22 mayo, 2025
INFIERNO PORTADA

MARÍA LARRALDE

INFIERNO
María Larralde
“…enviará a sus ángeles […] que recogerán a todos los autores de iniquidad, y los arrojarán al horno ardiendo” (Mt 13, 41-42)

Un estruendo, como jamás había escuchado, me despertó en mitad de la noche. La habitación temblaba, los muebles se movían libremente como si repentinamente hubieran adquirido vida, y parecía que bailaban una danza macabra al compás del movimiento que asolaba la tierra. Los objetos de estanterías y armarios se mostraban como poseídos por la sobrenatural fuerza de un poltergeist, asustándome, no solo porque parecían animados, sino porque además me golpeaban con fuerza por todo el cuerpo cuando se tropezaban conmigo, a pesar de estar agazapado bajo las sábanas de franela azul tras las que instintivamente me parapetaba sin éxito alguno.
Afuera, un viento huracanado ululaba tan intensamente que parecía que seres de otra dimensión estaban acechando en la oscuridad, conspirando contra mi vida, advirtiéndome de que pronto caerían sobre mí, de que acabarían destrozando mi cuerpo, arrancando mis miembros y masticando mis vísceras ¿Era un viento huracanado? No estaba seguro de lo que era aquello.
Quise levantarme de la cama, pero el temblor era tal que impedía mis movimientos y me desequilibró al intentar ponerme en pie. Algo me decía que aquello no era un simple terremoto porque, al mirar por la ventana, advertí que el edificio, o al menos mi apartamento, estaba moviéndose. Se deslizaba pesadamente produciendo ruidos de buque fantasma a la deriva y las paredes parecía que iban a desencajarse en cualquier momento dejándome caer a tierra, desde la altura de un tercer piso. Era aterrador. La angustia y el miedo, la incomprensión de unos hechos tan inusuales y abruptos, me inmovilizaron. Estaba aturdido y aterrado.
Mirar alrededor era inútil como método para tranquilizarme, porque todo estaba oscuro, tan oscuro que al principio no pude apreciar nada nítidamente. Poco a poco fui observando y fijándome en cómo árboles, edificios, farolas, coches, animales y personas… pasaban por la ventana de mi habitación en volandas, como cuando vas subido en un tren y los objetos se desplazan como pinturas móviles. Pero ahora sus direcciones eran aleatorias, sin un rumbo claro, parecía que el edificio entero era llevado por los aires por un terrible huracán.
De repente comencé a marearme, todo daba vueltas a mi alrededor. Mis náuseas, unas náuseas insoportables, me hicieron vomitar el líquido amargo de mi estómago. Mientras el edificio, repentinamente, cayó en un aterrizaje tan abrupto que la cama donde me encontraba se volteó completamente tirándome contra el suelo, golpeándome la cara y el pecho fuertemente. Me quedé sin respiración por unos instantes y el colchón se desplomó sobre mí cubriendo por completo la parte superior de mi cuerpo, incluida la cabeza, por lo que no veía nada. Todo quedó en calma de manera tan repentina como había comenzado. Aquel temblor cesó sin más. Los muebles, los objetos, todo estaba patas arriba y como pude me levanté, quitándome de encima el colchón que pesaba lo suyo. Respiré profundamente y conforme me levantaba del suelo, intentando mantenerme erecto, observé cómo la oscuridad parecía introducirse dentro de la habitación a través de la ventana abierta. Era como una bruma negra y espesa. Sentí tal sensación de terror que, a pesar de mis daños físicos, pues la nariz me sangraba del golpe y todavía me costaba respirar, corrí a cerrarla porque presentía que algo grotesco entraría por ella para destrozarme. El sonido, que creí viento, mantenía su nota amenazante y se aproximaba hasta mi ventana, ahora cerrada por mí, en un arranque de valentía defensivo. Me escondí a un lado, tras las cortinas azul cielo que mi madre había colocado en mi habitación hacía ya un par de años. Miré hacia afuera, pero la oscuridad total, espesa y viscosa, casi sólida, impedía visión alguna. Aquel ulular demoníaco persistía, de manera que mi parálisis por miedo me impidió moverme. Fue entonces, cuando de forma súbita, golpearon la puerta de mi habitación, una puerta desencajada por los golpes terribles que todo el edificio había recibido y sufrido como un coloso maltratado. Escondido tras las cortinas, miré horrorizado hacia la entrada de mi cuarto. Lentamente, se abrió chirriando lloronamente como si emitiera un lamento por mi alma atormentada. El viento mantenía su atroz amenaza y, desde el vestíbulo, pude observar una figura contrahecha acercarse con lentos andares cuadrúpedos reptando hacia mí. El pavor hizo que reaccionara y, por evitar que aquello se acercara para devorarme o algo peor, abrí de nuevo la ventana, y salte al vacío oscuro en el que me precipité y caí durante un largo espacio de tiempo, envuelto por voces estridentes que asemejaban lamentos, gruñidos, gritos de dolor.
— ¡Ahhgg!
Un fuerte golpe contra el suelo, esta vez de espaldas.
“¿Cómo podía ser? ¿Dónde estaba?”
Me envolvía una especie de solución pastosa muy negra y tupida que, a pesar de que me permitía respirar, me hacía sentir opresión, agobio… era como estar dentro de un fluido seco, una bruma espesa, un entorno sin espacio vacío entre objetos. Un todo sin distancias. No podía saber si había alguna dirección o todo era informe, sin orientación, incluso sin dimensiones espaciales.
— ¡Uuggf!
Me levanté, pero no sabía si estaba de pie, así que perdí el equilibrio y me caí. Gateando, comencé a moverme por aquel lugar o lo que fuera aquello. A lo lejos vi una puerta, una puerta que se movía como si detrás de ella se estuviera produciendo una gran hecatombe. Poco a poco me acerqué y la abrí de unos cuantos empujones, aquella puerta descolocada daba acceso a mi habitación destartalada, con todos los muebles tirados como si un huracán la hubiera recorrido y, al mirar hacia la ventana, una figura negra saltó precipitándose al vacío negro del que acababa de salir.
— ¡Nooo!
Grité hasta dolerme la garganta, porque aquello era incomprensible para cualquier mente humana. Me arrastré hasta la ventana, pero ya nada se veía. ¡Me había asustado de mí mismo! Todo era un sinsentido ¿O no? Algo me venía insistentemente a la mente. Una preciosa niña rubia. Pero se esfumó de mi mente igual que había venido. No recordaba nada de mi vida y me di cuenta de que podía estar muerto. Las consecuencias de aquel pensamiento eran terribles, si estaba muerto, aquello era el infierno. Esperé sentado en el suelo, en medio del caos, y el tiempo se me hizo eterno. Nada sucedió. Esperaba que aquel extraño fenómeno repetitivo del que había sido víctima volviera a producirse una y otra vez. Nada sucedió.
Poco a poco una tenue luz se filtró por la ventana; la brisa matutina, acariciando las cortinas, me hizo recobrar algo de fuerza. Pensé que todo había acabado, pensé que un terremoto había asolado la tierra y que del golpe había quedado inconsciente; que había alucinado al caer en la demencia. Me levanté con esfuerzo. Con el entumecimiento propio de los golpes y el cansancio de horas de tensión acumuladas en mis músculos.
Miré hacia afuera y me vi a mí mismo, andando, en un paraje desconocido, un lugar que era completamente nuevo. Casas de color tierra cuyos tejados de pizarra negra contrastaban con un paisaje azul intenso. No había diferencia entre cielo y tierra, monocromático y terriblemente frío. Las casas eran grandes y parecían deshabitadas, seguramente no eran casas para humanos porque mi figura se movía diminutamente entre ellas. Salté por mi ventana cuando vi una sombra asomar por la de una de aquellas casas, parecía observar a mi otro yo. Tuve miedo, allí había presencias, presencias que vigilaban, que me contemplaban sin que yo me diera cuenta. Al caer me torcí un tobillo y me dañé la rodilla. El dolor me dejó, unos segundos, inmerso en mis sensaciones internas, pero rápidamente reaccioné ante la realidad que pesadamente se hacía más viva… Y grité mi nombre.
Aquella figura de mí mismo se volvió hacia mí, y su cara… su cara… blanca, como un folio en blanco, sin órganos faciales, me asustó tanto que quise subir por la fachada del edificio de mi casa desde donde acababa de saltar. Pero no podía, me resbalaba, y el tobillo me dolía muchísimo. Entonces me volví hacia atrás, quería saber qué estaba pasando con aquella figura deformada de mí mismo. El horror al ver que unas grandes bestias destrozaban mi cuerpo a dentelladas, ululando, gritando, desgarrando mi carne en cada bocado con sus grandes bocas de dientes firmes, fue espantoso. Y cuando acabaron con él, me miraron, y comenzaron una danza macabra acercándose lentamente. Algunos parecían grandes ogros con caras deformes, otros asemejaban demonios vampíricos que sonreían burlonamente con sus bocas llenas de sangre; algunos asemejaban formas humanas, pero eran grotescos animales de especies desconocidas que habían adquirido la cualidad de la bipedestación… todos se acercaban, despacio, sin pausa, lentamente, hacia mí. Sabía que estaba en el infierno. Y sabía el porqué. Mi corazón iba a detenerse, y cuando aquellos seres llegaron y rodearon mi cuerpo, sentí que abandonaba ese mundo gritando:
“¡Dios, perdóname… yo maté a esa niña, la maté… la violé!”
Desperté sudoroso y descompuesto. No estaba en mi habitación. Una sala blanca, un foco de luz blanco, una camilla blanca a la que estaba atado. ¿Había confesado mi crimen?

INFIERNO EN IVOOX

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