“No hay creencia, aunque sea estúpida, que no reúna a sus fieles seguidores los cuales la defenderán hasta la muerte”. Les juro que es una cita textual de Isaac Asimov.
“La gente especuló durante mucho tiempo sobre lo sucedido: lo único cierto es que el paisaje reseco de la loma del hambriento ya no era un lugar arrasado solo por la sequedad del ambiente. Se veía muy bien una circunferencia de unos doscientos metros de diámetro ennegrecida por no se sabía bien qué circunstancia”. Así empezaba la crónica con la que esperaba alcanzar la gloria en mi carrera periodística.
“Tómese un jarrete conmigo, que yo se lo cuento”. Y Francisco López González esperó, pacientemente, a que yo pusiera en marcha la grabadora mientras saboreaba mi vino con gaseosa y hacía intención de escucharle.
Paco carraspeó, encendió un cigarro con parsimonia, frunció el ceño como concentrando su atención y, con la mirada perdida, empezó su relato:
“El día que pasó lo que pasó, yo estaba en esta misma silla cuando apareció Manuel el pastor: le vi llegar a la plaza descompuesto, él -que jamás abandonaba el rebaño- apareció solo, a eso de las doce de la mañana, gritando. “En la loma del hambriento hay una cosa muy grande que viene a por nosotros”. Y era pa verlo, sudoroso, desharrapado y con los ojos estrabiáos de puro miedo.
La señora Carmen fue la primera que se le acercó, con la bolsa del pan colgá en el brazo y ese aire de relimpia que siempre tiene… ”¡Cálmate, hombre, que te va a dar algo!”, pero Manuel seguía gritando. Se le veía asustao, y eso que todo el mundo sabía que era un hombre al que era difícil amedrentar; ni de chico se le conocía miedo alguno. Fue el primero que le plantó cara al Genaro, que iba de matón; y una vez le quisieron robar en el campo, cuando estaba a solas con las ovejas: sacó la escopeta que siempre llevaba por si se le cruzaba un conejo, y consiguió que se marcharan sin nada. Y no solo eso, cuando fue a la Guardia Civil pa denunciar el hecho, los guardias quisieron quitarle la escopeta porque decían que no estaba legal, dicen él se les enfrentó, ordenándoles que ni lo intentaran, y salió del cuartel con su arma. No hubo narices pa quitársela.
Pero aquel día se había hasta meao en los pantalones, no le digo más. De pronto y mientras gritaba una y otra vez lo de que venían a por nosotros, se puso a llover. Y eso hizo que la gente saliera a la plaza. Llevábamos un año sin que lloviera ni una gota y los gritos del Manuel se mezclaron con las risas de los que llegaban al bar, que celebraban que el polvo de la sequía se convirtiera en barro.
Los presentes nos refugiamos en los soportales de la plaza, llovía muy fuerte, aquello era una tormenta con aparato eléctrico y todo. Pero el Manuel seguía en medio de la plaza, dando gritos y diciendo que pidiéramos perdón a Dios por nuestros pecados, que aquello venía a buscarnos y que nos preparáramos. Y así siguió hasta que alguien llamó a la ambulancia pa que viniera a buscarlo, que parecía que había perdido la razón.
Estuvo unos días ingresao, y no paraba de llover. Aquello hacía más de cien años que no pasaba. En el pueblo se empezó a correr la voz de que, a lo peor, lo del Manuel era verdad, que aquello era mucha agua para nuestra tierra y que eso que decía el pastor que venía a por los del pueblo parecía que quería llevarnos ahogaos. Empezó a cundir el miedo y el Genaro, que ahora es el alcalde, sabe usté, dijo que había que ir a la loma, aunque solo fuera pa quedarnos tranquilos.
Así que el alcalde, el Alfredo y yo, fuimos a buscar al Manuel, que estaba en su casa al cuidao de su mujer. Le sacamos de la cama y dejamos a la Rosario llorando y diciendo que su hombre todavía no estaba bien, que seguía con retembríos y sin ser ni sombra de lo que fue. Pero que ya que nos lo llevábamos sin que a ella le pareciera bien, que le trajésemos también a las ovejas, si es que quedaba alguna viva y teníamos lo que habíamos de tener. Ya sabe, cosas de mujeres.
Llegamos andando hasta donde nos llevó el Manuel y, conforme nos íbamos acercando, la lluvia arreciaba. A pesar de que no eran ni las cuatro de la tarde, apenas había luz de día de lo cerrado que estaba el cielo. Quitando eso, en el lugar no había nada de lo que decía el Manuel; solo el Negro, el perro que acompañaba al pastor, que se mantenía quieto y gimiendo: era digno de ver al pobre chucho, acobardao y empapado hasta los huesos. Tres días llevaba el animal sin moverse de allí. Lo raro de verdad fue que las ovejas seguían como si nada pasase, dentro de un círculo de tierra abrasada en el que no llovía, y alrededor de una oveja muerta, negra y quemada. De pronto, Manuel empezó a jurar como nunca había yo oído jurar a un hombre, se acercó a las ovejas y nos enseñó sus caras, que parecían reír: tenían ese aspecto porque alguien les había cortado el labio superior.
Lo que a usted y a mí ahora, sentados aquí y bebiendo vino, nos puede parecer una broma de alguien con mala leche, en aquel momento nos asustó como a chiquillos y salimos corriendo. Dejamos blasfemando a Manuel y esa fue la última vez que le vimos: a él, al Negro y a las ovejas.
Paco hizo una pausa en su relato para echar un trago de su jarrete de vino; encendió otro cigarro y me miró fijamente antes de continuar.
“Lo demás ya lo sabe por los periódicos. Hace casi un año que desapareció Manuel, las mujeres han empezado a hablar del milagro de la loma del hambriento y ya ve usted la que se ha liado: unos dicen que si un ovni de esos se lo ha llevado, otros que si el diablo, y las mujeres dicen que es La Cosa Divina la que nos pide que riamos todos como las ovejas, que está harta de que su rebaño esté triste y que por eso no deja de recordarlo a base de lluvia.
Y ya sabe lo que son las mujeres cuando se les mete algo en la cabeza, se han empeñado en que Manuel es un elegido y que volverá cuando se le haga una iglesia a la Cosa en la loma sagrada donde nunca llueve… ¡No me mire usted así, que cosas más raras oirá en la vida!”
Francisco López González, hombre cabal y serio donde los haya, me observó con su poquito de sorna; a estas alturas de la conversación, se nos habían unido el resto de los parroquianos del bar para escucharle. Paco se puso en pie, ceremoniosamente brindó por La Cosa, hizo una reverencia y, todos a una, los allí presentes se rieron dejando a la vista sus encías, sangrantes y sin labio superior.