19 abril, 2024
Hasta luego, nos veremos ayer

por Javier Fernando Castillo Naranjo

 

Si nos encontramos, fue por voluntad de ambos. Tanto él como yo estábamos obsesionados por nuestro porvenir, de ello dependía nuestra decisión de seguir viviendo. Lo había contactado desde hacía una semana y después de muchas pruebas contundentes supe, en verdad, que se trataba de mi otro yo, y no de ese doble que se dice tenemos todos en algún lugar del mundo. No es muy difícil de entender: yo existo en la dimensión A; mi otro yo, en la B. En la dimensión A el tiempo se dirige hacia el futuro; la B es idéntica a la A, un espejo, con la excepción de que en ella el tiempo avanza hacia el pasado.

 

portada hasta luego, nos veremos ayerFue algo desorientador cuando al encontrarnos por última vez, mi otro yo me preguntó ansioso por mi pasado. Quería saber en qué fecha había nacido, si había tenido una infancia feliz, cómo había sido mi primera novia, la vez que perdí la virginidad… Le tuve que contar toda mi vida.  No demoré demasiado —apenas tengo 20 años de edad—, y se emocionó cuando le relaté acerca de mis conquistas amorosas, los amigos del barrio, las juergas los fines de semana, la placidez de mi niñez y mis adorables padres.

 

Luego me tocó el turno y le indagué por mi futuro, es decir, su pasado. Me maravillé cuando me dijo que no me preocupara, que sería un hombre de éxito, tendría dinero y me casaría con una mujer hermosa y dulce que me acompañaría hasta la vejez. Moriría a los ochenta mientras dormía; en resumen, tendría una vida de ensueño. Me alegré sobremanera, es que era una revelación liberadora saber que muy pronto dejaría de andar en moto repartiendo a domicilio comida basura hasta las tres de la madrugada por un sueldo de mierda.
Mi otro yo era simpático y amable. No podía ser de otra forma, yo soy así.  Éramos iguales en lo físico y en lo mental, la única diferencia era que él recorría el camino hacia atrás; nació cuando le enterraban, rejuvenecía con el tiempo, empezaba una relación diciendo adiós para siempre, moriría al nacer. Me daba pena matarle, pero es que no soportaría que ese tipo, que soy yo, volviera a pasar por lo que pasé: un padre drogadicto y una madre copera que me tuvieron cuando eran un par de adolescentes; las golpizas y las interminables tardes de ira; los meses de niño vagando en la cochina calle; el pegamento embrutecedor que me hacía olvidar el hambre; los dos años en un correccional luego de apuñalar a un tipo que se negó a entregarme la cartera; y luego este trabajo miserable que me asignaron por el programa de reinserción social. Sí, lo iba a matar, pero le estaba haciendo un favor, ¡me estaba haciendo un favor!

No lo pensé más. Agarré el puñal que guardaba en el bolsillo, pero él fue más rápido…; sacó su pistola, y fue entonces cuando me di cuenta de que él también me había mentido.

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