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LECTURA LA DAMA OFERENTE EN YOUTUBE
Una gran caravana de carros tirada por burros y mulas, junto a jinetes sobre caballos ricamente engalanados, atravesaba el horizonte nacarado y refulgente de una tranquila y limpia mañana de primavera. El amanecer parecía tener prisa y emergía con fuerza, pues aquellos hombres necesitaban de la luz para guiarse. Un santuario les esperaba. Salían de Ikalesken para recorrer la vía que seguía cursos de ríos y caminos ancestrales hasta el Santuario de las Aguas Saladas. Allí, la joven Aunia, recientemente huérfana de madre, pasaría orando varios días para poder ser entregada en matrimonio. Llevaba su propia ofrenda, una réplica de sí misma que, finamente tallada en arenisca, revelaba su profundo amor a lo hierático. Honrar a su familia y reverenciar a los dioses era la finalidad de este viaje: su boda se consumaría en cuanto las ricas cosechas, que prometían abundancia ese año, fueran recogidas cerca del verano.
Apenas contaba con catorce años, pero era consciente de su importancia, de la responsabilidad hacia su familia. Comprendía la trascendencia de su próxima unión con su futuro esposo, un joven guerrero de alta cuna y atávico linaje: Amusico. Los pensamientos de la dama vagaban libremente, como la brisa que acariciaba su resplandeciente y delicado rostro. Emociones nuevas nacían en ella, pues hasta hacía poco tiempo tan solo era una niña. Sentimientos que se despertaban como oleadas de calor y de frío, como ramas de árboles que crecían desde su corazón hasta su alma, para recorrer todo su cuerpo haciéndola temblar con recuerdos y vibrar por el amor que la aguardaba. <<Dicen que las aguas más puras corren como manantiales en el lugar de los dioses, pero yo jamás las contemplé. Hoy es el día en el que, por fin, podré sumergirme en ellas y renacer en mis orígenes. La salida del sol es la señal y nos ponemos en marcha con alegría y esperanza. Durante toda esta marcha estaré en oración, pues es tiempo de encuentro con mis dioses. ¿Qué es aquello que admiro en la lejanía? Campos repletos de flores bailan y a lo lejos veo el infinito camino salpicado de pequeñas malvas y margaritas cuyos perfumes me recuerdan a mi querida y ausente madre. ¡Madre, cómo me gustaría que estuvieras en este día tan importante para mí! Pero, a pesar de tu ausencia, será un magnífico momento y tú podrás verme sumergida en las salvíficas aguas del manantial sagrado, seré una gran esposa y madre, y seguiré tu camino. Todavía recuerdo el sueño en el que contigo corría por aquellas verdes y brillantes praderas. Desde entonces, desde que te soñé feliz al otro lado, esperándome, me ha cambiado el ánimo. A pesar de tu ausencia sé que, cuando muera, contigo viviré en nuestro otro mundo, ese que es más real que este. Por ti, por tu honra y tu amor, mi padre ha respetado tu ausencia y, tras mi próxima unión con Amusico, que podría suponer nuestra salvación ante la invasión de los extranjeros, él mismo volverá a unirse con una mujer de alto linaje, para no dejar desamparados a mis hermanitos, hijos tuyos. Madre, todos están bien, corren felices y ayudan en todo, sus cuerpos son fuertes, robustos y beben tanta leche que se podría decir que están criados por las ovejas y las cabras más que por nosotros. Si los vieras madre, ¡si los vieras a todos!, hasta el pequeñín es muy parecido en su belleza a ti. ¡Madre! Sin embargo, nos inquietan esos poderosos extranjeros, pues vienen convencidos de que lo nuestro es suyo. Dicen que arribaron desde el otro lado del gran mar. Son enérgicos ejércitos, y llegaron precedidos de testimonios sobre sus grandes gestas a lo largo del mundo. Quizá tengamos alguna posibilidad de sobrevivir si nos unimos para resistir. Todos los días rezo a los dioses para que me ayuden en este mi empeño. Mantener nuestra familia, nuestro linaje. No te preocupes madre, sé que velas por nosotros. Por nuestra parte, siempre te amaremos: ¡madre mía, tú puedes guiarnos por el buen camino! ¡Oh, gran diosa Betatun, guíame en mi camino! Muéstrame si mi porvenir será de vida o de muerte>>. La lozana dama oraba sin cesar mientras contemplaba los campos y los cielos inspirándose en su magnificencia.
Las ruedas de los carros horadaban el antiguo camino muy transitado en otro tiempo por comerciantes de todas las latitudes. La tierra mostraba surcos y parecía tan envejecida y seca como una rancia mujer. En el tercero de los carros las ofrendas iban diligentemente empacadas y sujetas para evitar cualquier posible daño debido al traqueteo: la suya era la más importante, pues de ella dependía el futuro de su mundo. Su padre, jinete en caballo brioso, guarecía el carro donde su hija y sus dos sirvientas miraban hacia el asombroso mundo que se abría ante ellas. Una de ellas era mayor, una sabia anciana que la guiaba como una madre; la joven tenía su misma edad y era más una amiga que una cautiva; en medio de las dos, Aunia, en abstracción, dejaba fluir su espíritu hacia los cielos, esperando bañarse en las salvíficas aguas del Santuario donde sabía que la diosa Betatun la ayudaría a cumplir su más que grandiosa obra humana. <<Madre del Agua ¡Betatun! Sé que mi madre mortal nada en tu seno. Deseo estar con vosotras y beber del manantial hasta llenarme de sabiduría y vida nueva. Por todo mi linaje, por mi padre, por mis siete hermanos, por toda mi casa, por mi amado y toda su familia, acógeme, acéptame y prepárame para ser una esposa digna de tan gran guerrero de las tierras del norte>>.
Una piedra en el camino que los animales pasaron con facilidad, pero que el primer carro, el de la familia de Aunia, no pudo sobrepasar, hizo parar inesperadamente la caravana. El eje del carro sufrió un pequeño desperfecto. Los hombres, trabajadores a disposición de su padre, rápidamente se aprestaron a repararlo. Aunia se inquietó. Si tardaban más de la cuenta, todo se retrasaría en exceso. Su padre, con grave gesto en el rostro, la miraba inquieto. Pero no le dirigió la palabra, pues la dama debía estar en oración hasta su llegada al Santuario sin ser molestada por nadie, y menos aún por ningún varón, aunque fuera su propio padre. <<¡Oh! ¡mi venerada Betatun! ¿Acaso me estás diciendo algo con este contratiempo? Gran madre del agua, adorada reina de los cursos de los manantiales ¿es que hice algo malo? ¿No estoy preparada para asumir mis responsabilidades? Si tienes que decirme alguna verdad, creo que es el momento, ahora que tengo tiempo para escucharte. Dime, mi querida Betatun, ¿acaso no soy digna?>>. La joven sirvienta notó cómo el cuerpo de Aunia se estremecía a su lado, a pesar de que no se movía y continuaba orando sin cesar. La preciosa señora miraba hacia el horizonte y hacia el cielo, después cerraba los ojos, juntaba sus manos y bajo su manto se cobijaba como si un helado rumor recorriera todo su cuerpo. Pero su atenta asistenta tampoco debía interrumpir sus oraciones, podría ser contraproducente, pues de sus plegarias dependía todo su futuro: el de su casa y el de ella misma, pues si el matrimonio se llevaba a término, la familia de su dueña mejoraría su posición social, y sus riquezas abundarían tanto en tierras como en economía. <<Siempre te he escuchado, mis oídos están listos para recibir tus palabras, mi corazón está penando y el pecho comienza a dolerme por la impaciencia. ¡Oh! Madre mía implórale a la diosa Betatun de mi parte: ¡dile que soy digna de ella! Virgen, casta, en cuerpo y espíritu. Me he guardado de hombres y de pensamientos impuros. Tengo clarividencia y siempre he sabido que estaba destinada a algo grande. ¡Oh, mi señora divina!, reina de las aguas y de los manantiales, no me dejes sola, no me desconsueles…>>. Algunas lágrimas comenzaban a caer sigilosas por las dulces mejillas de la niña. Todos sabían que aquel contratiempo la estaba turbando profundamente, pero nadie podía molestarla. Cada tropiezo, cada obstáculo debía superarlo sola con ayuda de los dioses. Si los humanos intervenían se rompería la conexión de Aunia con su diosa. Una conexión que ella ya había expuesto suficientemente a los sabios ancianos y a sus propios padres cuando tan solo contaba con diez años. Ella era la elegida por Betatun para hacer grandes cosas en el mundo: su padre estaba convencido de que mejoraría mucho la vida de todos.
La caravana comenzó a moverse de nuevo. Una alegría contenida se pudo sentir en toda la corte de la joven dama, sin embargo, cada pocos minutos, Aunia, compungida, se inclinaba hacia adelante con sus manos juntitas, pero en silencio: oraba y lloraba mirando hacia los campos, hacia el cielo, hacia el infinito y hacia su interior. << ¡No puedo escucharte! ¡Me siento tan intranquila! A pesar de que comenzamos la marcha de nuevo, algo pasa. Sé, Señora de las Aguas y de los Manantiales, ¡que algo sucede! ¿No estás de acuerdo con mis próximas nupcias? Mira mis vestidos, mira mis ofrendas, repásalas, ¡van en el carro tras de mí! Si no son suficientes, dímelo, porque puedo ofrecerte mucho más. Mi padre, en cuanto lleguemos al Santuario, puede hacer esculpir muchas más ofrendas, tantas como sean necesarias para saciarte, Betatun mía. ¡Pero, por favor, háblame como siempre lo has hecho! Aconséjame. ¿A caso no estoy cumpliendo con tu voluntad?>>.
Un riachuelo apareció al lado del camino. Su recorrido acompañaría a la caravana durante bastante tiempo. Aunia miró hacia las aguas y gritó: <<¡Parad!>>. El grupo se detuvo inmediatamente. Nadie osó hablarle, contradecirla o inmiscuirse en lo que la joven orante pudiera hacer o decir. Aunia se levantó, su doncella se apartó y bajó para ayudarla a descender del carro. La joven tomó su pequeña ánfora y, tras bajar hasta el riachuelo, la llenó y volvió. Subió al carro y, con su jarroncito entre las manos lleno de agua, dijo: << ¡Continuad!>>. En marcha de nuevo, el sonido de las ruedas y del trotar de los animales tranquilizó a todos los componentes de aquel nutrido grupo de peregrinos. El padre de Aunia no se sorprendió, pues sabía que la joven hablaba con la diosa de las aguas y que, a veces, para poder contactar necesitaba tocar el agua de un manantial o de un riachuelo de aguas claras y puras. Miró a su hija muy orgulloso, pues no esperaba menos de ella que una total concentración en su cometido espiritual. El sol ya irradiaba con fuerza su calor. Todos los jinetes parecían trotar airosos y felices, los burros y las mulas tamborileaban canciones con sus pezuñas y los lamentos de los carros cantaban la melodía incesantemente. Mariposas amarillas y blancas aparecieron repentinamente a ambos lados del camino, desde los pastos y matorrales verdes y frondosos a los que el río nutría.
La joven orante levantó la vista: su mirada era opaca. Nada bueno auguraba la visión que estaba contemplando. Mientras los demás trotaban felices, ella sufría un infierno, pues Betatun no le hablaba. Aunia sentía que no le esperaba el amor y las bonanzas. La joven dama miró unos instantes las mariposas, muchas de ellas se posaron sobre el velo que cubría su cabeza. Parecían querer adornarla. Sus sirvientas la miraban con ternura, no percibieron su turbación interior. << ¿Es posible que esté errando? No me gustaría hacer algo contra tu voluntad, mi adorada Señora de las Aguas. Sé misericorde conmigo y ¡háblame!>>. Pero nada escuchaba, ni en su mente ni tampoco desde el agua de la pequeña jarrita que llevaba recogida en su regazo, la cual miraba sin descanso. <<Recuerdo la primera vez que me hablaste, en el pozo de aguas vivas. Fuiste tú la que me mostraste tu bello rostro allí abajo, iluminando la oscuridad del profundo hueco en la tierra. Recuerdo tus palabras: “Mi niña ¿me oyes?”. Y yo, asustada y sorprendida, te contesté: “¿Quién eres, señora?”. Tú me respondiste rauda: “Soy Betatun y deseo guiar tu vida… pronto serás una mujer y deseo que vivas entregada a mí”. Yo te dije: “¡Oh! Señora del Agua, ¿cómo podría negarme?”. Y muy cariñosa me convocaste en el pozo cada día: “Mi niña, tengo grandes aspiraciones para ti, pero solo si tú lo deseas también”. Y así cada día me hablabas en el pozo, hasta que un día comenzaste a hablarme en cualquier momento, en mi cabeza escuchaba tu voz, ¿recuerdas? Entonces, ¿por qué ahora no te escucho?>>. El camino comenzó a ascender y el riachuelo que los había acompañado tanto tiempo se alejó lentamente. Aunia levantó su mirada hacia las aguas que se alejaban y comenzó a orar con mayor devoción, casi se escuchaban las palabras que ella no deseaba que nadie escuchara. Llevada por una amarga sensación de desamparo, acomodó su postura corporal y su rostro compungido: su cara estaba volcada sobre la boca abierta de su jarroncito, como si rememorara aquella abertura, mucho más grande, del ya lejano pozo donde Betatun le hablara en su tierra natal de Ikalesken. Mientras, una montaña no muy elevada iba imponiéndose en el horizonte, el sol ya en el cénit o quizás un poco más allá, calentaba tanto que algunos de los jinetes y carreteros se desprendían de la ropa de abrigo. Pero Aunia comenzaba a tener frío, mucho frío. Un pequeño toldo la protegía del sol, pero solo ella mostraba tiritona por un frío que no provenía del ambiente, sino de su interior. Encorvada sobre el jarroncito, parecía más una bola de ropa que una persona, pues no se le podía ver el rostro.
Comenzaba a ser algo extraño para su padre, y la preocupación se instaló en su pecho, algo malo le ocurría de verdad y se acercó a preguntar a la anciana comadrona de la niña. En su mente ella era aún su bella niña, su amada Aunia, tan parecida a su madre en hermosura y porte como dos gotas de agua. La anciana sirvienta puso cara de no saber, pero cuando pararon para hacer un pequeño receso y comer, el turbado padre y la anciana hablaron a solas, alejados de todos. Aunia no bajó del carro, no comió ni bebió nada. Nadie podía molestarla si ese era su deseo. Pues abundante comida le sirvieron en un pequeño y labrado plato de bronce que, sin embargo, ni siquiera miró.
—Me siento turbado: ¿qué le pasa a mi hija? —preguntó el angustiado padre a la anciana, acercando su cara a la de ella y tomándola por los hombros.
—Señor, permítame decirle que la niña estuvo orando toda la noche, preparándose para este acontecimiento y, además… —La anciana se calló de repente, miró hacia el suelo, volvió a levantar su mirada un tanto compungida, casi al borde de las lágrimas, y continuó—: Señor, lo que sé es que echa de menos a su amada madre, pero hay algo más, hay algo que no alcanzo a comprender.
—Sé que hay algo que no va bien. No puedo dejar que se enferme: mírala. —Señaló con su mano hacia el carro, donde Aunia se veía solo como una pequeña bolita de ropa, totalmente enroscada sobre sí misma.
—Señor, permítame explicarle algo. Su hija ha recibido un don maravilloso: habla con los dioses. Eso es algo totalmente increíble, maravilloso, es una elegida… pero a un mismo tiempo es algo que una mujer tan joven no puede llevar sin pagar un precio por ello. El contacto con los dioses genera poco a poco el alejamiento de este mundo. No sé, pero me temo que los planes de los dioses no son los humanos, señor, si me permite decirle.
El padre de la joven dama orante se quedó pensativo unos instantes. Después, volvió a la conversación con la anciana ama. Apartados como estaban, vieron en la cima de la montaña una espesa niebla que comenzaba a abrirse paso hacia ellos, lentamente se extendía sin que nadie supiera de dónde había salido, pues el cielo era claro y el sol seguía impenitente ofreciendo su luz de vida.
—Todos estos años, la han aconsejado y han predicho buenas cosas para nuestra familia. ¿Por qué ahora iba a ser diferente? —Cabizbajo, sintió algo extraño al realizar en voz alta esta reflexión por primera vez ante alguien.
—Señor, los dioses no regalan nada a los hombres. Los dioses nos necesitan más que nosotros a ellos. Según me explicó hace muchos años mi abuela, allá en mi aldea natal, los dioses necesitan almas humanas. No sé si Betatun es una diosa necesitada de almas, pero si fuera así…
El padre, al escuchar de la boca de la anciana lo que no quería, se dio media vuelta y, sin decir nada más, ordenó levantar el campamento y seguir adelante. Necesitaba llegar cuanto antes al Santuario. Una vez allí podría hablar con su hija, animarla a seguir adelante sin miedo. Pensó que las locuras de la vieja ama debían haber influido en su hija. Ordenó que la vieja no fuera con ella en su carro y mandó a una de las cocineras que se sentara junto a Aunia para protegerla y vigilarla. La joven dama no se inmutó, no cambió de postura y siguió encogida y volcada sobre su jarroncito. Un rumor algo ronco se escuchaba salir de aquella amalgama de ropa y carne. Era el sonido de las palabras de la joven, que parecía ronronear como un gato cosas incomprensibles vertidas sobre la boca de su vasija repleta de agua. <<Dime, Betatun ¿por qué me ignoras así? ¡Oh! Gran diosa de las Aguas Vivas. Si me hablas haré todo lo que desees. Todo, sea lo que sea, cueste lo que cueste…>>. Estas palabras creía decir la joven, pero su sirvienta escuchaba sonidos guturales que no parecían querer decir nada. La criada se inquietó y miró a la cocinera, sentada al otro lado de la joven dama orante. Ambas intercambiaron su horror. Sabían que algo pasaba con su ama. Sabían que algo no iba bien en su interior. Sabían que los dioses estaban enfadados o molestos o… En realidad, no sabían nada. Especulaban con posibilidades que explicaran aquella anomalía interna que veían claramente en la joven y que pronto se convertiría en una anomalía en el mundo real. La niebla, espesa y negra, los engulló repentinamente en la subida de la ladera de la montaña. Solo eran capaces de ver el camino unos metros delante de ellos. El carro que albergaba los exvotos paró repentinamente. El carretero advirtió que algo pesado se había posado sobre las ofrendas. Algo que no alcanzaba a ver, pero que sintió por el repentino aumento de peso. Los animales de tiro no podían seguir: la carga se había más que triplicado. El robusto carretero miraba hacia atrás, pero no veía nada más que las estatuillas bien encestadas, para que no sufrieran ningún daño con el traqueteo. Nada anormal veía, pero dio la voz de alarma y toda la compañía se paró de repente. La niebla los rodeaba completamente y no podían verse entre ellos a tan solo unos metros de distancia. El carretero gritó de nuevo.
—¡Necesito ayuda! Algo hay sobre mi carro que pesa demasiado. ¡No puedo seguir!
Varios hombres, incluido el padre de Aunia, se acercaron rápidamente. Entre todos revisaron el carro de las ofrendas. Algo había allí, sin embargo, era algo que no podía verse a simple vista, pero era evidente que el peso de las ofrendas aumentó tanto que los pobres animales de tiro no podían subir la pendiente. El carretero del carro de Aunia fue en ayuda de sus compañeros, a pesar de que tenía la orden de no dejar solas a las tres mujeres. Repentinamente, mientras los carreteros y los jinetes más fornidos de la caravana se dispusieron para tirar y arrastrar junto a los animales la carreta de las ofrendas, un extraño sonido comenzó a escucharse. Algo parecido a un murmullo de muchas voces, graves unas, agudas las otras, que al unísono gritaron: <<¡Aunia me pertenece!>>. Todos se quedaron parados. Un intenso frío recorrió la caravana al completo, helándoles la sangre. El gran jefe, el padre de la oferente, cuyo nombre legendario, Bodilkas, trascendería su propia historia como guerrero, comprendió que Betatun no quería una ofrenda de piedra, ni de bronce, esta vez quería una ofrenda de carne y hueso, una mujer viva… quería a su hija.
—¡No dejéis sola a mi hija! —gritó.
En medio de la nada, la voz de Bodilkas se apagó instantáneamente. Miró a su alrededor y no vio a nadie. La niebla lo absorbía todo a su alrededor. Todo había desaparecido: los carros, los hombres, las ofrendas, el camino, la montaña, el entorno. Bodilkas gritó de nuevo, desafiante: <<¡No te daré a mi hija!>>. De la niebla espesa comenzó a formarse una figura que, aunque parecía humana, no lo era. El vapor mostraba una silueta que fue componiéndose lentamente delante de Bodilkas. Transparente como el agua de los ríos, sus ojos grises como de tormenta, sus labios rojos como de sangre, su cabeza alargada como nunca había visto cabeza alguna, engalanada con pedrería de oro y piedras preciosas; su cuerpo, a través del que se veía la niebla del otro lado, ataviado con ricas telas de oro y plata. Bodilkas miró hacia los pies de aquella grotesca aparición: simplemente levitaba en el aire, sus pies se difuminaban hacia la misma niebla que parecía crearla. Una vez conformada delante de él, aquella criatura habló:
<<Aunia será esta vez mi ofrenda. No puedes ni debes entregarla en matrimonio. No es el destino que deseo para ella. Has tenido prosperidad gracias a mis consejos que, a través de tu hija, te he ofrecido durante estos años. Ahora ella es mía. Olvídate del pacto que hiciste con Amusico. Olvídate de tu hija para siempre. Tienes muchos otros hijos e hijas. No te faltará prosperidad. No volverás a verla>>. La imagen espectral desapareció, la niebla fue difuminándose, se encogió detrás de la ladera y se esfumó. El sol estaba más allá del cenit, parecía que iba a atardecer en pocos minutos. ¿Cuánto tiempo había pasado? El peso de la carreta de las ofrendas volvió a ser normal. Toda la comitiva despertó como de un sueño pesado, grotesco, pesadillesco, aterrador. Cada uno de ellos había visto a Betatun hablando en actitud amenazante con Bodilkas. Cada uno de ellos había entrado en un trance inesperado en el que no podían moverse para ir al rescate de su jefe. Cada uno de ellos comprendió que Aunia no llegaría al Santuario de las Aguas Saladas y Vivas. El carretero responsable de Aunia corrió desesperado. La joven no estaba. Las dos mujeres que la acompañaban habían perdido el conocimiento y parecían muertas. Bodilkas recuperó el sentido de la realidad y corrió junto a los demás hacia el carro de Aunia. ¡Ella no estaba! El padre enloqueció, gritó que la buscaran. ¡Debía estar en algún sitio! Se había extraviado. ¿Cómo la habían podido perder de vista? Pasaron el resto del día buscándola por las cercanías. Gritaban su nombre, desesperados. Menos la vieja ama, que simplemente comenzó a orar con fuerza ante la estatua que representaba a Aunia y que era la ofrenda que llevaban para el rito de iniciación de la joven a la vida adulta. Cuando Bodilkas, al amanecer del día siguiente, ordenó volver a casa, la anciana lo detuvo.
—Mi señor, no regrese sin realizar la ofrenda a Betatun. Eso podría traernos más desgracias. He hablado con Aunia en mis oraciones.
—¿Has hablado con ella? ¡No inventes cosas! Te mataré si me engañas.
—Señor, sabe que puede confiar en mí. Señor, sigamos el camino, lleguemos al Santuario de Aguas Vivas. Ofrezcámosle el voto y, quizás, se apiade de usted y deje volver a la niña.
Bodilkas, pensativo, tardó unos minutos en cambiar su determinación. Había pensado volver por el camino recorrido, pensando que quizás su hija se había escapado y vuelto a casa. Quizás no quería casarse con Amusico y nunca se lo había revelado. ¿Quién podía saber sus deseos? Él no dudó nunca de que ese matrimonio era lo mejor para ella. Nunca le haría daño, de ninguna forma su intención era casarla en contra de su voluntad. Más aún, la niña parecía entusiasmada por tal hecho.
—¡Bien! ¡Sigamos!
La comitiva siguió lánguidamente. Un desánimo pesado y generalizado podía sentirse en todos ellos. Al mediodía del día siguiente llegaron al Santuario. El río de aguas saladas recorría la parte baja del cerro y los monolitos, que parecían abrirse hacia el cielo suplicantes, resplandecían de lo blancos que eran. Bodilkas, desconsolado, hizo bajar la estatua de su hija: la ofrenda preparada para Betatun. La miró de cerca y pensó que era bella, tal cual era su hija. Su corazón deseaba que esta y otras cien ofrendas labradas en piedra y bronce, algunas representando cabezas de animales, de hombres y de mujeres e, incluso, viejas estatuillas que poseía como herencia de su propia familia, calmaran el ansia de la diosa. Todos, implorando durante tres días, pidieron que Aunia volviera con ellos. Todos rezaron sin descanso, ayunaron, velaron, lloraron e, implorantes, se bañaron en las aguas del río de aguas saladas pidiendo perdón por las ofensas que pudieran haber cometido contra los dioses, especialmente contra Betatun.

Bodilkas oró arrodillado frente a la ofrenda de la estatua de su hija que, en el centro de aquellos bloques de piedra, resplandecía bella y silenciosa. En su interior bullía un incipiente odio que inicialmente fue pura desesperación por su hija ausente, pero que a lo largo de las horas se convirtió, poco a poco, en una enemistad declarada en su interior contra la diosa Betatun, y contra todos los dioses que en aquel Santuario le parecían grotescos monstruos capaces de devorarlos sin piedad a todos. Levantó su cara para mirar aquel lugar al que tantas veces había acudido a pedir la ayuda de los dioses. Un lugar antiguamente repleto de esplendor y que en ese instante le pareció oscuro y falto de vida. Miró todas las ofrendas, unas arriba del todo, entre los grandes monumentos, otras a lo largo de la ribera del río de aguas saladas. Todo muerto, el cielo oscuro, las nubes amenazantes, los árboles llorando quejumbrosos tan desconsoladamente como los hombres de su séquito. Y lo que creía, hasta ese día, que era un santuario, le recordó a la negra boca del pozo donde su hija se asomaba desde que tenía diez añitos para recibir los mensajes de la diosa Betatun: la diosa de las aguas y los manantiales. Pero todo eso no le aguijoneó para tomar la decisión final. Tampoco el hecho de que muchos de los miembros de la comitiva enfermaran gravemente. Lo que le movió a huir de aquel lugar para nunca más volver fue la mirada que la vieja ama le dirigió mientras él lloraba desconsolado, al borde de la asfixia por la pena que sentía al haber dejado que su hija fuera arrebatada de una forma tan cruel, repentina y cobarde por parte de un ser tan poderoso, tan superior a los hombres, pero que no profesaba ninguna misericordia con ellos: la anciana cuidadora de su hija lo miraba apenada, pero a un mismo tiempo satisfecha porque se cumpliera la voluntad de Betatun.
Y, al fin, Bodilkas decidió marchar de regreso a su casa dejando allí, abandonada a su suerte, a la vieja ama que tan falsas esperanzas le había dado.