Justito a mitad de la misa, cuando el padrecito Alfredo José nos tenía a todos encandilados con sus lindas y esclarecedoras palabras. Hicieron acto de presencia los dos pendejos. Pancho el “Pachuco” y su compinche el menso de Josué Ramírez. ¿Qué carajo hacían estos dos en la casa del Señor? Pancho era un borracho mujeriego que andaba todo el día entre la cantina del Octavio y el burdel de la Lucrecia. Mientras que Josué (que no recuerdo qué nombrajo extraño usaba como apodo) no tenía más oficio que estar todo el día con los indios de la Sierra Madre mascando peyote y balbuceando memeces.
A pesar de la fama que estos pinches tenían en el pueblo, nuestro sacerdote les mostró una mirada compasiva y bondadosa cuando los vio entrar, y les invitó a sentarse y a seguir escuchando la misa.
El padrecito andaba hablando de las extrañas muertes que estaban aconteciendo en Guacarango. Llevábamos ya casi un año en el cual, más o menos una vez al mes, desaparecía una linda chamaquita. Las pobrecitas aparecían a los pocos días desnudas y con el cuello seccionado, como mordido por un animal. Un auténtico horror.
“Satanás está entre nosotros queridos hermanos. Nuestros pecados han despertado a la bestia.”
Las palabras de Alfredo José eran pronunciadas de un modo dulce pero contundente. Estaba en lo cierto. El mal había llegado a Guacarango. Y tal vez todo fuese culpa del pendejo panzón del “Pachuco” y del lerdo de su secuaz. Pecadores que habían traído el Mal a nuestro chiquito y lindo pueblo.
“Dios nos protegerá hermanos, pero hemos de volver al buen camino.”
Le di la mano a mi esposa. Nosotros nos sentíamos protegidos con la sola presencia de nuestro padrecito. Cualquiera podría ver que de su lindo y joven rostro emanaba pura bondad.
Mientras tanto, Pancho encendió un cigarrillo. ¡En nuestra iglesia! Y Josué se puso en pie y empezó a mirar con su sonrisa de tarado las imágenes de santitos que decoraban la casa del señor.
“¡Escuchad mis palabras hermanos! ¡Solo yo puedo protegerlos del mal!”
Te escuchamos padrecito. Bueno, todos menos estos dos hijos de la chingada que no sé qué carajo habían venido a hacer aquí.
“¡Venid a mí! ¡Venid hacia la luz!”
Automáticamente nos alcemos todos los presentes y nos dirigimos hacia el sacerdote dispuestos a estrecharle un fuerte abrazo. A dejar que nos embadurnase con su luz.
“¡Venid a mí! ¡Mirad como brota la luz de mí!”
Nuestro querido Alfredo José cayó al suelo desplomado. Josué le asestó un disparo en la cabeza con su revólver. Inmediatamente, Pancho se abalanzó sobre el cuerpo del cura, se sentó sobre su estómago y le clavó una daga de madera en el corazón. No más un segundito después el cuerpo del sacerdote ardió en llamas mientras emitía un horroroso sonido en medio del cual me pareció oír estas palabras:
“¡Miraaad co… como brotaa la lu… luz de miiiiiií” “¡ja, ja, ja!”
El “Pachuco” y Josué Ramírez se hicieron la señal de la cruz en su rostro y se marcharon tranquilamente de la iglesia.
Mientras tanto, yo, totalmente petrificado por todo lo que acababa de acontecer. No podía sacar de mi cabezota el versículo 7.3 de San Mateo que dice: “¿Por qué te fijas en la astilla que tiene tu hermano en el ojo, y no le das importancia a la viga que está en el tuyo?”
Moisés Rocamora Escolano