Mujer tirada en el suelo; boca abierta sin labios, hueca: le han arrancado lengua; ojos vacíos, cuencas resecas cual úlceras necróticas; narices mordidas hasta el límite del hueso; orejas arrancadas como su apéndice nasal; cráneo partido del golpe contra el mármol blanco del suelo; sangre, cuarteada tras días de sol indirecto de la ventana del salón, un desértico mosaico burdeos; brazos y piernas dispuestos alrededor del tronco de cualquier manera, arrimados para que la figura parezca humana.
Charles mira la escena y mira al perro: lloriquea muy cercano al cadáver de su, en otra hora feliz, dueña. Todo apunta a un fatídico accidente: el hambre canina ha hecho el resto.
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Walter miraba a Mariana con gran enfado y rabia. La vieja asquerosa y pérfida era tan malvada que había conseguido llevarle al límite de sus posibilidades físicas y psíquicas. Encerrado y sin alimentos pasaba las largas horas. Era un jamelgo de los de raza, recogido de un albergue por la amable ancianita: una vieja bruja retorcida y sádica que le gritaba, ida del todo, y le pegaba con toallas mojadas. Walter la odiaba y decidió acabar con ella. Programó su muerte aquel día, muerto de hambre pero, sobre todo, de asco. Se cruzó entre sus piernas habiéndose zafado de sus palos, las rodillas de la anciana demente flaquearon y una nueva embestida acabó con ella en el suelo. El resto no fue por hambre, fue por odio. De repugnancia había escupido su carne. Ni como alimento era válida.