5 diciembre, 2024

UN DÍA DE SUERTE – María Larralde

Portada U día de suerte

La cocina de la casa tenía la puerta abierta y eso me llevó a pensar que podía hacerlo con facilidad, al fin y al cabo no era la primera vez que entraba a hurtadillas en la casa de alguien y me llevaba dinero, joyas o móviles de los desprevenidos dueños de la casa.

Eran las dos de la mañana. Era un barrio residencial. Jardines amplios, imitaciones de Versalles exhalando perfumes andaluces, caminos empedrados que zigzagueaban atravesándolos como si quisieran llegar a Roma, fuentes de piedra gastada, imitando las griegas, con bocas de angelitos y demonios rezumando el elixir de la vida. 

Ensimismado por estos detalles de vida copiosa, sentí que nada de lo que me llevara de aquel casoplón sería realmente echado en falta, o quizá el seguro lo repondría con la inmediatez que se reponen los huevos en un supermercado.

Efectivamente, la puerta abierta invitaba a entrar. Ni perros, ni alarmas, ni servicio que cuidara la intimidad e integridad de los dueños. Estarían durmiendo y olvidaron cerrar por desidia, por dejadez o falta de costumbre. Estas cosas pasan —pensé— aunque no suelen pasarme a mí. Era, sin dudarlo, un día de suerte.

Las luces estaban apagadas, el silencio era absoluto, y una calma inquietante enmudecía hasta los relojes de pared antiguos y bellamente ornamentados por los que se podría sacar una pasta gansa. Pero eran pesados y yo no iba preparado. Entré porque necesitaba dinero fácil y rápido. Era una oportunidad circunstancial y no un robo planificado con mis colegas John y Nicolás.

Coger cuatro objetos de valor, dinero con suerte y pirarme, nada más.

Abajo, en el salón, una cajita pequeña de oro llamó mi atención. Era como un pastillero de esos que usan los ancianos para administrar sus medicinas. Reposaba sobre una especie de cómoda clásica y decidí cogerla. Al levantarla para meterla en mi mochila raída de Levi´s alguien detrás de mí encendió la luz.

—Deja eso donde estaba o te meto un tiro.

Una voz de mujer me habló firme y grave. La dejé, y sin volverme, por no empeorar la situación, hablé con la mayor tranquilidad que aquella situación me permitía:

—Lo siento… yo… solo necesito algo de dinero.

—Abre la caja, coge las pastillas que hay dentro y tómatelas.

Era lo más raro del mundo. Y sin hacer caso me volví.

Era una mujer en camisón transparente con cabellos rubios que delicadamente recorrían sus hombros cuyos ojos azules muy abiertos le daban aire de muñeca rusa. Sus pechos se perfilaban perfectamente contra la suave y sedosa tela del camisón satinado. Llevaba una pistola y me apuntaba firmemente con ambas manos.

—Trágalas o te pego un tiro —insistió.

—Pero, ¿qué es? —repuse, pensando que igualmente podría morir o que serían sedantes y que tras inducirme el sueño me entregaría a la policía.

—Tómalas… o te mato —estaba serena, sonreía levemente y eso me perturbó.

—Pero…

Y, sin más, me disparó en la pierna derecha a la altura del tobillo. El dolor me hizo gritar y caer al suelo. Y ella se acercó. Su cara era preciosa pero su mueca no acompañaba esa hermosa perfección, era grotesca, de satisfacción o placer por mi dolor. Abrió mi boca y enloquecida metió las pastillas en ella, y me las hizo tragar apuntándome con el arma en la cabeza, mientras me daba patadas con sus pies enfundados en unas botas militares que yo no había visto hasta el momento. Creí perder el conocimiento mientras un amargo sabor medicamentoso llenaba mi boca. Entonces aquella loca o lo que fuera levantó su camisón, echó a un lado sus bragas y me orinó encima. Comencé a sufrir una erección dolorosa. No era verdadera excitación, estaba asustado, muy asustado. Pero aquellas pastillas me habían producido una erección dolorosa. Terriblemente dolorosa.


Ella, me bajó la cremallera de la bragueta, sacó aquello y se lo enfundó en su sexo durante horas. Perdí el conocimiento y mucha sangre.

Al despertar no había nadie. Me sentía mareado, vomité sobre aquel suelo enmoquetado y me arrastré hacia la puerta de la cocina que permanecía abierta, invitándome a salir. De nuevo atravesé los jardines y fuentes, y al llegar a la calle grité:

— ¡Socorro! —desolado, angustiado, desorientado…

Una mujer rubia me recogió y me introdujo en su casa. Me arrastró por las axilas. Su fuerza era descomunal. Llorando, supe que mi pesadilla volvería de nuevo a comenzar. Y ella al oído me susurró:

—Es tu día de suerte —su sonrisa era torcida y me escupió.

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