29 marzo, 2024

VICTORIA – Elmer Ruddenskjrik

 

 

— ¿Cuánto lleva ahí dentro? —quiso saber la esposa del Rey Sigurd.

—Mi señora —la atajó el consejero del Rey con una sonrisa falsa, y empujándola a un lado, desviándola de su camino directo hacia la puerta que daba hacia su habitación—. Su marido está muy enfermooo… ¡y no conviene ahora interrumpir su descanso! Dos sanitarios de la corte cuidan de él, y no era menester que apresurarais vuestro regreso al castillo, mi señora…

—Pero, ¿puedes al menos decirme lo que ha pasado? —le instó ella, enarcando las cejas.

—Nuestro Rey ha ganado otra batalla, mi señora, nuevas tierras expansionan ahora el reino que os pertenece… —explicó el consejero inclinando la cabeza y abriendo las manos, pero mostrando una cómica y mal fingida cara de pena al seguir hablando—. Pero ha sufrido un pequeño contratiempo… Como sabéis, majestad, vuestro esposo gusta de llevar a guisa las cabezas de sus enemigos… y… de un modo que nadie comprende bien, ha llegado al castillo con dicha cabeza prácticamente incrustada en su entero muslo derecho…

— ¡¿Incrustada dices?! ¡Por los Dioses, Nárcrud! ¡¿Qué te estás inventando hoy?! —quiso descartar la Reina, sacudiendo las manos con las que se había estado tapando la boca, esperando alguna horrenda descripción sobre alguna herida.

— ¡Ohh, mi señora, es así, como os digo, lo que os digo…! —repuso el consejero, con una leve reverencia y sonriendo complaciente. Sonrisa que ya no retiró para continuar su explicación—. Incluso yo, que estoy de presenciar toda clase de horrendas heridas traídas por jóvenes supervivientes de la batalla, me espanté al verlo: la cabeza no parecía muerta, más bien moribunda, aunque estaba claro, por su estado de descomposición, que pertenecía a un muerto… pero… ¡ay, si hubierais visto de qué manera mascaba y parecía fundirse la putrefacta piel que cubría su calavera, con la misma carne de vuestro esposo! Era como si la cabeza muerta se abriera paso a mordiscos muy lentos en el muslamen de nuestro Rey, y al tiempo hiciera cicatrizar las heridas en torno a sí con un abultado coágulo apestoso. Al momento de trasladar a nuestro señor, en peligroso estado febril, a su aposento, la cabeza se convulsionaba aún muy lánguidamente en su pierna, y nuestros cirujanos más avezados llevan, desde ayer, buscando el modo de extirpársela… ¡Pero está difícil! Porque ellos observaron, así me lo hicieron saber, que carne muerta y carne viva parecieran estar fundiéndose en algo que ellos me describieron como una especie de lepra…

— ¡Por los Dioses, Nárcrud! —acabó la reina por interrumpirle, tras varios segundos durante los cuáles parecía haberse quedado sin aliento para hablar, mientras silenciosas lágrimas recorrían sus mejillas al escuchar todo aquello—. ¡¿Pero qué estás diciendo Nárcrud?! ¡¡Quiero verle!! ¡¡Debo entrar ahí!!

— ¡No! ¡¡Mi señora!! —se interpuso el consejero Nárcrud, mostrándose muy serio y vehemente de golpe—. Los médicos me dejaron muy claro que… —y cerró los ojos para sacudir una mano delante de sí mismo, con un gesto muy afeminado—, ¡nada de interrupciones!

A sus espaldas, más allá de la puerta al aposento, se escuchó un grito de varias voces al unísono. Un rugido a coro, más bien. Nárcrud pegó un saltito con el que se puso al lado de su Reina, casi abrazándose a ella, sujetándola de su brazo izquierdo. Ella retrocedió despacio a su vez, aterrada por el dolor y rabia que transmitían esas voces, y el consejero la siguió bien agarrado a ella, mirando con el mismo espanto la puerta de noble madera. Los gritos cesaron y algo se arrastró hacia ella, oscureciendo la luz del día que se colaba desde allí dentro por debajo. El pesado manubrio de la puerta giró, y ésta se batió hacia fuera, forzando los goznes en su sentido contrario y haciéndola al fin caer entera al suelo, por efecto de una fuerza espantosa.

Lo que Nárcrud y su reina vieron salir tan resuelto de la habitación era una masa de forma humana, pero proporciones grotescas. Todo ello estaba desnudo, o todos ellos mejor dicho, porque tanto en las extremidades inferiores que le servían de piernas como en su aparente torso y brazos, se apretaban estrujados y retorcidos las extremidades, el pelo corporal y los rasgos tanto del mismo Rey Sigurd como de los cirujanos que se habían encerrado a tratarle. Los tres estaban mezclados y apretados de formas retorcidas que se partían al moverse rompiendo a sangrar o que soltaban astillas con el quebrar de los huesos. Apestaba. Demasiados efluvios manaban de la cosa, y ninguno era bueno.

Nárcrud y la Reina se quedaron paralizados, buscando la cara de la horrenda mole de carne. Ésta parecía apoyarse en el marco con su parodia de brazos para agacharse y pasar por la puerta. Ante sus ojos aparecieron los rostros de Sigurd y de la cabeza de su rival, fundidos en una especie de grotesco beso en que la cabeza muerta parecía estarse comiendo mucho del pelo de la larga barba de Sigurd y la mitad izquierda de sus mandíbula. Los ojos del rostro de Sigurd parecían salidos de sus órbitas, como los de un muerto. La cara putrefacta, de lado, parecía dirigir su  blanquecina pupila izquierda hacia ellos, mientras masticaba con lentitud.

Y habló, en una especie de rugido a cuatro voces.

— ¡VICTORIAAAAA…!

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