Poldark Mego, natural de Lima, Perú, nacido en el año 1985, es uno de los autores que en Historias Pulp hemos conocido por su meritoria participación en algunas de nuestras convocatorias de microrrelatos. En esta ocasión, nos regala un relato de suspense y horror psicológico.
Poldark es licenciado en Psicología, y actor y director de teatro. Estudió Literatura creativa como segundo oficio. Compuso, actuó y dirigió puestas de microteatro de terror en Lima y Cusco – Perú.
Poldark es un prolífico escritor, que ya ha visto publicados sus relatos en las siguientes antologías: “Literal” (2017 – 2018); “Maleza” (2017); “Lima en Letras” (2018); “Es-cupido” (2018); “Un Mundo Bestial” (2018); “Paradojas” (2018); “Cuentos peruanos sobre objetos malditos” (2018); “Terror en la mar” (2018); “Un San Valentín oscuro” (2018); “Cuenta Artes” (2018); “El Narratorio” (2018); “Especial de Guillermo del Toro” (2018); “Líneas de cambio” (2018); “Cerdofilia” (2018); “Historias de migrantes” (2018); “Paradojas” (2018); “Manuscritos de R´lyeh” (2018); Revista Fantastique (2018); Molok N3 (2018).
También ha llegado a publicar en la revista Orbi Occultatum, que incluye sus cuentos “Gul(a)” y “Sor Ana” (2018).
Firma con el seudónimo: Pez abisal
Página: www.facebook.com/pandemiaz
Esperamos que sepáis disfrutar de la historia que nos regala, pulperos.
Y ahora… que comience la función.
—¿Demasiado ocupado para viajar a Hawaii? ¿Deseas tener una cita con el amor de tu vida? ¿Quisieras experimentar una vida distinta? No desesperes. Ven a “Sueños Posibles” y nosotros nos encargaremos. Contamos con un amplio stock de fragancias que, aplicadas en nuestras cámaras de relajación, podrán hacerte vivir el sueño que desees ¿Qué esperas? Que no te lo cuenten. Vívelo.
Charles Murdock, de treinta y nueve años, metro ochenta de altura y cincuenta kilos de peso, yacía recostado en su cama, su cadavérico cuerpo se perdía entre las sábanas; sostenía el control remoto con una mano y con la otra se rascaba la piel que cubría sus costillas, las uñas mugrientas repasaban sus huesos como si se tratase de un instrumento primitivo. Eran las tres de la mañana, la hora en la que el televisor se llenaba de comerciales con productos novedosos, la hora en la que por fin podía cerrar los ojos a un descanso sin sueños. Iba casi un año con un insomnio que era resistente a todos los narcóticos y remedios caseros. Atrás quedó el soltero codiciado del tercer piso. Ahora era un estropajo de casi la mitad del peso ideal, un perchero en el que todos los días colgaba su traje de técnico de instalación de cable.
—Sueños —murmuró—. Sería bonito soñar algo de vez en cuando —y a las tres con cinco minutos cayó dormido ante el continuo repetir de tandas comerciales.
Cada mañana, desnudo, se examinaba frente al espejo. Las profusas ojeras que albergaban sus ojos sin brillo, su rostro sin mejillas, las marcadas clavículas, los huesos del tórax dibujando una radiografía. Era un esqueleto, un muerto viviente. Casi no tenía apetito, el cabello se le había caído revelando más su frente (el cráneo) y una psoriasis salvaje atacaba sus piernas. Todo por no poder dormir más de dos horas por día. “¿Por qué no puedo dormir?” pensaba, mientras su dedo dibujaba, en su escuálido reflejo, cabellos largos y la silueta de un busto. Luego de este rito se aseaba, se vestía y se iba a trabajar.
Los compañeros de trabajo tenían opiniones divididas, la mayoría rechazaba a Murdock con abiertos gestos de desprecio. Solo unos pocos se preocupaban por él, como Dick Morgan, que una vez lo invitó a ir por una pizza cuando terminaran el turno, pero Charles hizo caso omiso de la oferta y prosiguió con la instalación de un dúo de cable y teléfono fijo.
La mayor parte del tiempo Charles parecía actuar en un estado automático, poco hablaba con el compañero asignado, mucho menos con el cliente de turno. A la hora del receso miraba su fiambrera carmesí, mas nunca la abría.
—Esa comida debe estar podrida como él. —Se burlaba Grace Campell, de telemarketing, la misma que alguna vez dio a entender que se acostaría con Murdock sólo para saber qué es acostarse con un cadáver.
Fue un 15 de marzo cuando a la unidad de Murdock y Morgan les tocó hacer una instalación en una zona peligrosa de la capital, un barrio poco amistoso en el que, según registro de la compañía, Murdock ya estuvo una vez. Él no recordaba nada, realizó su trabajo como siempre, sin prestar atención a los detalles, la casa con la pintura roja descascarada de la esquina, la pared con las pintas callejeras de la pandilla dominante. Normalmente la compañía no daba servicio en estas zonas ya que la gente nunca pagaba. Decenas de cables negros colgaban de los postes en las veredas y se internaban una infinidad de veces en las quintas hechas de material noble, donde vivían decenas de familias entre el hacinamiento, la inmundicia y la droga. Morgan quería salir de aquel sitio lo más pronto posible; incluso sugirió que reportaran como “no hallado”” al cliente. Murdock, automatizado como siempre, descargó el material y en ese instante fueron asaltados.
Los dejaron ir en la misma camioneta de la compañía no sin antes despojarlos de sus objetos de valor. Morgan alzó los brazos y se dejó rebuscar con total resignación, fue Murdock quien, alterado por la falta de sueño, desafió a los asaltantes. Morgan pudo sacarlo de aquel lugar y llevarlo a un hospital donde recibió siete puntos en la cabeza, una receta de analgésicos para los golpes y tres días de descanso.
El jefe de recursos humanos, Milton Mayer, era partidario de los que sentían lastima por Charles, de manera que le tocó calmar al gerente que ya tenía la orden de despedir al “perchero” con alguna excusa. Mayer le convenció diciendo que Murdock podría demandar y ganar, que lo mejor era enviarlo a algún tipo de terapia y con eso la empresa tendría una defensa: “hicimos todo lo posible”. Milton fue el encargado de llamar a la casa del técnico y darle la noticia.
—¿Realmente tengo que hacerlo? —La voz de Charles era afónica, consecuencias de no beber agua, ni hablar, en casi todo el día.
—Sí, si deseas seguir trabajando. —Milton trataba de sonar conciliador—. Hemos conseguido que vayas a una sesión de relajación en “Sueños Posibles”, te esperan mañana a las tres, sé puntual y lleva el comprobante de atención el día que te reintegres a trabajar.
“Sueños Posibles”, aquella pantomima, el engaño de moda. Ingresabas a una cápsula claustrofóbica, flotando en sales Epsom mientras introducían una fragancia que, supuestamente, te haría alucinar con algún sueño deseado, algo “irrealizable”. Una absurda mentira y, sin embargo, Charles creyó que, de funcionar, seria agradable soñar algo para variar.
Aquella noche el sueño llegó a las tres y siete minutos, sin procesos oníricos y sin descanso reparador, se despertó a las cinco con nueve minutos, se vio al espejo un rato, practicó su ritual, se acicaló con una esponja con mucho cuidado en la zona de la frente (donde estaban los siete puntos), se vistió y permaneció sentado frente al televisor apagado hasta que dio la hora de ir a la terapia de sales y fragancias.
“Sueños Posibles” era un local inmenso de cuatro plantas, solo la primera era la sala de espera; luego, a manera de cuartos de hotel, los tres pisos superiores tenían una serie de habitaciones numeradas, cada una con una cápsula llena de agua, sales Epsom y las distintas fragancias, dependiendo del tipo de sueño que el cliente desee tener. La fila era larga pero Murdock tenía cita.
—Por aquí por favor. —Lo invitó una señorita ataviada en un traje sastre que remarcaba su estereotipo ejecutivo. Pese a lo diligente de su atención, la aversión por la figura desnutrida y gris de Charles fue imposible de disimular—. ¿Qué tipo de sueño posible desea cumplir, caballero? —Le preguntó y acto seguido pasó a mostrarle las cuarenta fragancias disponibles, cada una con un sueño diferente: viajes, aventura, romance; incluso habían algunas para los más atrevidos: sadomasoquismo, voyerismo.
Con cierta vergüenza dijo:
—Romance, por favor… —Y aunque había ido con la intención de soñar con una tarde de relajación en alguna playa de las Maldivas, un impulso inconsciente y arrollador le gritó que experimentara con “romance”, como si su otro yo quisiera decirle algo y esta fuera la única manera de comunicarlo.
La cápsula se cerró, la oscuridad absoluta gobernó. Charles, vestido con traje de baño, empezaba a sentir cierto nivel de ansiedad al reconocerse sin el sentido de la vista y con el oído y tacto atrofiados por el agua tibia. Con un ligero silbido, la fragancia fue suministrada, una mezcla de rosas y abeto que penetró su nariz hasta alojarse en su cerebro, donde la receta secreta de “Sueños Posibles” jugó con sus centros neurales, y entonces la ilusión empezó.
De inmediato estaba Charles corriendo detrás de una mujer de unos veinte años, cabellos de fuego y rostro pecoso. Al principio la seguía a través de un campo primaveral de algún lugar desconocido. No podía alcanzarla, así que corrió más deprisa, dejando atrás la hierba, internándose en calles de la ciudad, pasajes que reconocía, lugares donde había estado. ¿Pero cuándo? La siguió y siguió, y la sonrisa de la muchacha lo atraía como el azúcar a la hormiga. Potente era la energía de la mujer. Charles quería tenerla, poseerla. No estaba seguro si era permitido tener algún tipo de sueño erótico dentro de la cápsula pero ya no le importaba. Un pensamiento recurrente le decía que debía llegar a la pelirroja o nada tendría sentido. Fue tras de ella hasta un recodo escondido en la ciudad, una zona lúgubre y descuidada, una pared larga llena de arte urbano, una calle, una esquina, una casa roja como la sangre y, en su interior, un sótano y dentro del sótano la mujer lo esperaba echada sobre un colchón viejo con las piernas abiertas, con el sexo húmedo, con el rostro deformado en una expresión de angustia y deseo.
Y charles Murdock gritó, gritó y gritó:
—¡Oh Dios mío! ¡Ahí estaba! —Y recordó.
El personal de “Sueños Posibles” extrajo de la cápsula a Charles Murdock quien, sin perder tiempo, se vistió aún con la piel mojada y salió corriendo del fastuoso local. Sus pies descalzos lo llevaron atravesando la ciudad; sus pulmones le pidieron descanso pero él se negó, se negó a darse un respiro hasta cerrar aquel círculo, hasta dar con aquella calle, aquella casa, aquel sótano. Luego de estar corriendo casi por una hora, su destruido cuerpo llegó a la calle en mención, ante la atenta mirada de los desconfiados residentes. Murdock hizo caso omiso e ingresó por una ventana (una ruta que ya recordaba) hacia la última habitación de la casa, y debajo de un ladrillo recogió una llave, y con ella abrió un candado que le permitió el acceso a la planta oculta.
Con pena se tapó la nariz, cuando el tufo contenido durante casi un año del cadáver que ahora se hallaba en los huesos lo embistió sin misericordia; el mosquerío salió raudo hacia la luz. En la cama, atada de pies y manos, estaba la última víctima de Murdock.
El técnico raptaba jóvenes, las encerraba en aquel sótano y las ultrajaba hasta matarlas. Luego se deshacía de los cuerpos y reanudaba su retorcida búsqueda de pasión carnal.
Su memoria regresaba vertiginosa. La única vez que estuvo en ese barrio durante el día coincidió con la policía, seguían el rastro del “monstruo robachicas”. Aquello le generó una angustia de muerte. Regresó a casa, perplejo, obviando a la pelirroja amordaza en el sótano. Sepultó el recuerdo como si se tratase de un mal sueño repitiéndose frente al espejo, por horas, que aquello nunca había ocurrido, hasta que algo en su mente se cerró. Pero el inconsciente entierra, mas nunca olvida. La investigación se truncó y Charles Murdock quedó con una grave secuela, un trastorno que destruyó su físico y que al fin encontraba alivio al recordar toda la historia.
—Aquí estabas… —dijo Murdock con desahogo.
Y ahora, frente a la resolución final, caía dominado plácidamente por el sueño, acurrucándose al lado de los restos del cadáver.