McReady. Capítulo 5. HUMBERSTONE
por María Larralde
Colores y colores y colores, y colores. Los días son muy coloridos en en el desierto. Sequedad, tierra cuarteada, arena rojiza, calor. Pasar en este erial tanto tiempo no era nada aburrido. La riqueza visual era tan amplia en ese apartado lugar que mi cerebro no paraba de sentir emociones, recordar escenas del pasado y proyectar el futuro. Las noches las pasaba andando, cantándole a la nada, una nada estrellada y profunda. ¡Qué bien se está solo! Aunque echaba de menos a John, su alegría, su viveza, su necesidad de mí. Mola que le necesiten a uno. Y aunque mi costumbre es no pasarme de sentimental, no por nada, solamente es una actitud que tomé ya de niño al quedar huérfano, sentir que alguien te necesita llena tu vida de sentido.
La última noche estuve corriendo por puro aburrimiento. Además, era una forma de adelantar camino. Decidí ir hacia el oeste. Lo más cercano que recordaba por esta zona era la ciudad de Iquique. Llegar a Iquique se convirtió en mi objetivo porque desde allí podía tomar algún vehículo y trasladarme a la capital.
Debía volver a Europa.
En medio de aquella nada inmensa, de repente, comenzó a perfilarse un camino y tras varias horas de tránsito aburrido por aquel sendero vi un pueblito retorcido y extraño. ¿Qué tipo de pueblo es este? ¡Que lugares más raros hay en este planeta!
Me fui acercando despacio, sin confiar nada de nada en aquel grupo roñoso de casas que más bien parecía una especie de aglomerado de chapas viejas, desgastadas por el viento y el sol, corroídas por la sal y el agua. Se veían a lo lejos como un conjunto fantasmagórico perdido en el tiempo. El desierto parecía cernirse sobre aquellas casas que, a oscuras todavía, no invitaban a entrar, ni siquiera a acercarse,al caminante. Casuchas enmohecidas y herrumbrosas, lamidas por el salitre y la arena desérticas. Si es que alguna vez cae agua aquí, lo único que hace es roer las chapas y las paredes de estas decrépitas construcciones humanas.
“Humberstone” ponía en un cartel a la entrada del supuesto pueblo. Lo vi ya muy de cerca, una chapa mal puesta entre dos postes de madera. Casi había que estar encima para poder leer las letras.
—Aquí no debe vivir nadie hace tiempo. ¡Puto pueblo fantasma! Otro día sin comer…
Que no me hace falta comer para vivir pero es muy distinto vivir metiéndote algo en el estómago de vez en cuando que vivir sin comer. Ya paso más tiempo pensando en un plato de uja que en matar a McReady y a su ejército de cosas. Y mira que le tengo ganas al capullo deforme ese. Si los noruegos no le hubieran descongelado…
—¡Putos imbéciles, noruegos tenían que ser! Cuando hacen falta, se quitan de en medio, cuando deben quitarse de en medio se creen que hacen falta —grité enfadado, recordando cómo mis colegas franceses encontraron la base noruega destruida por la Cosa.
—¡En la Segunda Guerra Mundial se quedaron en sus casitas como nenazas mientras nosotros teníamos que liberar, a costa de millones de vidas de compatriotas soviéticos, al mundo entero del demonio ese llamado Hitler! —Barruntaba mientras sacaba mi botella de plástico para rociar a las cosas que salieran para atacarme en aquel lóbrego pueblo—. Y así nos pagan, ¡joder!—grité de nuevo esas bobadas al viento. Me di cuenta de que los Comealmas no moraban ese lugar porque se me escuchaba fuerte y claro— ¡McReady, ya estoy aquiiii! —sí, soy un caso, lo sé.
Estaba amaneciendo y unos tonos amarillentos, azul pastel y cálido rosa aparecían en el horizonte tímidamente, como si tuvieran miedo de que otro día más se hiciera realidad en este planeta. Pero, como ya imaginaba, no estaba solo, al llegar a aquella entrada de cuatro palos mal puestos que sostenían el letrero que a nadie importaba, vi salir corriendo, desde una derruida casona metálica hacia otra de enfrente, una figura cuadrúpeda que no era un animal. Su arqueamiento y sus cinco o seis patas desproporcionadas me hicieron pensar que aquel pueblo no estaba deshabitado. Al fin y al cabo no era ninguna sorpresa para mí. Pensé que al menos habría algún lugar con comida enlatada. Algo “pal” buche.
Pero simplemente por aversión hacia aquellas cosas, me paré y me moví sigilosamente con mi pistola rociadora de meados en mano. Me acerqué a la puerta destartalada cuya hoja caía y colgaba de medio lado. En días de viento aquella lata debía hacer ruido al chocar contra la pared de su derecha, y seguro que los goznes que todavía la sostenía chirriaban enloquecidos. Pero esa noche el silencio era mortal, absoluto. Me adentré en la casa donde se había introducido aquel ser inclasificable.
No se escuchaba nada. Y así permanecí al acecho unos minutos que me parecieron interminables.
De repente ¡alguien encendió una luz! No imaginaba algo así. Y para mi asombro vi el interior de la casa repleta de “gente” normal. Parecía una familia al completo. Padre, madre, cuatro o cinco críos asustados y medio escondidos detrás de los muebles y enseres destartalados, unos ancianos detrás de la pareja y dos o tres mujeres al fondo, intentando dormir.
—¿Sois monstruos, habéis sido suplantados? —les dije sin preámbulos, porque no estaba para perder el tiempo.
El padre de familia, o lo que aparentaba serlo, fue el primero en hablar.
—Así es. Lo somos. Pero no estamos con él. Queremos vivir en paz. Por favor, no nos destruyas.
—Pero ¿qué? Osea, a ver si comprendo: ¿me estás diciendo que sois esa cosa pero que no pensais de igual modo? —solamente debía ser una estrategia para que no acabara con ellos. Eso pensé en aquel momento, como era normal.
—Así es, queremos vivir en paz. No queremos irnos de este planeta como Él. Y no queremos seguir propagándonos como Él —contestó la cosa que hacía de mamá.
—Ah, ya. Sí, vamos, que me quieres convencer de que no os mate… —les dije con una sonrisa forzada en mi cara y echando un vistazo general al panorama.
Uno de los niños estaba visiblemente nervioso y su cuerpo se deformaba saliéndole unas protuberancias por cabeza y cuerpo que evidenciaban su naturaleza hostil. Los padres de aquello le miraron y sonrieron como si fuera una simple travesura del pequeño. Después posaron sus ojos sobre mí, con sus rostros algo más desencajados por no saber cómo encajar aquella situación.
—¿De verdad creeis que me voy a tragar esta pantomima? —de nuevo me sentía perplejo, hubiera imaginado cualquier forma de ataque contra mí, pero intentar convencerme de que eran seres que querían simplemente vivir sus tranquilas vidas, era demasiado.
—No queremos convencerte, queremos una oportunidad. Mira, el planeta ya ha sido invadido. Ya no puedes hacer nada, los hombres ya no existen. ¿Por qué no nos dejas vivir? —dijo, de repente, uno de los viejos de atrás, saliendo de la penumbra.
Caminaba despacio pero sin parar hacia mí, con tono amigable y casi servil.
—¡Párate viejo, para o te mato! ¡Háblame desde ahí, no des un paso más!—le grité mientras le apuntaba con la botella de orines como revólver.
Aquellas cosas debían pensar que me dejaría llevar por el sentimentalismo, por mi falta de empatía hacia los hombres, por mi situación actual en la que ya no sería reconocido por nadie, ya no trabajaba para mi patria y ya no iba a recibir condecoraciones por mi valentía en la batalla. Y, así fue.
—Bien, me alegra saber que sois seres inteligentes. Aunque solamente sea porque usáis la estructura cerebral humana. Me voy. Pero os lo advierto, si veo que McReady o cualquiera de vosotros intentáis interponeros en mi camino, os eliminaré uno a uno, cueste lo que cueste.
—¡Oh, gracias, gracias…! ¡Déjenos ayudarle, le proporcionaremos un vehículo para dirigirse a donde necesite! —me dijo aquella señora que hacía de mamá.
—¡Detente, no te acerques! Decidme, ¿hay comida enlatada por aquí, en los almacenes o en algún lugar? —les pregunté manteniendo siempre la distancia.
—No señor, esto estaba abandonado cuando llegamos. Éramos turistas. En realidad toda una familia, nosotros dos y los niños, más otros tantos grupos de dos o tres turistas. Los ancianos, las chicas del fondo… —dijo el padre.
—Ok. Entendido, decidme… ¿dónde habéis metido el autobús en el que vinisteis?
—Está en la parte de atrás, el conductor anda por allí haciéndole una revisión… es uno de los nuestros también. Le llevaré hasta él —dijo el papá.
Se acercó un poco y salió delante mía. Me volví para mirar por última vez la escena. Los niños se abrazaban a la madre mientras las jóvenes charlaban tranquilamente sentadas en la parte de atrás. Aquellos ancianos me miraban con asombro, mientras me daba la vuelta para seguir al “pater familia”.
—¿Piensan quedarse aquí? Creía que su naturaleza era la de expandirse por el mundo y después buscar otro planeta que invadir. Sea como fuere, su forma de vida es la parasitación y suplantación de la vida. ¿Qué sentido tiene quedarse aquí, en medio de la nada? —le comentaba, reflexionando casi para mí mismo, mientras caminábamos uno al lado del otro hacia la parte de atrás del complejo derruido de casas de la salitrera.
—Bueno, parte de nuestra especie lo hará. McReady lo hará. Invadirá otros planetas. Pero aunque participamos de un ser único, al tomar cuerpos individuales algunos no compartimos totalmente las metas de los otros —contestó sin emoción alguna.
—En fin, no esperaba esto, esa es la verdad…
Y seguimos andando hasta que, de repente, escuché gritos que salían de una estancia en cuyo cartel de la puerta de entrada, podía leerse: Pulpería.
El tipo intentó disimular haciendo como que no escuchaba nada. Pero, por supuesto, no iba a dejar pasar aquello, estas cosas podían estar engañándome. A saber quién gritaba. Eran lamentos de dolor. Quejidos débiles en algunos momentos, ya no pedían ayuda solo eran sollozos de dolor.
—¡Párate hijoputa y enséñame qué tienes ahí adentro! —le grité mientras le cogía del brazo. Su brazo empezó a retraerse descomponiéndose a mi contacto. Con la otra mano le apuntaba con mi pistola lanza orines.
—¡No es nadaaa…! Solamente son unos cuantos humanos que todavía no han sido infectados, estábamos en ello cuando llegó usted… —y se retorcía de dolor por mi contacto físico.
—¿Me estás diciendo que hay personas sin infectar? —le retorcí el brazo con mi mano que ya llegaba a su copia de hueso.
No lo soportó más y se transformó en un ser deforme, pero esta vez las formas o estructuras eran todas desconocidas para mí. No eran animales reconocibles, ni siquiera parte de ellos. Supe que debía matar a aquella cosa y así lo hice. Le rocié entero y se descompuso en unos minutos.
Los otros salieron de la casa para mirar absortos lo que sucedía. Yo sabía que no podían matarme pero sí a las personas que estuvieran en aquella habitación. Así que tomé la iniciativa.
—¡No os acerquéis, quedaos ahí! Voy a entrar a la Pulpería. Si alguno de vosotros se acerca le mato ¿Habéis oído? ¡Le matoooo…! —me quedé mirándolos un segundo para cerciorarme de que me habían comprendido.
La mañana y el alba ya eran un hecho en aquel momento. Pronto el calor sofocaría tanto que me haría sentir mareado. Quería salir de allí cuanto antes pero no podía irme sin saber qué estaban haciendo esas cosas.
Al entrar, un olor a carne podrida me produjo ganas de vomitar. Estaba todo a oscuras pero los gemidos se mantenían constantes, con una cadencia rítmica. Ahora, más de cerca, me daba cuenta de que eran gemidos de mujer. Las ventanas estaban tapiadas, me acerqué a una de ellas y arranqué las tablas de madera que la cubrían. Una luz tenue comenzó a entrar en la estancia. Arranqué más y más tablones y pude ver lo que aquellos monstruos ocultaban. Había gente colgada en ganchos de carnicero en lo que parecía una antigua cámara frigorífica de despiece de reses o cerdos. Eran cinco personas muertas, menos una de ellas. Una mujer, la que sollozaba entre espasmos indescriptibles de dolor. Una mujer con un vientre hinchado. Una preñada.
Me dirigí hacia ella y la desenganché de aquel garfio oxidado. Estaba muy débil pero no herida de gravedad. La habían colgado por la axila derecha. Su hombro estaba destrozado, había perdido sangre y de no haberla descolgado hubiera terminado desgarrándose del cuerpo el miembro superior haciendo que se precipitase contra el suelo.
Al bajarla abrió un poco sus ojos. Me miró sorprendida pero tan débil que perdió el conocimiento, y así, con la mujer embarazada entre mis brazos, salí de aquel asqueroso lugar seguido de cerca por los ojos de las cosas pacifistas que quedaron abandonadas a su suerte en el no menos olvidado Humberstone.
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