21 noviembre, 2024

Itzíar

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ITZÍAR

María Larralde

La oscuridad de la habitación contrastaba enérgicamente con la luz exterior que sinuosamente se reflejaba en el espejo de enfrente. Estaba mirando la imagen de aquello mientras se distorsionaba por momentos la suya propia. Aquello se movía sobre su propia imagen, se parecía a ella, pero no era ella. Al menos, no la que ella reconocía desde que tenía uso de razón.

Había dejado la anorexia atrás. Ahora era más hermosa si cabe.

 

Todavía era aún una niña cuando ya era considerada como un ser racional por sus padres. Quizá, desde bien pequeña, había mostrado signos inequívocos de madurez intelectual y emocional. Sus progenitores así lo consideraban. Y, por considerarlo, la trataron siempre como a una adulta. Y por tratarla siempre como a una adulta comenzó un día así, sin más, a comportarse como una niña triste, solitaria, exigente, malcriada, deformada de espíritu y, al final, de cuerpo.

Itzíar sabía que no era así, tan buena niña.

Sabía que no era madura y responsable, sabía que todo era una pose, una forma de parecer mejor de lo que se pensaba a sí misma.

Porque Itzíar tenía odio y no sabía por qué; tenía rabia y no sabía de dónde le provenía esa furia destructiva; deseaba matar, torturar, vejar, humillar y hacer sufrir a los demás, pero sin haber recibido afrenta alguna, simplemente porque la hacía disfrutar.

A la dulce niña, había algo que la torturaba: el aburrimiento más atroz por vivir.

Siempre estaba triste y sin ilusiones, su miedo irracional a su propia imagen en el espejo le hacía dudar sobre su propia cordura. Sin embargo, estaba segura de que sus percepciones debían ser correctas. La imagen del espejo era la de una adorable niña de aspecto angelical. Era lo que veían los demás.

Pero ella no. Ella veía su imagen tal y como realmente era, un monstruo, y se sentía bien al verse así. Lo que era, le hacía sentir bien, lo que aparentó desde que nació, no. Ese aspecto bonachón era una coartada que quizá la Naturaleza le brindó, o Dios en su loco delirio absurdo de creación.

 

La habitación llevaba mucho tiempo a oscuras. Había estado muy enferma los últimos años y había empeorado los últimos meses. La anorexia le había minado la salud física y mental según los médicos.

En la última etapa de escolarización comenzó a vivir una locura física de autoagresiones, vómitos provocados, hambrunas, pérdidas de peso espeluznantes y estado caquéctico rayano en lo zombi.

Itzíar envidiaba y odiaba a todos y a todo. El mal estaba en su interior, no era el deseo de vivir otra vida lo que la mataba, eran el odio y la envidia más puros.  Nadie le hizo nunca ningún daño. Siempre lo tuvo todo. Padres amantes y solícitos, éxitos académicos, amigos a los que destrozar la vida. Simplemente Itzíar era mala. Muy mala.

Había pasado muchos años de su niñez dañando a sus compañeras de clase, sobre todo a las que parecían mejores niñas. Las que se le acercaban con honestidad para jugar y compartir todo: experiencias, miedos y alegrías. A esas les hacía pasar verdaderos calvarios e Itzíar se divertía muchísimo.

A Laura la llamaba fea y gorda, “monstruo“… bola de sebo, fati, grasienta asquerosa, foca… y todo empeoró hacia un desenlace fatal cuando comenzó a poner animales muertos en su taquilla diciendo, después, cuando la pobre Laura los encontraba y gritaba asustada, que había sido ella, que era una degenerada y que la había visto momentos antes jugar con el gatito en el patio.

Todos creían a Itzíar. Porque era buena estudiante, la mejor. Porque era muy hermosa, la más bella. Porque era bondadosa, la más piadosa. Porque era educada, la más fina. Era un demonio.

Laura dejó de ir a la escuela, no contó a sus padres lo que ocurría porque sentía vergüenza de sí misma. Laura era una buena chica, comilona y feliz, hasta que Itzíar se cruzó en su vida.  Perdió el curso ese año. Le tenía miedo, auténtico terror. Primero, Itzíar, se le acercó con amabilidad ofreciéndole su amistad. Laura no pudo reprimir la suya, porque era buena persona.

Itzíar la invitó a su casa, en su habitación se paseaba ante Laura mostrando todos sus modelitos de ropa en los que Laura no metería jamás ni una sola de sus piernas. La invitaba a merendar, le daba un gran pedazo de tarta mientras ella saboreaba una dulce manzana y después le decía: “¿cómo te cabe eso? Así es como estas tan gorda, Laura”.

La maquillaba como a una muñeca y se reía con el resultado grotesco. A Laura no le hacía gracia y no entendía esos juegos. Pero ese fue solo el principio. Cuando Laura se dio cuenta de que Itzíar la hacía sentir mal, dejó de ir a su casa, dejó de pasear con ella en el colegio, dejó de jugar con su sádica amiguita. Entonces Itzíar comenzó a decir vulgaridades horrendas sobre ella a otras niñas, y estas a sus madres, y estas entre ellas. Para todos Laura comenzó a ser una niña grosera y comilona, una gorda maleducada, que arramblaba en casa de la buena de Itzíar con todo lo que pillaba en la nevera sin permiso siquiera.

Cuando ninguna niña iba con ella, cuando comenzó a tener malas calificaciones, cuando sus padres comenzaron a darse cuenta de que algo pasaba con su hija, entonces Itzíar comenzó con los animales. Laura siempre negó ser una maltratadora de animales, al contrario, disfrutaba mucho de su compañía. Pero al igual que todo lo demás, su gato apareció muerto, su pajarillo aplastado en su habitación, el perro del conserje, con el que siempre jugaba a la entrada del colegio, destripado y guardado en su taquilla… al igual que el resto de atrocidades, Itzíar se encargó de difundir la mentira. El resto fue cosa de la maldad popular de la gente común de buen corazón que no soporta que se maltrate animales, y menos que se les torture hasta la muerte, pero no se dan cuenta de cuándo una persona está siendo maltratada.

A Laura la cambiaron de colegio y así fue que, a pesar de sus traumas, a pesar del daño que Itzíar le causó ese año, fue de las pocas que se libró del acoso diario de la hermosa, bella, buena y fantástica Itzíar.

Itzíar era excelente en sus resultados académicos, un ángel para sus padres hasta los doce años, cuando todo se vino abajo y dejó de comer. Empezó a vomitarlo todo…

No era por verse rellenita, gorda o deformemente obesa. Nada de eso la atribulaba. Estaba deseando que sus padres sufrieran hasta desear la muerte. Porque destruir niñas ya le aburría. Matar y descuartizar animales ya no le excitaba en absoluto y pensó qué sería verdaderamente divertido ver sufrir a sus amantes papás.

Y así lo hizo. Se pasó años agrediéndose a sí misma hasta quedar tan maltratada físicamente que era irreconocible. Pero en la oscuridad de su cuarto, de noche, Itzíar se deleitaba al escuchar los lamentos de sus padres, los llantos, los reproches, los rezos pidiendo ayuda para su amada hija. Se divertía tanto que se pasó dos años así, en casa, martirizando a sus pobres padres.

Su padre murió de un infarto cuando la muchacha contaba con catorce años y ya les había hecho pasar un suplicio. Itzíar no pesaba ni treinta kilos cuando el pobre hombre murió, su corazón no entendió qué pasaba con su amada hija.

Itzíar estaba a punto de morir cuando todo dio un giro inesperado e inexplicable.

Su madre estaba al límite de sus fuerzas cuando ella de repente mejoró. Simplemente mejoró porque de nuevo su aburrimiento por ver sufrir a su madre hizo mella en su psique. Nuevamente se aburría de aquello. Y empezó a comer, sin más, como si no pasara nada.

Itzíar cambió. Se había curado. No sentía nada más que bienestar físico. Su madre no entendía nada de lo que Itzíar le dijo sentada aquella mañana de septiembre, bajo el porche, cogida de su mano, con un bocadillo de chorizo en la otra, deleitándose en él como si del manjar más exquisito se tratara:

—Mamá, necesito hacer algo nuevo —le dijo con su dulce cara, con sus ojos entornados degustando el bocadillo grasiento con harto placer.

— ¿Qué es, hija? ¿Qué te pasa? —le contestó inquieta, pues sentía algo extraño por su hija, la amaba, pero algo había ahora en ella, algo que su madre era capaz de sentir después de tanto sufrimiento. Porque Itzíar ni siquiera lloraba la muerte de su padre, seguía su vida de niña recuperada tan campante, y eso daba miedo.

—Mamá, me aburres. Me he divertido mucho viéndote sufrir pero eres, eres una pesada, eres muy tonta, mamá, y me das asco, desde siempre, y papá también —y miraba el horizonte azul comiendo vorazmente aquella gran rebanada de pan mientras su expresión facial era risueña, como si le hablara de cosas hermosas, como si le estuviera diciendo lo mucho que la quería.— ¡En realidad, me alegro tanto de su muerte! —y pegó otro bocado engullendo casi sin tragar mirando el horizonte.

Su madre intentó levantarse, aterrorizada. Ahora veía al monstruo sentado a su lado. Estaba tan asustada, tan turbada, tan sumamente conmocionada que pensó que había escuchado mal.

Pero Itzíar no la dejó levantarse. La agarró con fuerza de la muñeca y la hizo permanecer en su sitio.

—No tengas miedo, mamá, no voy a hacerte nada malo. Pero lo que sí quiero es que me contestes, ¿vas a poder vivir con esto? —sonreía con la boca llena, con cuidado de no dejar que se viera su comida masticada, como si importara en ese momento para alguien su buena educación.

La pobre mujer se levantó llorando, consiguió zafarse de la garra de Itzíar que siguió comiendo tranquila. Corrió a su habitación y cogió la fotografía de su recién difunto marido. Se echó llorando a la cama sin fuerzas ni para pensar.

 

Itzíar volvió a sus estudios. Todos los profesores la felicitaron por ser tan valiente, por haber logrado ella sola luchar y vencer su penosa enfermedad, por haberlo hecho a pesar de la desgraciada muerte de su padre el último año y de la mala salud mental de su madre que apareció muerta pocos días después a causa de una sobredosis de barbitúricos.

Pobre Itzíar, pensaron todos, mientras ella recordaba feliz a su madre tragando todas aquellas pastillas bajo su atenta mirada y su dulce sonrisa.

 

FIN

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Itzíar. María Larralde

 

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