior; los acontecimientos seguían mutando y envolvían en situaciones inquietantes y terroríficas a quienes las leían. El Señor de las tinieblas iba introduciéndose gradual, pero inexorable en medio de las páginas, demostrando que la guerra entre el bien y el mal es el motor de la historia de la humanidad. Además, cómo un artilugio plagado de malignidad, objeto central de todos los libros, puede corromper a cualquiera, a tal punto de crear un devenir de maldiciones, muertes y dolor.

Es indudable la habilidad del autor para dar cuenta de personajes fuertes y nobles que luchan siempre contra la oscuridad y con quienes quisieras identificarte, aunque también los villanos son tan insinuantes y atractivos que pueden hipnotizar a cualquier lector.

Divorcio Diferido IV La batalla de las almas, fue un reto mayor porque tenía que cerrar el círculo abierto con el primer libro y debía encontrar el final preciso, que solo en la cabeza de Canals podía haberse desarrollado y lo consiguió. Esta vez, es la secuela de la historia que comenzó todo.Podrás conocer los caminos que tomaron Thomson, Berenice y Madame Clerk, además de la presentación de otros personajes como el Dr. Balguimor y Cheng, (El villano del relato El extraordinario caso de Susan Malcolm,del mismo autor). Los vínculos que los unen y los separan no te dejarán apartar la vista de las páginas.

Otro aspecto que disfrutarás es cómo el autor retoma personajes que vuelven de otros tiempos y espacios a proteger o cobrar venganza. Por esta razón, si leíste las historias anteriores, vas comprendiendo y asombrándote del universo creado con la saga.

Después de leer el último párrafo del cuarto tomo, reflexiono y llego a la conclusión de que solo un ser tan metódico, exigente y experto en el arte de narrar podía haber creado esta odisea tan bien entretejida. Como él mismo dice: “algunas veces, era capaz de escribir el relato del final hacia el principio o de la mitad a los extremos, sin perder el hilo general”.

Cada uno de los cuatro libros puede ser leído de forma independiente, pero si tienes la oportunidad de leerlos todos, te lo recomiendo. Así te sumirás en un delicioso y escalofriante camino de horror y terror que no te dejará dormir varias noches seguidas.

Capítulo I

Una extraña invitación…

Las sombras del crepúsculo abrazaban el augusto edificio del museo, cuando los perros que guardaban la finca comenzaron a aullar sin ningún motivo aparente. En el sótano, el doctor Balguimor y Cheng, su ayudante, transportaban en una camilla con ruedas el cuerpo desvanecido de un indigente hacia la sala de autopsias. Allí, en medio de la diáfana estancia, había un tanque de vidrio transparente repleto de una viscosa sustancia de color verde fosforescente, una mesa metálica con varios cajones llenos de instrumental quirúrgico, dispuesta para efectuar operaciones, una gigantesca cámara frigorífica y una especie de máquina filtradora llena de tubos y conexiones. Un fuerte olor a fenol impregnaba la aséptica atmosfera.

—Desnúdale y sumérgelo en el interior, mañana espero una visita importante y debemos preservarlo. No quiero que se inicie el proceso de descomposición cuando fallezca.

El asiático, sin responder, cogió las tijeras y cortó los harapos que cubrían al vagabundo, que permanecía inconsciente. Preparó un potente tranquilizante y, mediante una jeringuilla metálica, lo inyectó en el brazo del “paciente”. Media hora más tarde, el diligente ayudante, siguiendo al pie de la letra las instrucciones recibidas, introdujo el cuerpo inerte y desnudo, aún vivo, en el tanque. Para facilitar su trabajo, Cheng utilizó un sistema de poleas, unidas a un contrapeso, que colgaban del techo y unas cinchas de sujeción. El desdichado flotó un instante, antes de sumergirse, borboteando entre ligeros espasmos involuntarios. Su muerte fue casi instantánea.

Abandonando la tétrica estancia, el doctor ascendió las escaleras, cerró la pesada puerta con llave tras de sí y abrió la contigua, accediendo a su despacho. Una vez allí, colgó su chaqueta, atizó los rescoldos de la chimenea y se sirvió una dosis del licor contenido en una botella de vidrio tallada. Paladeó la bebida, se quitó los zapatos, programó un despertador y se arrellanó en el mullido sofá. Muchas noches pernoctaba allí mismo.

Cerca de las diez de la mañana el tintineo del reloj le despertó. Procedió a lavarse las manos en una jofaina, se peinó, atusó su ropa con prolijidad y, tras comprobar su aspecto en un espejo, se sirvió una taza de café. Media hora después, el timbre de la entrada anunció la tan esperada visita. Dobló el periódico que estaba leyendo, apagó el cigarrillo y cogió la chaqueta del perchero dispuesto a recibir a su insigne invitada. A través de la cristalera, situada bajo el umbral de la entrada principal, pudo contemplar a Madame Clerk acompañada por su asistenta.

Ambas mujeres admiraban el contorno de la finca rodeada por una muralla de setos, podados y coronados con espino, para evitar las visitas indeseadas.

—Les doy la bienvenida a nuestras instalaciones, permítanme sus abrigos —saludó afable, el doctor, nada más abrir la puerta.

—Agradecemos mucho su invitación, Dr. Balguimor, aunque debo confesarle que me siento algo confusa —respondió la médium mientras se despojaba de su capa.

Madame Clerk llevaba un elegante vestido negro adornado con ribetes y arabescos dorados. Lucía su larga melena lisa y nívea. Balguimor, que la conocía solo por referencias, no pudo dejar de admirar su belleza. Berenice también se quitó el abrigo; en aquella estancia hacía un calor inusual.

—Antes de explicarle el asunto que nos reúne, me gustaría enseñarles nuestra humilde exposición. No la inauguramos hasta el próximo domingo y el museo aún permanece cerrado al público, así que nadie nos molestará —propuso Balguimor, a la vez que colgaba ambas prendas en un pequeño vestuario situado en un lateral del zaguán.

Desde los ventanales abiertos de la sala que albergaba la exposición se veía el extenso y cuidado jardín. En un perfecto orden preestablecido los visitantes del museo podían contemplar en sus vitrinas una gran colección de piezas exóticas, algunas únicas en su género, relacionadas con la magia, el esoterismo, el ocultismo y las artes adivinatorias. En las paredes de ambos lados se observaban aún varios andamios y un indisimulable olor a pintura fresca dominaba la estancia.

En la primera sección, dedicada al tarot, Madame Clerk quedó cautivada. Los exquisitos mazos de cartas, abiertos en abanico, eran una verdadera joya para cualquier tarotista. La Muerte, El Loco, La Estrella, El Diablo, El Sol, La Rueda y el resto de arcanos mayores aparecían representados en todas ellas, pero cada baraja era única e irrepetible debido a su origen o a la persona a la que había pertenecido. El expositor contenía, entre otros originales, una reproducción incompleta del primer mazo conocido: el Visconti-Sforza. Estaban también el cíngaro, el marsellés, el egipcio, el Rider Waite, etc.

Una de las barajas capturó la atención de Madame Clerk. Aparte de incompleta, los bordes de los naipes estaban calcinados y las imágenes se mostraban algo ennegrecidas.

—Este tarot perteneció a la condesa rusa, Caterina Elianka, amante y colaboradora de Rasputín. Como saben, ambos fueron asesinados en el palacio de Yusúpov. La baraja, obsequiada por ella, fue encontrada junto al cadáver del oráculo en el bosque de Pargolovo mientras lo estaban incinerando y alguien rescató el mazo antes de que ardiera por completo —añadió el erudito doctor—. Es una de nuestras más recientes adquisiciones y aparte de extraña, su valor es incalculable. ¿Domináis las cartas, Madame Clerk?

—Mi especialidad es la quiromancia, pero también practico la cartomancia a veces. No obstante, mi baraja no tiene punto de comparación con las suyas. Le felicito.

—También tengo entendido que es usted médium… —continuó Balguimor, de pasada, como restándole importancia al asunto.

Berenice y Madame Clerk intercambiaron una fugaz mirada de complicidad antes de responder:

—Sí, es cierto, aunque hace mucho tiempo que no utilizo esta habilidad.

«La última vez casi te cuesta la vida», le recordó Berenice a través de su mente.

Continuaron en silencio admirando las piezas expuestas tras las vitrinas. La segunda sección de la exposición estaba dedicada a la magia de civilizaciones y tribus ancestrales: máscaras africanas utilizadas en oscuras ceremonias, muñecos vudús, vestimentas de chamanes, pipas talladas, lanzas, amuletos, afilados machetes, cuchillos rituales con elaboradas empuñaduras y un extenso herbolario con muestras de todo tipo de plantas y semillas como la ayahuasca, el peyote o la coca, utilizados por los indígenas para provocar sus visiones místicas.

—Sin ánimo de parecer indiscreta, doctor, me gustaría hacerle un par de preguntas —dijo Madame Clerk.

Sin esperar su aprobación, aventuró:

—¿No teme que entren a robar?

Balguimor respondió impasible:

—Desde aquí no pueden verlos, pero tras esa balaustrada de piedra, disponemos de una jauría de feroces mastines que vigilan el perímetro de la finca durante la noche y la policía acostumbra a efectuar rondas periódicas por las inmediaciones, —añadiendo—: mi asistente y yo también vivimos aquí, en un edificio anexo.

«Necesito ir a la toilette», comunicó Berenice.

—Dr. Balguimor, ¿puede indicarle a mi asistenta donde está el aseo de señoras?

—Por supuesto, solo tiene que salir por el otro extremo de la sala —indicó con amabilidad.

Mientras Berenice se dirigía a la zona indicada, Balguimor y Madame Clerk, continuaron con la conversación:

—¿Dónde consigue los fondos para mantener el museo?

La pregunta arrancó una sonrisa al doctor:

—Con aportaciones privadas de los socios que forman la Sociedad Espiritista y, también, percibimos una generosa subvención gubernamental.

—¿Del gobierno?

Madame Clerk comenzó a intuir el oculto interés que tenía la inesperada invitación de su anfitrión. Mientras la preguntan de la médium aún flotaba en el aire, Berenice entraba al cuarto de baño. Unos minutos después, cuando se disponía a salir, observó enfrente dos puertas contiguas. Se entreabrió una de ellas, apareciendo un tipo, con aspecto asiático, cargando un puñado de harapos entre sus brazos. No la vio. El joven, liberando una de sus manos, cerró la puerta con llave y desapareció por uno de los laterales del ancho pasillo. Al entrar a la sala, de nuevo, Berenice escuchó la voz del doctor:

—Muchas de estas piezas pertenecen a colecciones privadas y son cedidas en depósito.

La tercera sección era la más extensa y surtida en cuanto a los objetos comentados por el doctor. En ella se exponían gran variedad de reliquias sacras: orbes, antiguos y lujosos relicarios con forma de arquetas, ostensorios, bustos… Al fondo podía observarse una reproducción de la esfinge egipcia, una efigie del bárbaro dios Moloch realizada en bronce y un primitivo altar romano utilizado para la interpretación de las vísceras de los animales antes de las batallas. A continuación, había otra colección con tablas de la ouija, péndulos, varas de zahorí, bolas de cristal y unas indefinidas herramientas mágicas provenientes de tiempos oscuros y subdesarrollados: runas, huesos de animales, piedras de sílex, cráneos agujereados…

Mientras admiraban la exposición, Madame Clerk y el doctor continuaban estudiándose uno al otro. Balguimor remarcó justo al pasar ante las ouijas:

—Supongo que reconoce estas tablas, madame.

—Claro que sí —respondió la médium, contraatacando—. Por cierto, ¿tiene usted alguna habilidad mágica o adivinatoria?

—No, mi interés en lo esotérico es científico, aunque siento una gran fascinación por todo lo relacionado con las ciencias ocultas. Mis estudios se centran en la potenciación de estas habilidades mediante la experimentación.

—¿Qué actividades desarrollan en la Sociedad Espiritista? ¿Son también científicas o solo lúdicas? —preguntó de nuevo, Madame Clerk, mostrando un gran interés.

—Debe saber que para pertenecer a la Sociedad no es suficiente con disponer de unos recursos económicos considerables. En la admisión, requerimos una cierta dosis de sensibilidad espectral.

—Así que los socios son también médiums… —dijo Madame Clerk sin esperar su réplica—. Interesante, muy interesante.

Se aproximaba el mediodía cuando visitaron la cuarta zona de la exposición. Al lado de una fidedigna reproducción de un caldero destinado al aquelarre, había unos paneles en los que se exhibían fotografías de hechiceros, brujas, reconocidos magos y médiums en medio de sus escabrosas sesiones. Podían contemplarse extrañas imágenes de ritos y lugares considerados como “energéticos”. En otras vitrinas horizontales, custodiados bajo llave, habían dispuesto varios antiguos grimorios originales, cuyas páginas abiertas mostraban conjuros, recetas de pócimas, dibujos y grabados arcaicos de criaturas sobrenaturales. Una vez finalizada la visita, Balguimor, fue directo al grano:

—Me gustaría pedirle un favor, Madame Clerk. ¿Estaría dispuesta a dar una conferencia a los miembros de la Sociedad Espiritista acerca de su propia experiencia sobre la materia? Por supuesto, sería bien remunerada por ello.

—Como usted mismo ha dicho, Dr. Balguimor, a veces el dinero no lo es todo. ¿Solo debería pronunciar una conferencia o se espera algo más de mí?

Balguimor, buen conocedor de la psicología humana sabía que su interlocutora, aparte de inteligente, no era una persona cualquiera, así que optó por sincerarse desde un principio:

—Digamos que, tras pronunciar la conferencia, queremos proponerle un asunto delicado y confidencial que puede repercutir en un gran avance científico. Por supuesto, usted tendrá la última palabra al respecto y, si no le interesa nuestra propuesta, siempre podrá declinarla. Pero no avancemos acontecimientos, mi intención es que conozca primero al resto de miembros de la Sociedad y juzgue el alcance de nuestro proyecto per se.

«Vámonos, no me gusta este tipo ni este lugar», proyectó Berenice.

—Siento cierta curiosidad por escuchar su propuesta, déjeme pensarlo…

Al salir les esperaba un taxi solicitado por el propio doctor. Desde la ventanilla, Madame Clerk comprobó que ningún cartel externo anunciaba la existencia del museo ni de la Sociedad Espiritista.

«Le gustas», emitió Berenice sin mirarla.

«Lo sé», respondió Sofía Clerk.

En el sótano, el cadáver preservado del mendigo seguía flotando en el jugo. Ni en sus peores pesadillas etílicas aquel pobre diablo hubiese podido imaginar su infortunado y fatal deceso.

Una conferencia especial…

Los asistentes que llevaban un buen rato sentados, ocupando la totalidad del aforo del auditorio del museo, enmudecieron al ver aparecer a la famosa vidente. Los espiritistas de la Sociedad mostraban un respeto reverencial ante la augusta presencia de la ponente. Para inmortalizar el acontecimiento, el propio Cheng registró la escena, realizando unas cuantas fotografías de rigor.  Desde el estrado, Madame Clerk inició su parlamento ante sus distinguidos colegas:

—En esta conferencia voy a tratar de explicar cómo hay que penetrar en el Más Allá sin pagar un alto precio por ello.

La médium no pudo dejar de observar que la mayoría de los invitados tenían el cabello blanco como ella misma, fruto de sus incursiones por los senderos de ultratumba.

—Solo se pueden invocar los espíritus que están en el limbo, aquellos cuyo destino final aún está por definir…

Alguien indefinido entre el público, le interrumpió:

—¿Qué destinos hay?

—Los conocen a la perfección, son lo que denominamos Cielo e Infierno, según proceda o si lo prefieren: el Jardín de las Hespérides y el Tártaro, para los no creyentes; cualquier analogía sobre el bien y el mal puede ser aceptada.

Una ola de murmullos recorrió la sala.

—Ha comentado que solo las almas invocablesson las que están en el limbo. ¿Qué hay acerca de las que moran en el Purgatorio? ¿Se pueden invocar? —preguntó, de nuevo, la voz anterior.

—Sí, porque aún no han entrado en el Cielo.

Balguimor, situado cerca de ella, creyó conveniente intervenir:

—Queridos colegas, dejen las preguntas para luego. Estoy convencido de que, Madame Clerk, se prestará a responder todas sus dudas cuando termine la conferencia.

Al cabo de una hora la sala tronó en una intensa ovación. Mientras la médium acababa de responder a las preguntas que le planteaba el público, Balguimor con semblante severo, se dirigió a Cheng en voz baja:

—Cuando acabe, procura que no nos importunen. Acompaña a los invitados hacia el exterior y cerciórate de que no quede nadie en el recinto —añadiendo—: luego, suelta a los perros.

El joven asintió. Al escuchar los primeros aplausos que anunciaban el cierre del acto, el doctor, se dirigió a Madame Clerk:

 —Ha estado sublime. Sígame, por favor, me gustaría comentarle algo a solas —dijo, acompañando sus palabras con un gesto que indicaba una puerta lateral.

—Es usted un adulador.

Sin más preámbulos, ambos salieron en dirección al despacho de Balguimor; en el enmoquetado pasillo aún retumbaba el eco de los aplausos. Una vez allí, el doctor adoptó un tono amable y seductor:

—¿Le apetece tomar algo?

—No, gracias.

—Si no le importa, me serviré una copa mientras charlamos.

Madame Clerk posó sus ojos en una especie de almirez situado al lado de las botellas del mueble-bar.

—¿Es una pieza del museo? —preguntó con curiosidad.

—Sí, pero es falso, una baratija india sin valor alguno; lo uso como pisapapeles—explicó con una sonrisa.

Tomaron asiento en el sofá. Introduciendo la mano en el bolsillo de su chaleco, Balguimor extrajo un cheque doblado.

—Estoy intrigada, doctor.

—Aquí tiene el pago por sus servicios.

Desdoblando el papel, la médium comprobó la cantidad y dijo:

—Es tres veces más de lo que acordamos.

—Lo sé. Me gustaría hacerle otra propuesta.

—¿Desea que pronuncie más conferencias?

—Quiero que se involucre en nuestro proyecto espiritista; si acepta, en cada sesión, recibirá un cheque como este en pago por sus servicios y su confidencialidad.

«La oferta es tentadora, —no dejó de pensar Madame Clerk—, además trabajaríamos juntos».

—Le facilitaré una copia del contrato privado que le proponemos y, si decide aceptar, devuélvamelo firmado.

De regreso a la herboristería, lugar en el que todavía seguía viviendo junto a Berenice, mantuvo una pequeña discusión con ella:

«Llegas tarde, Sofía», pensó con acritud.

«El doctor Balguimor me ha hecho una propuesta difícil de rechazar», respondió la médium.

«Te gusta, ¿verdad?, tus ojos brillan de forma inequívoca cada vez que hablas de él».

«No voy a negar que le encuentro atractivo, pero mi interés es solo profesional».

Berenice desapareció por el angosto pasillo, maldiciendo en su mudez.

Capítulo II

En otro lugar, bajo el sol…

El ataúd de Beatriz flotaba, vacilante y solitario, en medio del mar, meciéndose como un tapón de corcho abandonado en el interior de una barrica. Era mediodía y un sol abrasador azotaba la espalda de Thomson; sus agrietados e inertes labios eran una costra de pura sal. Muy arriba, en el cielo, una gaviota volaba ingrávida calibrando si en aquel deshidratado cuerpo habría algo de su interés. El abogado tuvo suerte de permanecer con los ojos cerrados: era el plato preferido del vultúrido que acostumbraba a rebañar las cuencas hasta el hueso.

Dos días atrás, se había resignado a morir abrazado al féretro de su amada, pero la providencia no se lo iba a poner fácil. Su insólita embarcación fue avistada por unos pescadores que le acercaron a la playa con sumo cuidado y precaución. No paraban de santiguarse pensando con ingenuidad que el muerto del interior había decidido salir a tomar el aire. Al arribar, se apartaron temerosos. No se atrevían ni a tocarle hasta que uno de ellos, el más osado, optó por lanzarle un cubo lleno de agua fría que al contacto con el ardiente y ennegrecido cuerpo, provocó en él un violento espasmo.

Al parpadear, vislumbró una criatura pequeña y descalza con unos inolvidables ojos azules que se acercó y le acarició la cara con ternura; no le tenía ningún miedo. El gesto de la niña tranquilizó al resto de los presentes que, tras ponerle en pie, trataron de iniciar un diálogo en una lengua extraña y desconocida para él. A consecuencia de los dañinos efectos del sol, el cansancio y de la abrumadora sed que invadía su cuerpo, su visión se tornó borrosa y cayó desmayado sobre la arena.

Le levantaron, llevándole hacia unas cabañas cercanas. Los habitantes de la misérrima aldea, que se habían congregado alrededor del ataúd, decidieron desmontarlo para aprovechar la lujosa madera. Al arrastrarlo y sacarlo del agua, notaron su extraordinario peso. El mismo hombre que había remojado al abogado, hizo palanca con un recio remo, arrancando la cerradura que sellaba el féretro. Un olor espantoso le obligó a retroceder entre intensas arcadas: el cadáver estaba agusanado y medio podrido debido al calor acumulado en el interior.

Los aldeanos, asqueados, cerraron la tapa como pudieron y al descender el sol por el horizonte, le prendieron fuego. Beatriz no sufrió en absoluto, hacía tiempo que su alma había abandonado aquel cuerpo pastoso.

Semanas antes, en el fondo del mar…

El matrimonio Clermont no tuvo que esperar demasiado para desvincularse por completo, al menos, físicamente. Sus despojos no tardaron mucho en ser consumidos por una miríada de voraces peces que penetraban a través del boquete lateral del gigantesco ataúd que contenía sus cadáveres y aún permanecía encajado entre dos grandes rocas.

El antebrazo de Ana Marie Clermont, arrancado de cuajo con el anillo maléfico enganchado en una de sus falanges, apareció en la remota playa tres semanas después de la inundación. La misma niña que había acariciado el rostro ardiente del abogado, recogió el brazo y confundiendo la joya con una de los miles de piedras de colores que poblaban la arena, lo guardó en el único bolsillo de su vestido, devolvió los huesos al mar y siguió jugando, ajena a la tormenta que se aproximaba.

Thomson se revolvía inquieto en el interior del refugio donde los lugareños solían guardar sus embarcaciones, preservándolas durante el mal tiempo. La curandera del poblacho marinero, que se encargaba de su recuperación, le había untado un ungüento maloliente, envolviendo después su cuerpo con emplastos y algas marinas; le visitaba un par de veces al día para renovarlos y alimentarle, de paso. Tumbado en un improvisado catre, el abogado llevaba tres semanas sumergido en un delirio constante. Por efecto del ungüento mágico, sufría la misma pesadilla una y otra vez.

En el sueño, rememoraba la escena donde había hallado muerta a su amor platónico, aunque con algunos matices distintos. Beatriz flotaba inerte, blanca y etérea, sobre unos troncos encallados en el dique; llovía a raudales. Podía verse a él mismo arrodillado junto al cadáver hasta que su amada abría los ojos y le hablaba; no sabía discernir qué era lo más aterrador, si la resurrección inesperada o el marcado tono de ultratumba diciéndole:

—¡Amor mío, veeen conmigo! ¡Caminemos juntos hacia la eternidad!

Al aceptar su ofrecimiento, el escenario adquiría un tono llameante parecido al Averno… Allí, desde un desolado montículo, podían contemplar cómo los cadáveres ahorcados de los ajusticiados, atados de pies y manos, se balanceaban violentos en sus sogas, mecidos por los vientos tempestuosos que azotaban la atalaya infernal…

A través de la sucia capa de salitre del único ventanuco de la choza donde se encontraba recuperándose el abogado, se difuminó una pequeña cara. De forma inapreciable, Thomson, entreabrió uno de sus párpados y apenas vislumbró a la niña de los ojos azules. Permanecía plantada e indecisa, en la entrada, como evaluando si debía pasar o no. Sus rizos flotaban en el aire cargado de electricidad; detrás de ella, a lo lejos, el vendaval azotaba el mar, enfureciendo las olas.

Venciendo la incertidumbre, la niña entró y se arrodilló a los pies donde yacía el enfermo; manipuló un par de bultos debajo de la cama y extrajo lo que andaba buscando: un pequeño cajón de madera lleno de conchas y piedras de colores; volcó el contenido del bolsillo y lo ocultó de nuevo.

El ventanuco reflejó un prolongado relámpago y no tardó en escucharse un poderoso trueno que hizo vibrar el cobertizo. La niña miró al enfermo, durante un instante fugaz, para asegurarse de que dormía y no había descubierto su secreto. Después, salió corriendo.

Los dos viejos marineros que iban a poner una de las barcas a cubierto, dieron un respingo al ver aparecer a Thomson, descalzo, bajo la lluvia y enfundado aún con las algas que asomaban por su pecho. Su aspecto enloquecido, en medio de los relámpagos, asemejaba una aparición fantasmagórica. Unos instantes antes, reincorporándose del camastro como un resorte e impulsado por una poderosa energía, había arrasado el cajón de la niña, cogido el anillo y salido al exterior, mostrándose ante los atónitos hombres.

—¡¿Dónde está Beatriz?!

Lo que el abogado había considerado al arribar a la playa como un idioma desconocido era, en realidad, una jerga local. No se encontraba demasiado lejos de la ciudad, apenas a unos escasos treinta kilómetros.

—¡¿Qué habéis hecho con el ataúd?! —preguntó inquieto, inspeccionando la playa a lo largo.

Uno de ellos, tras reconocerle, respondió:

—Tuvimos que incinerarlo y esparcir las cenizas a los cuatro vientos. —A la vez que indicaba la extinta pira.

—¡¡Nooooooooooo!! —gritó, loco de dolor, mientras salía corriendo en medio del temporal—. ¡¡Nooooooooooo!!

El anillo, aún en su puño, lanzó un sutil destello.

Primera sesión…

Tras descender en un montacargas, situado en un extremo de la sala de conferencias, Balguimor y Madame Clerkllegaron al acceso a la sede de la Sociedad Espiritista. Al accionar el interruptor de la luz, un sinfín de luces indirectas iluminó la “sala hexagonal”. La médium quedó impresionada al observar la sorprendente instalación dedicada, en exclusiva, a la comunicación ultra terrenal. Las seis paredes, carentes de ventanas, estaban cubiertas de poderosos símbolos esotéricos que dotaban a la estancia de una energía especial; sobre el suelo enmoquetado, justo en medio, había una gran mesa redonda rodeada por trece sillas tapizadas de color negro, menos una en rojo que indicaba la presidencia. Encima, descansaba una tabla de la ouija más grande de lo habitual, que cubría casi toda su superficie, y el vaso correspondiente.

En una pared lateral, quedaba disimulada una pequeña cabina acristalada y en la opuesta había instalado una especie de proyector cinematográfico montado sobre un trípode. Los cables que hacían funcionar el aparato, quedaban disimulados bajo la moqueta.

—Supongo que tiene muchas preguntas acerca de esta sala, Madame Clerk. Voy a tratar de responder algunas con una breve explicación.

—Se lo agradezco, estoy algo desconcertada.

—En el interior de esa cabina hay una máquina de estenotipia. Una taquígrafa va registrando las palabras de los asistentes, que escucha a través de un altavoz, y las que aparecen en la tabla, de ahí su inusual tamaño; las observa con un ingenioso juego de espejos instalado en el techo. Lo registramos todo para su posterior estudio —recalcó Balguimor.

Un timbre anunció la llegada del resto de convocados a la sesión. Al abrirse la puerta del montacargas, apareció una chica con aspecto de secretaria: una tímida joven, morena con el pelo recogido que vestía un ajustado traje chaqueta gris y llevaba una carpeta en la mano; fue directa a la cabina sin decir una sola palabra. «La taquígrafa», pensó Sofía. La acompañaban seis señoras, la mayoría de avanzada edad, que fueron tomando asiento en las sillas negras de la “gran ouija” dejando una vacía, entre ellas.

—¿Va a participar, Madame Clerk? Si lo prefiere puede esperar en mi despacho y le diré a Cheng que avise a un taxi.

—Me quedaré y así nos vamos conociendo, ¿no cree, doctor? Si tenemos que colaborar de forma asidua es mejor iniciar cuanto antes las relaciones entre nosotros.

—De acuerdo. Por favor, ocupe la silla roja y presida la mesa. Como podrá comprobar, estas damas tienen ya experiencia en el asunto.

A Sofía no se le escapó el detalle de la finalidad que tenía la “íntima” reunión programada: pretendían probar su propia fuerza invocadora. Aunque su fama la precedía, nadie de los presentes había asistido nunca a ninguna de sus sesiones. A pesar de las continuas advertencias de Berenice, tras años de inoperancia, se sentía con suficientes fuerzas y conocía sus propios límites a la perfección. Balguimor, para no perder ni un detalle, se instaló al lado de la taquígrafa.

Madame Clerk, tras mirar durante unos instantes a cada una de las mujeres, inició la sesión de espiritismo:

—¿A quién queremos invocar?

Una de las damas, enlutada y llorosa, murmuró con una acentuada tristeza:

—A Anabel Fer, mi difunta hija. Falleció hace dos semanas por culpa de una extraña fiebre. No pudimos hacer nada por ella.

—¿Tiene algún objeto suyo? —preguntó Sofía.

—Sí, he traído su lazo de pelo —respondió afligida, pasándolo a través de las asistentes hasta la afamada médium que, cogiendo el preciado objeto sentimental en su mano, dijo con un tono hipnótico:

—Cierren los ojos, concéntrense y relajen su cuerpo…

Las damas, siguiendo sus instrucciones, la oyeron murmurar in crescendo una serie de palabras incomprensibles hasta que tronó una invocación que reverberó en la sala:

—¡Anabel Fer! ¡Anabel Fer! Yo, la comunicadora entre los vivos y los muertos, te invoco sobre esta tabla. ¡Anabel Fer! ¡Anabel Fer! Te exhortamos a que aparezcas ante nosotros.

Luego, ordenó al grupo:

—Abran los ojos.

—¡Anabel Fer! Si estás entre nosotros, manifiéstate con un golpe.

¡Toc!

—¡Anabel Fer! Confírmanos tu identidad con dos golpes.

¡Toc! ¡Toc!

El aire de la sala se podía despedazar con un cuchillo.

—¡Anabel Fer! Responde con tres golpes ¿Vas a responder las preguntas de los vivos?

¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!

—¿Cuál es la primera pregunta? —interrogó Sofía con el pelo de punta debido a la electricidad estática generada.

La madre dijo con voz temblorosa:

—Anabel, ¿echas de menos a mamá?

El vaso, que hasta aquel momento había permanecido inmóvil, se desplazó en dirección al SÍ.

—¿Estás bien, hija mía?

NO.

—¿Qué ocurre, hijita?

El vaso formó una frase:

T, E, N, G, O, M, I, E, D, O.

Sin que nadie se percatara, Balguimor, se puso en pie y accionó con sigilo unos conmutadores. La mitad de las luces se apagaron y el proyector, tras un agudo y breve zumbido, cobró vida lanzando a través de su sistema óptico varios haces entrecruzados de luz azulada que fueron desplazándose por la sala, materializando la imagen holográfica de una niña pequeña con el pelo largo y un vestido blanco plisado. Parecía asustada.

Balguimor, en voz baja, tuvo que llamar al orden a la boquiabierta taquígrafa que no tecleaba. Aunque había asistido a un par de sesiones con bastante escepticismo por su parte, la pobre chica no llegó a ver en funcionamiento el extraño proyector ni su eficacia…

—Siga escribiendo, estúpida —susurró despectivo.

Las médiums, ajenas a la luz, siguieron con la sesión y la Sra. Fer con el interrogatorio:

—¿Por qué, hija? 

A, Q, U, I, NO H, A, Y, N, I, Ñ, O, S.

—No tengas miedo, amor mío, mamá pronto estará contigo —sollozó a través de sus blanquecinos ojos.

V, E, N, P, R, O, N, T, O, M, A, M, I.

—Despídase, Anabel debe regresar al limbo —susurró Madame Clerk.

—Hasta pronto, hija mía, muy pronto…

El vaso se deslizó hacia la palabra ADIÓS casi al mismo tiempo que la imagen de la niña se difuminaba por completo.

—Anabel Fer, puedes continuar tu camino —murmuró Madame Clerk, lanzando un suspiro. Su larga melena regresó sobre sus hombros.

La sesión concluyó sin producirse ningún desmayo, exceptuando un intenso abatimiento emocional por parte de la Sra. Fer. Al desaparecer el espíritu de la niña, Balguimor apagó el proyector y la luz regresó de nuevo. Las damas, desperezándose, intentaban recuperar la compostura girando sus cuellos a ambos lados y levantando los brazos. La joven secretaria, aún estupefacta y temblorosa, se había orinado encima. «Maldita palurda», pensó con desdén el doctor.

Casi al anochecer, en el despacho, Balguimor ofreció una tila preparada por Cheng a la avergonzada secretaria. Tras unas palabras tranquilizadoras, aseguró su silencio con una generosa indemnización y una advertencia:

—Recuerde, no puede hablar de este asunto con nadie.

Días más tarde, unos vagabundos encontraron el cuerpo desnudo y desfigurado de la chica, tirado en un callejón. Los observadores de la escena del crimen aseguraban que parecía, por el aspecto reseco y cetrino del cadáver, como si alguien hubiera succionado su alma…

Un suceso inesperado…

Al acostarse y rememorar lo ocurrido, Sofía Clerk se sorprendió por no haberse desvanecido ni cansado después de la intensa sesión. Terminó atribuyendo el hecho al reparto equitativo del desgaste entre las seis mujeres; a más médiums menos esfuerzo, gracias al incremento de la potencia mental. Lo único que tuvo que soportar fue la mirada austera de Berenice, que aún seguía enfadada con ella. La actitud de su amiga no le importaba en absoluto; un fuerte sentimiento había nacido en su interior al conocer al galante y apuesto doctor.

Terminada la sesión, percibió la gentileza del científico al ordenar a Cheng sacar de la sala a la taquígrafa, evitando así que la joven se abochornara en público por su inoportuna incontinencia. Gracias a ese gesto nadie se había percatado. Antes de subir altaxi, el doctor, tras alabar sus cualidades sobrenaturales con profusión, casi le exigió aceptar una nueva invitación esta vez para visitar juntos la Feria de las Abominaciones recién instalada a las afueras de la ciudad:

—¿No ha leído el evento en los ecos de sociedad? —dijo Balguimor, mostrando una encantadora sonrisa.

—No suelo leer los periódicos, doctor.

—Algún día le pediré que me llame por mi nombre de pila, Madame Clerk —dijo con una mirada sugerente.

—Tal vez le complazco y permito que haga lo mismo conmigo—insinuó ella.

En el otro extremo de la ciudad, la luz de una tormenta desatada en el mar, reflejaba con su parpadeo a contraluz la siniestra sombra de un cuerpo colgado de una soga: la Sra. Fer. La desesperada mujer se había ahorcado en la cochera de su mansión.

Capítulo III

Al día siguiente…

El frío de la madrugada despertó al abogado; había pasado la noche tirado en el suelo del interior de una cueva. Adormilado, salió en dirección al único camino visible; necesitaba moverse para tratar de disipar el intenso y acuciante dolor de cabeza que le torturaba desde que había puesto el anillo en su dedo.

Vislumbró una granja a lo lejos y, sin pensarlo, dirigió sus pasos hasta allí. Iba descalzo, las piedras del camino dañaban sus pies y la coraza de algas tampoco ayudaba mucho a su movilidad. En un pequeño granero, colgado de una horquilla, encontró un mono de trabajo. De manera inconsciente, tras retirar el pesado emplasto y vestirse, extrajo el anillo de su dedo y lo guardó en el bolsillo central; el dolor de cabeza desapareció por completo. Al lado de una pocilga halló también unas botas de agua que no dudó en calzarse y un sombrero de paja para protegerse del sol. De nuevo en el exterior, siguió su andadura sin encontrarse a nadie hasta que, por azar, llegó a la carretera donde le recogió un camión cargado de gallinas:

—¿Va muy lejos, amigo? —preguntó el camionero, confundiéndole con un granjero.

—A la ciudad.

—Tiene suerte, voy a descargar al mercado municipal. Suba.

Una hora más tarde, el camión entraba por una de las largas avenidas principales de la gran urbe. Por la ventanilla, Thomson pudo contemplar a una multitud de obreros despejando, sin descanso, el lodo de las calles con sus palas. La ciudad rugía en una actividad frenética.

—Hará unas tres semanas, tras unos días de lluvias intensas, el dique reventó, arrasándolo todo —explicó el conductor—. Poco a poco se va recuperando la normalidad.

La inundación fue de tal magnitud que había formado una gran explanada en los terrenos que albergaban el antiguo cementerio. Tras recuperar un buen número de féretros, gracias a la ayuda de los pescadores, se estaban sepultando de nuevo en otra ubicación a las afueras de la ciudad donde se habían transportado los ataúdes recobrados al mar. En el sepelio, Henry O’Connor, un nuncio enviado por el propio santo Padre y recién nombrado arzobispo de la Catedral, había oficiado ante los familiares una multitudinaria misa corpore insepulto.  

Por otro lado, tras la catástrofe, un ejército de ciudadanos voluntarios había reconstruido el dique con sacos terreros rellenos con los lodos generados. «¿Dónde habrá ido a parar el cadáver de Ralph?», no pudo dejar de preguntarse el abogado. En el fondo de su corazón deseaba que aquel miserable, hubiera terminado sobre algún escollo, devorado por los cangrejos. «Necesito encontrar a Madame Clerk, es la única persona capaz de desentrañar los asuntos de los muertos».

El conductor tuvo la amabilidad de dejarle ante la puerta de su apartamento. Una vez allí tomó una ducha caliente y, aún envuelto en la toalla, atacó una solitaria lata de judías que quedaba en la exigua despensa.  Una vez recuperado, decidió vestirse para ir al bufete y mostrarse ante Margaret. La secretaria debería estar preguntándose con preocupación donde narices se habría metido su jefe. Antes de tirar el uniforme de campesino a la basura y salir, sacó el anillo del bolsillo y lo introdujo en una bolsita de terciopelo negro que utilizaba para guardar sus gemelos más valiosos. Sin saberlo, ese gesto le salvó la vida.

El reencuentro fue de lo más emotivo. Al verle, las lágrimas de Margaret fueron casi tan abundantes como la propia inundación. Durante varios minutos, permaneció abrazada a él sin soltarle. Estaba a punto de rendirse y darle por muerto, aunque ella misma se obligaba a asistir cada mañana a la oficina con la esperanza de que sucediera un milagro. Thomson, emocionado también, acariciaba su rubia melena para tranquilizarla. Una vez sosegados, el abogado pasó a narrarle su aventura, obviando los pormenores más escabrosos y lo del anillo; Margaret no podía dar crédito a lo acontecido.

—¿Puedes preparar un poco de café? —preguntó Thomson. Tras las muestras de afecto demostradas el tuteo con su secretaria era ineludible.

Margaret, como siempre, había dejado el periódico del día a su disposición al lado de la cafetera. A portada completa, se leía la siguiente noticia:

“¡Trágico hallazgo! Aparece colgado el cuerpo sin vida de la acaudalada Sra. Fer”. En el texto interior se daban más detalles: “El cadáver no presentaba signos de violencia y la policía indica que ha podido ser un suicidio al haberse encontrado una carta dirigida al Sr. Juez. La Sra. Fer sufría una severa y profunda depresión desde el reciente fallecimiento de su hija Anabel. Su marido, tras declarar en las dependencias policiales, ha tenido que ser atendido por un médico al padecer un ataque de ansiedad”. Después de leer la triste noticia, Thomson dobló el periódico con la intención de no demorar más la visita a Madame Clerk. Necesitaba saber algo acerca de Beatriz y, a su vez, mostrarle el anillo. Si el abogado hubiese seguido leyendo el periódico, en la crónica de sucesos, aparecía otra inquietante noticia: “Desaparece una joven taquígrafa en circunstancias misteriosas…”.

  Andando por los estrechos y retorcidos callejones del empobrecido barrio situado en el arrabal, Thomson se preguntó: «¿Por qué continuará viviendo en este sitio de mala muerte?». La fauna autóctona estaba integrada por una mezcla de prostitutas, proxenetas, timadores, borrachos, ladrones, pilluelos desarrapados y demás gente de baja estofa. La vida, como en los desiertos, solo asomaba por la noche.

La reconstrucción no había llegado hasta allí y a diferencia del reciente y uniforme adoquinado que cubría las avenidas de la ciudad, aún continuaba el suelo empedrado por donde, en la antigüedad, saltaban como ranas las ruedas de los carruajes. El taxista que le había traído no quiso llevarle más allá del acceso al suburbio, negándose a entrar por sus maltrechas calles llenas de tunantes. Ni la policía patrullaba por ahí. 

 El abogado no tuvo más suerte aquel día. Al golpear la puerta de la herboristería, situada en un estrecho pasaje, no obtuvo ninguna respuesta. Esperó cerca de una hora y, al no observar movimiento alguno, dejó una nota en el buzón y regresó por donde había venido.

Un día agradable…

Hacía una mañana espléndida. El museo paranormal y la Feria de las Abominaciones eran, en aquel momento, las dos principales atracciones mágicas de la ciudad. Esta última se había instalado en la explanada drenada, del antiguo cementerio, con la finalidad de recaudar fondos para la reconstrucción del dique tras los estragos ocasionados por la devastadora inundación.

Curanderos, quirománticos, prestidigitadores, tarotistas e hipnotizadores de todos los rincones del país, la mitad de ellos unos auténticos farsantes, se reunían allí en sus coloridas caravanas, anunciando su especialidad. A su alrededor, una multitud de feriantes y charlatanes pregonaban ungüentos y remedios de escasa o nula eficacia, vendían chucherías a los niños, preparaban comida para los visitantes y ofrecían atracciones de todo tipo. La extensa oferta quedaba completada por malabaristas haciendo piruetas, un pequeño zoo, la exposición de las abominaciones y un lanzador de cuchillos. Este fue el primer espectáculo al que acudieron, nada más llegar.

Un fornido tipo, vestido solo con unas botas, unos pantalones de cuero negro, el pecho y el torso al descubierto y un pañuelo rojo atado a la cabeza, confiriéndole todo ello un cierto aspecto de pirata, lanzaba unos enormes cuchillos a una preciosa mujer morena ligera de ropa. La mitad del público alababa la destreza del tirador y la otra la belleza de la muchacha, por lo que el espectáculo resultaba muy popular. Les acompañaba un niño, también disfrazado y con aspecto de ser el hijo de ambos, que se encargaba de recoger las propinas y hacer redoblar el tambor. Los afilados machetes cada vez se acercaban más al cuerpo de la mujer, dibujando su esbelta silueta. Tras un redoble prolongado el niño anunció:

—Distinguidas señoras y señores, Dick, el pirata, va a lanzar sus temibles cuchillos con los ojos vendados. Agradecemos que permanezcan en el más estricto silencio y preparen una buena propina.

Tras hacer redoblar el tambor de nuevo, entre la muchedumbre se produjo un mutismo abismal. Dick, cogiendo los cuchillos de dos en dos, comenzó a lanzarlos a una velocidad increíble; iba tan rápido que a los maravillados espectadores les costaba seguir el movimiento de sus hábiles manos. Sofía pudo advertir que tenía una puntería prodigiosa incluso con los ojos vendados. Para rematar, al quedarse sin cuchillos, cogió una pesada hacha y la lanzó de espaldas, por encima de su propio hombro, yéndose a clavar justo entre las piernas de la muchacha. El público enloqueció con la hazaña y, tras un clamoroso aplauso, una ingente cantidad de monedas llovió en el sombrero del muchacho.

Debido a la intensa emoción Madame Clerk no pudo evitar asirse al brazo de su acompañante:

—Disculpe, doctor —dijo, sonrojándose.

—No sabe el placer que me produce servirle de apoyo —respondió él, encantado—. ¿Adivina cómo lo logra?

—La verdad es que no, ¿gracias a su excelente habilidad y un exhaustivo entrenamiento? —aventuró, sin soltarse.

Balguimor, que se había atusado el pelo a la moda con aceite de Macasar, parecía un galán irresistible.

—Aparte de lo que ha citado usted, se ayuda también con cascabeles. Si se fija están diseminados por todo su cuerpo, desde los pendientes, pasando por su ligero vestido y terminando en sus sandalias. Gracias a ellos, Dick sabe con precisión donde está situada la mujer.

—Es usted muy perspicaz, doctor. Y dígame, apelando a su gran sentido de la observación, ¿no cree que es un buen momento para comenzar a tutearnos?, ¿o tendré que esperar a que me lance usted algunos cuchillos más, primero? —preguntó ella con un cierto deje de picardía en su voz.

—Sofía, ¿verdad?

—Richard, ¿verdad? —respondió, asintiendo complacida.

Sin soltarse el uno del otro siguieron paseando hasta detenerse enfrente de un carromato pintado de un modo singular: era de color negro y estaba adornado con rutilantes astros simulando el firmamento. Un pequeño cartel anunciaba: “La pitonisa de las estrellas”.

—¿Quieres que nos lean la buenaventura? —preguntó Richard.

—¿A los dos juntos?

—Así sabremos a qué atenernos.

—De acuerdo —respondió Sofía, aceptando el desafío.

Llamaron a la puerta de la carreta y les abrió una anciana, de aspecto afable, vestida como un espantajo; tenía los dedos tan cargados de anillos que casi ni se le veían las manos:

—Pasen y averiguarán su destino —murmuró en tono misterioso.

La pareja, tras reponerse de la sorpresa inicial, subió dos estrechos escalones y penetró en el interior, siguiendo a la pitonisa estelar. Les hizo pasar a un cubículo tan estrafalario como su propia vestimenta. La estrecha habitación estaba abarrotada de animales disecados colocados de tal forma que parecían cobrar vida. Un búho blanco, varios murciélagos y un cuervo negro revoloteaban por el techo, colgados por hilos invisibles. A su vez, las paredes estaban cubiertas de cajitas individuales exponiendo todo tipo de insectos y pequeños animales.

También, había un pequeño anaquel con una bola mágica, una especie de paño y un mazo de cartas. Una mesita forjada y tres sillas a juego completaban la curiosa estancia; sin una sola ventana.

—Mi difunto marido era taxidermista, ¿saben? —se excusó la mujer sentándose e invitándoles con un gesto a hacer lo propio—. ¿Qué prefieren el tarot o la bola mágica?

Sofía indagó en los ojos de él, trasladando la interrogación en su mirada. Richard respondió:

—Lo que prefieras, tú eres la experta.

—Tírenos las cartas, por favor.

La anciana, sin apenas levantarse, cogió el paño de la estantería y lo extendió sobre la mesa. Luego, barajó el mazo con mano experta. Ni siquiera les miraba, iba por faena. Colocó varias cartas sobre el tapete usando la configuración cabalística denominada “el árbol de la vida”. Estudió con atención las figuras y… reveló su predicción.

Excepto por la intrigante sesión con la pitonisa, el resto de la jornada transcurrió con normalidad. La pareja parecía entenderse a la perfección, y Richard, como buen cicerone, le mostró lo más interesante que podían encontrar allí. Acostumbrado a la caza de objetos insólitos para el museo, curiosearon por varios anticuarios que exponían sus mercancías, aunque no encontraron nada de interés. Más tarde, tras el almuerzo, visitaron las atracciones “abominables”. Sofía pudo contemplar, entre otras rarezas, a la mujer barbuda, al forzudo capaz de doblar una barra gruesa de metal sin inmutarse, al hombre bala, atravesando la feria de un extremo al otro por los aires, un extraño sujeto con dos cabezas, varios enanos de aspecto simiesco… Al comentar la médium, que le parecía algo inhumano la exhibición de los tullidos, el doctor le demostraba la realidad de cada situación haciéndole comprender que aquellas no eran pobres criaturas, sino hábiles profesionales que se ganaban el sustento, de manera muy lucrativa, explotando sus propias deformidades.

Al ver un par de famélicas fieras en una jaula, obviaron el zoo, sustituyendo esta parte de la visita por una charla ante una copa en una elegante coctelería de la ciudad.

—Búsquenos una mesa discreta —ordenó Richard, al maître, nada más entrar.

—Enseguida, Sr. Balguimor, permítanme sus abrigos.

—Dr. Balguimor, si no le importa—matizó él con una mirada altanera, haciendo valer su reputación.

—Disculpe, doctor.

Algo azorado por aquel inoportuno desliz, tras dejar los sobretodos a cargo de la guardarropía, les acompañó al interior del lujoso establecimiento, acomodándoles en un rincón privado fuera de la vista del resto de clientes. Richard zanjó el incidente, depositando una generosa propina en su mano, acompañada de una sonrisa.

—Sírvanos dos martinis con un toque de angostura —pidió el doctor.

Sofía se dejó llevar, disfrutando de la amena velada. Richard le producía una amalgama de sentimientos, incluso contradictorios, pero su intensa atracción por él disipaba cualquier duda acerca de su carácter. Su extensa cultura también le provocaba una gran fascinación. Una vez a solas, Balguimor introdujo un interesante tema de conversación:

—¿Qué opinas acerca de vender el alma al Diablo?

—Usar de manera frívola ese contrato no es un asunto baladí porque es una acción irreversible. Muchos inconscientes han utilizado ese medio para obtener minucias o ganancias efímeras a cambio de sufrir el suplicio eterno —respondió Sofía.

—Solo veo dos supuestos en que lo haría, —dijo Richard—, para resucitar a alguien importante y querido cuya ausencia se hiciera insoportable o por venganza…

Luego, cambió de tema:

—Lo único cierto que hay en las atracciones que hemos visto hoy es que el tiempo pasa volando.

—Eso y, quizás, la predicción de la pitonisa.

—Eso está aún por confirmar, querida. ¿No habrás creído, de verdad, lo que nos ha dicho esa vieja chiflada? Por su aspecto, diría que estaba muy enferma; nos ha despachado sin contemplaciones.

Poco antes de abandonar el local, la cogió por el talle, besándola con pasión; ella no se resistió en absoluto. Casi de noche, la acompañó hasta una parada de taxi cercana, donde la besó de nuevo antes de despedirse. Al llegar a la herboristería, Berenice ya estaba durmiendo y la nota de Thomson seguía en el destartalado buzón.

 Esa misma noche, la médium tuvo un curioso sueño premonitorio. Dos almas entrelazadas, pertenecientes a unos amantes, eran empujadas a separarse y a no poder unirse en la eternidad al estar una de ellas predestinada al inframundo y la otra al lado contrario. Arrancadas entre sí, por una fuerza invisible y poderosa, el alma buena era ascendida en una especie de nube noctilucente mientras que la perversa descendía hacia las profundidades, rotando vertiginosa, como el agua sucia deslizándose por un sumidero. Lo más inquietante era que las facciones del espíritu condenado eran las de Balguimor y las otras… las suyas.

Dos días después, una hora antes de la segunda sesión…

Estás impresionante.

—Me siento halagada por este magnífico recibimiento.

Sofía iba ataviada con una túnica de seda azulada con motivos asiáticos bordados con hilo de oro. Remataba su atuendo con un precioso turbante blanco plisado, sujeto con un broche de esmeraldas; sus ojos brillaban más que las piedras preciosas. A petición suya, Berenice le había recogido el pelo para evitar que flotara a su alrededor durante la sesión.

Balguimor le había citado en el museo una hora antes de lo habitual; quería ponerle al corriente sobre sus investigaciones:

—Debemos consagrar todos los esfuerzos en lograr nuestro objetivo: el proyecto “Spectrum”. Experimentamos con fines científicos, históricos, médicos, industriales y militares: los ámbitos de aplicación son enormes.

»Cualquier energía es susceptible de convertirse, por ejemplo, en trabajo y este, a su vez, en desarrollo para el ser humano. A nivel militar, ¿te imaginas, a modo de espionaje, poder contactar de forma fehaciente con los soldados fallecidos en combate para obtener información valiosa, sobre el enemigo? —expuso con elocuencia.

—Es increíble, nunca me lo había planteado así —dijo ella con sorpresa.

—Gracias a mis contactos gubernamentales, he ampliado el equipamiento técnico con otro proyector adicional, una cámara fotográfica, un magnetófono de alambre con varios altavoces diseminados por la sala y un termómetro —añadiendo—: hay gente muy importante interesada en la buena marcha de nuestro proyecto.  

—¿Quién va a manejar todos esos aparatos?

—Necesito encontrar a alguien con experiencia que no se impresione con facilidad —respondió Richard.

—Si te parece bien, puedo presentarte a la persona adecuada —propuso Sofía, pensando en James, el mayordomo de la extinta familia Clermont.

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